EL INCIERTO FUTURO DE UN REPUNTE PRIMAVERAL ESTIMULANTE
(Galde 11, verano 2015). Guillermo Múgica.
Pasados dos años y medio de la elección de Jorge Mario Bergoglio como cabeza visible de la Iglesia Católica, ¿qué valoración podemos hacer de su gestión?, ¿qué está suponiendo la misma en el presente y qué previsiones de futuro podemos abrigar sobre ella? Se me pide responder a estas preguntas. Y lo haré de la manera más sucinta, selectiva y esquemática posible.
El título anticipa ya un resumen de mi visión. Tras un largo y crudo ‘invierno’ eclesial (Rahner) – que siguió a la prometedora pero breve primavera posconciliar del Vaticano II -, la llegada de Francisco ha supuesto el esperanzador y estimulante advenimiento de un tiempo nuevo. Brota sin embargo inevitablemente la pregunta: ¿qué es lo que el mismo va a poder dar de sí? Baste, de momento, con apuntar tres cosas: que todo futuro humano es incierto; que, de hecho, parece innegable la existencia de un proceso renovador en marcha; y que, frente a una mirada como desde fuera, desimplicada y meramente contemplativa, quizá valga la pena cambiar las preguntas e inquirir si, dado lo que a todos y todas nos va en ello, y dada la necesidad de aunar fuerzas en torno a las grandes causas comunes sobre la base de un humanismo ecuménico (A. Schaff), no se trata de que cada cual arrime el hombro del modo que pueda para que no sólo su jardín particular, sino también el del vecino puedan florecer.
Algunos cuestionamientos sobre un liderazgo reconocido.
Desde su elección en Marzo de 2013, Francisco no ha dejado indiferente a nadie. Con sus actitudes, sus gestos calculados y simbólicos, su modo de relacionarse, sus palabras directas e inteligibles, sus intervenciones en el ámbito internacional…, está siendo una fuente permanente de sorpresas. Bien es cierto que con desigual y aun opuesta recepción de lo que todo ello comporta.
Un amplísimo sector le reconoce a Francisco una firme y convencida voluntad de reforma, y un sincero y decidido empeño de remodelación de viejas y anquilosadas estructuras eclesiales: reforma y remodelación que, por otra parte, venían implícitamente anunciadas y demandadas por las mismas razones que motivaron la renuncia de Benedicto XVI. Para unos Francisco está siendo el “relojero de Dios” (J. Bastante), el que repara y está poniendo al día y a punto el pulso vital de la Iglesia. Otros llegan a hablar con entusiasmo de “revolución” (M. Politi), bien es verdad que le añaden seguidamente el calificativo de “tranquila”. Resulta innegable, en cualquier caso, que la mayoría le reconoce cierto bien ganado “liderazgo moral” a nivel mundial.
Pero, sin negar necesariamente lo anterior, hay quien se pregunta si Francisco es un reformador o un seductor; si nos hallamos ante un representante genuino y eficaz de una nueva manera de entender la Iglesia y su presencia en la sociedad o estamos, por el contrario, ante un inteligente, calculado y oportunista diseño táctico. Se trataría en el fondo de frenar, o al menos paliar, la constante deserción y sangría de fieles; de contrarrestar las resistencias internas con un reforzamiento de la imagen externa, o de compensar con progresismo social un supuesto inmovilismo doctrinal y disciplinar.
Tampoco faltan quienes, sutilmente o en forma más abrupta, con mayor o menor consciencia y deliberación, debilitan en mi opinión la figura de Francisco aludiendo a supuestos populismos, a rastros o reminiscencias peronistas, o, más reciente y descaradamente (Trump) a que “se está volviendo muy político”. En ocasiones, reconociendo lo evidente – es decir, que, poco o mucho, algo importante se está moviendo en la Iglesia pilotada por Francisco – , basta con dejar caer el interrogante: pero la nave ¿a dónde va?
Las novedades de más calado y más prometedoras que, en mi opinión, nos ha traído este Papa.
Conviene advertir de entrada que, tratándose de una realidad como la eclesial cristiano-católica, hablamos de ‘novedades’ en un sentido muy específico y en cierto modo relativo. A lo largo de la historia de la Iglesia, las verdaderas reformas han supuesto siempre un retorno a las fuentes originales y fundantes, el Evangelio de Jesús releído e interpretado a la luz de los desafíos de cada presente respectivo. Es lo que hizo, por ejemplo, el Concilio Vaticano II, cuyo espíritu y cuya letra Francisco ha vuelto a retomar.
En este marco de referencia conciliar, que supone por ejemplo diálogo con la modernidad y apertura ecuménica, Francisco ha traído consigo la intensa vivencia de uno de los objetivos conciliares que Juan XXIII se planteó, pero que el Concilio no abordó, apuntándolo apenas a modo de preciada semilla. Se trata del tema de los pobres, y de una Iglesia pobre, servidora de los pobres y que éstos la sientan suya. Es sabido que aquel objetivo del Papa Juan maduró, creció y se desarrolló posteriormente en la Iglesia latinoamericana y en muchas de las iglesias del llamado Tercer Mundo. Y es sabido también que, a poco de su elección, Francisco nos impactó con la afirmación rotunda de que quería “una Iglesia pobre y para los pobres”.
Y es aquí donde yo recojo en Francisco dos novedades de largo alcance. Sé que están siendo ignoradas o están pasando desapercibidas; y que, en todo caso, difícilmente adquieren la relevancia mediática de otros aspectos mucho más secundarios a mi entender. Las dos novedades se relacionan. Una tiene que ver con un cambio radical de perspectiva y horizonte de captación, valoración y comprensión. Y la otra, con el método o camino para abordar y tratar la realidad.
En cuanto a la primera novedad, Francisco ha traído consigo y ha puesto en el centro de la Iglesia la sensibilidad, la mirada y las preocupaciones de las periferias. Pero, al hacerlo así, está dando simultáneamente a las mismas una proyección eclesial universal. El cambio que esto implica es de mucho calado y envergadura.
Y en cuanto a la segunda novedad o al método de abordaje y tratamiento de los grandes retos que tenemos delante, es preciso puntualizar ante todo que no nos referimos a un itinerario meramente teórico o especulativo, sino a un camino vivido, vital y comprometido. Pues bien, se trata de la experimentada tríada del ver, juzgar y actuar – que atraviesa la vida de tantas y tantas Comunidades y Movimientos eclesiales, grandes y luminosos documentos como los de Medellín, Puebla, Aparecida, y la misma y sobresaliente Encíclica Laudato si -. Este método entraña dos frutos, entre otros, de indudable relieve. El primero consiste en que hace más difícil que la ideología triunfe sobre la realidad (cfr. Krugman). A menudo los hechos suelen ser el mejor desmentido a las trampas de las ideologías. Cuando Francisco dice que “este” sistema mata, no se está refiriendo a meras ideologías, sino a entramados y estructuras reales que previamente ha puesto al desnudo en su criminal funcionamiento. Y el segundo fruto se refiere a que ayuda a superar el cisma católico de la separación entre doctrina y vida (cfr. Kasper). Bien practicado, el método del ver-juzgar-actuar tiene una gran fuerza unificadora entre experiencia vivencial, pensamiento y acción.
El futuro que cabe prever: Algunos elementos a considerar.
Opino, ante todo, que cualquier valoración de presente o de futuro del momento eclesial no debe prescindir de tres presupuestos. El primero se lo oí, todavía en tiempos de Pío XII, a Mons. Alonso Vega en aquellas Ejercitaciones por un Mundo Mejor de finales de los cincuenta: “Tratándose de reformas y de cambios de rumbo, la Iglesia no es un mosquito, es un Boeing”. El segundo nos llama la atención sobre el hecho de que al menos algunas importantes reformas venían exigidas e incluidas en el orden del día del nuevo pontificado tanto por los escándalos habidos (pederastia, banca vaticana, ‘vatileaks’…), como por la renuncia de Benedicto y la inevitable pregunta acerca de las motivaciones de la misma, como por las recomendaciones explícitas del Colegio Cardenalicio, a modo de tareas para el nuevo Papa, en las reuniones que precedieron al Cónclave. Y el tercer presupuesto desmiente la imagen de un Bergoglio desconocido y que, de pronto, sorprende a todos. Es sabido que su figura había sido barajada ya en el Cónclave anterior, promovida y apadrinada, entonces, nada menos que por el prestigioso y docto cardenal Martini. Era conocido, también, su peso al interior del CELAM (la Conferencia Episcopal Latinoamericana), que le había llevado a coordinar y conducir su última Asamblea General en Aparecida (Brasil).
Pero conviene no olvidar, tras lo dicho – y haciendo memoria, por ejemplo, de lo ocurrido con el Vaticano II – , la probabilidad de que cualquier reforma se estrelle o vaya perdiendo fuelle si no se abordan algunos cambios de envergadura, que tocan aspectos importantes de la organización institucional, el gobierno y la relación y vida interna eclesiales. Hay que abordar a fondo el tema no del Papa sino del papado; el de la forma monárquica, y totalmente vertical y centralista, de gobierno y de toma de decisiones; el de la elección de los obispos; el del poder en la Iglesia, por muy sagrado que el mismo se pretenda; el del lugar y papel del laicado – o, mejor, de todos los bautizados – y, dentro del mismo, el de las mujeres; el de la Curia Romana… Por no referirme a otros temas decisivos, como el de la relación de la Iglesia con la sociedad civil y política, etcétera.
El Papa sabe que su tiempo está tasado y que tiene, como todo mortal, fecha de caducidad. No ignora que, muy a menudo, el tiempo de los grandes retos históricos no corre parejo al de las biografías personales. Con Marco Politi, periodista y uno de los más destacados expertos en cuestiones vaticanas, comparto la convicción de que Francisco “Es consciente de haber puesto en marcha una empresa que supera el término de su pontificado”. Creo que Francisco ha iniciado un proceso de profunda remodelación de las estructuras del catolicismo. Lo que vaya a ser del mismo dependerá, siquiera en alguna medida, de lo que católicos y católicas nos comprometamos desde dentro; y de lo que, desde fuera, conscientes de lo mucho que todos y todas nos necesitamos hoy, se aliente ecuménicamente el proceso renovador.
Guillermo Múgica
Septiembre 2015