Galde 45, Uda 2024 Verano. Juanjo Álvarez.-
La inédita situación de caos geopolítico mundial que vivimos abre numerosas incertezas e incertidumbres y trae aparejadas toda una serie de derivadas diplomáticas, políticas, sociales, económicas y medioambientales de enorme repercusión. Vivimos en un entorno internacional inestable, de incertidumbre permanente y donde el necesario ejercicio de prospección, clave fijar estrategias sociales, institucionales o empresariales es cada más complejo e impredecible.
Por todo ello resulta necesario e imprescindible tratar de revitalizar el multilateralismo. Y también hay que reforzar el espíritu, impulso y vitalidad de un renovado consenso mundial en torno a la defensa de los derechos humanos. El 10 de diciembre del pasado año se cumplió el 75º aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Aquella Resolución 217 A (III) cambió el mundo, aunque no tanto como deseaban entonces y como queremos ahora.
Han pasado ya casi 76 años, y aquel sueño de la humanidad, tras el sufrimiento de la Segunda Guerra Mundial, sigue más vigente que nunca. El sistema internacional de derechos humanos se creó como modelo para prevenir conflictos y lograr la paz. Los derechos humanos tienen un poder preventivo y resultan fundamentales para abordar las causas y las repercusiones de todas las crisis complejas, y para construir sociedades sostenibles, seguras y pacíficas.
¿Existe una teoría de las relaciones internacionales que pueda aportar cierto rumbo y sentido a un mundo tan caótico e incierto como el que nos está tocando vivir?; ¿cómo gestionar, entre otras situaciones conflictivas que emergen en las relaciones entre Estados en el mundo, las crisis derivadas de la guerra en Ucrania y la proclamada guerra de Israel contra Hamas en Oriente próximo?; ¿cómo será el mundo del mañana?; ¿cómo definir unas líneas de reflexión estratégica que dibujen, a modo de brújula social, qué camino seguir?; no conocemos qué ocurrirá, tan solo sabemos que ese futuro no se parecerá al presente.
Dos de los principales problemas a los que nos enfrentamos derivan, por un lado, de la inexistencia de unas normas, de unas reglas internacionales capaces de atender a los retos derivados de un contexto geopolítico mundial presidido por el conflicto permanente y por la ausencia de un equilibrio global; y por otro, topamos con la inexistencia de un liderazgo mundial compartido.
Las instituciones que refundaron las relaciones internacionales en 1945, hace ya 78 años, experimentan hoy día un serio declive en su auctoritas mundial, y ello les impide abanderar ese necesario liderazgo supranacional.
Se nos olvida pronto que, comparados con la guerra, todos los demás problemas son secundarios: lo han puesto en práctica históricamente mandatarios de muchos Estados y lo siguen haciendo en la actualidad, siempre aderezados de propaganda patriótica, buscando el apoyo, la adhesión inquebrantable y acrítica de la población, lo cual les permite centralizar el poder, censurar la prensa e ignorar los derechos fundamentales.
Frente a la barbarie y la hipocresía diplomática tan solo cabe reivindicar alto y claro la defensa de los Derechos Humanos de forma universal e incondicional. Nuestro reto pendiente como sociedad pasa por lograr generar e impulsar una cultura democrática de pleno respeto de los derechos civiles, políticos y sociales de todas las personas y por transmitir a las nuevas generaciones una cultura del diálogo y de no violencia como instrumento único para resolver los conflictos. La democracia es el arte de vivir en desacuerdo y convivir entre diferentes.
Llevamos demasiado tiempo contemplando impasibles cómo la ONU asiste a un declive de su auctoritas institucional a nivel mundial. El uso abusivo, y para muchos ilegítimo, del derecho al veto en su seno, ha dejado a esta esperanzadora institución paralizada e inútil ante la barbarie de la guerra y el uso de las operaciones militares.
La existencia de una institución como el veto y las condiciones de su aplicación suponen un obstáculo hacia la paz, pues son innumerables las ocasiones en las que el veto puede ser la diferencia entre que una intervención vea o no la luz y, por tanto, que una situación de conflicto se prolongue en el tiempo, con las dramáticas consecuencias que ello supondría tanto para la humanidad como para los objetivos que persigue esta organización internacional.
En los últimos tiempos, la utilización frecuente del veto por parte sobre todo de Rusia, pero también de China y de EEUU para impedir la actuación de la ONU ante la denuncia por parte de la comunidad internacional de las atrocidades (crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, depuración étnica o genocidio) ha llevado a la indignación y frustración por la omisión de acción del Consejo de Seguridad.
Vetar acciones equilibradas y proporcionadas, oportunamente razonadas y basadas en hechos objetivos de dominio público, destinadas a evitar un mal que inflige sufrimientos indecibles, perjudica la credibilidad y legitimidad del mismo y también la de las propias Naciones Unidas.
Es el momento de la ciudadanía, tenemos que elevar el listón de nuestras exigencias y reafirmar nuestra convicción en el poder y en la legitimidad de la ONU para resolver los conflictos internacionales.
Deviene más necesario que nunca un diálogo racional entre los Estados frente a una geopolítica mundial sumida en el caos y que sigue marcada por el recurso de la guerra, por el uso desmedido y brutal de la fuerza y no de la racionalidad, pero las diferentes varas de medir ante las brutales vulneraciones de derechos humanos y el incumplimiento impune de las normas internacionales así como la tendencia geopolítica global hacia el conflicto bélico conducen al pesimismo y a la debilidad y a la desconfianza en las instituciones.
El mundo necesita consensuar una ética que no se pueda trampear.El Fin del derecho de veto en el seno del Consejo de Seguridad de la ONU abriría una oportunidad al diálogo internacional sin polarizaciones. Los intereses humanitarios globales han de prevalecer sobre los intereses egoístas irracionales de las naciones para garantizar un futuro en paz.
Asistimos al incumpliendo de los principios más básicos del Derecho internacional humanitario y los límites del derecho a la legítima defensa. La comisión de graves violaciones del Derecho internacional no justifica una respuesta armada que a su vez incumpla este Derecho. La legítima defensa no lleva aparejado el derecho a las represalias armadas. Estas constituyen un uso ilícito de la fuerza, y son contrarias al Derecho internacional, tal como establece, en su interpretación de los principios básicos de la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración 2625 (XXV) de su Asamblea General.
Debe respetarse el Derecho internacional humanitario –incluidos los Convenios de Ginebra–. De acuerdo con el IV Convenio de Ginebra y el Estatuto de Roma, está prohibido dirigir intencionalmente ataques contra la población civil en cuanto tal o contra civiles que no participen directamente en las hostilidades. Los ataques armados indiscriminados y a gran escala contra la población civil son contrarios a los derechos humanos y al Derecho internacional humanitario.
No solo las partes en este conflicto deben respetar las normas internacionales protectoras de los derechos humanos y el Derecho internacional humanitario en todo momento y en toda circunstancia. El resto de los Estados, como Parte de los Convenios de Ginebra, tienen el deber de hacer cumplir estas normas en toda circunstancia.
Vivimos momentos cruciales de la historia, tenemos la responsabilidad de lograr un Mundo de Derecho en el que la legitimidad de la ley y el respeto a la misma sea el único e indiscutible camino para promover la paz y la cooperación. No podemos permanecer impasibles como sociedad civil. Alcemos cívicamente nuestra voz, nuestra exigencia y nuestra dignidad como parte de la humanidad.
Juanjo Álvarez.
Catedrático Derecho Internacional Privado. UPV/EHU.
Secretario Globernance (Instituto Gobernanza Democrática)