(Galde 10, Udaberria 2015 Primavera). Ignacio Sánchez-Cuenca. Hay ya sobrados elementos para considerar que la crisis 2008-2015 ha supuesto un punto de inflexión en la España democrática. Creo que se trata del cambio más profundo que ha sufrido nuestro país desde sus primeras elecciones democráticas en 1977. Se trata de un cambio que tendrá consecuencias duraderas, no solo económicas y sociales, también políticas.
No vale la pena que a estas alturas vuelva sobre los orígenes de la crisis y sus efectos más visibles e inmediatos. Es una historia bien sabida, sobre la que poco hay que añadir. En la medida en que una crisis es también una oportunidad, muchos creyeron al principio que el país podría cambiar en la dirección por ellos apetecida. Algunos pensaron que se daban las condiciones para acabar con el poder desmesurado de las finanzas y la banca; otros creyeron que una política “valiente” permitiría transformar el modelo productivo español; y aún hubo gente que pensó que sería posible poner el contador a cero e iniciar un proceso constituyente de refundación de nuestra democracia.
A la vista de los acontecimientos, no queda más remedio que concluir que todas esas aspiraciones han acabado frustrándose. Los cambios han ido acumulándose en una dirección que pocos esperaban y que rompe la tendencia de las tres primeras décadas de democracia.
España se ha vuelto, sobre un todo, un país más desigual. La desigualdad económica (medida por ejemplo a través de la diferencia de ingresos entre el 20% más rico y el 20% más pobre) ha aumentado brutalmente y nos sitúa actualmente en las posiciones más altas de la Unión Europea. La desigualdad española no se basa en un aumento de las rentas más altas, sino más bien en una caída de los ingresos más bajos, como consecuencia de la devaluación interna a la que nos obliga nuestra pertenencia al área euro.
Esta creciente desigualdad ha sido posible, entre otras razones, por el fuerte debilitamiento del trabajo frente al capital. Sucesivas reformas laborales, culminadas con la reforma aprobada por el Gobierno de Mariano Rajoy en 2012, han ido erosionando el poder negociador de los trabajadores. Estamos evolucionando hacia un sistema de relaciones laborales de corte anglosajón pero sin el dinamismo empresarial de las economías liberales, lo que se traduce en enormes bolsas de trabajo precario y competición entre empresas mediante bajos salarios y no mediante alto valor añadido.
El tercer elemento, aparte de la desigualdad y la desregulación del mercado de trabajo, es el deterioro del sector público. Las políticas de ajustes puestas en práctica desde la primavera de 2010 han tenido un fuerte impacto sobre la calidad de los servicios sociales y sobre la inversión pública, tanto en infraestructuras como en I+D. Los recortes han afectado de lleno a la sanidad, la dependencia y la educación. Además, el Estado no ha sido capaz de paliar las situaciones más extremas de pobreza energética, malnutrición infantil, desahucios y paro de larga duración sin cobertura de ningún tipo. En I+D ha habido una fuerte reducción que coloca al sistema científico en una posición muy endeble para el futuro.
En suma, todo indica que nos encaminamos hacia un país fuertemente desigual con un Estado poco redistributivo y un sistema económico que busca la competitividad mediante los bajos salarios. Múltiples estudios han mostrado los efectos corrosivos de la desigualdad sobre la vida social y política de los países. Las sociedades más desiguales tienden a desarrollar menor confianza social, mayor polarización política, más problemas de salud, peores resultados educativos, menor movilidad social y menor redistribución económica.
Las consecuencias políticas de la desigualdad se están empezando a hacer notar. En las pasadas elecciones del 24 de mayo se ha constatado un aumento del voto de izquierdas en el conjunto del Estado, así como, más en general, una mayor fragmentación partidista. No obstante, no estamos asistiendo a un colapso del sistema de partidos tradicional, sino más bien a una reorganización del poder electoral, en el que los dos grandes partidos retroceden pero están lejos de ser superados por sus nuevos competidores. La gran cuestión política para el futuro es hasta qué punto conseguirá estabilizarse la competición partidista en medio de las profundas transformaciones económicas y sociales que está atravesando España.
En otras épocas, una crisis como la actual habría acabado con los partidos tradicionales y probablemente incluso con el régimen político, ya fuera mediante un golpe o una insurrección. Pero en el contexto de las sociedades desarrolladas europeas, sujetas a los límites de la Unión Europea, las consecuencias políticas de las crisis económicas quedan fuertemente amortiguadas. De ahí que la crisis política esté siendo menos virulenta que la económica.
Ignacio Sánchez-Cuenca.
Profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid