Galde 27, negua/2020/invierno. Patxi Zabalo.-
Según nos recuerdan con frecuencia los medios de comunicación, desde 2018 el gobierno de Estados Unidos ha declarado la guerra comercial a China que, con sus vaivenes en forma de treguas y nuevos ataques, se traduce en una sustancial elevación de los aranceles de aduanas estadounidenses para muchos productos provenientes de ese país. Entre otros motivos, alega para ello la depreciación intencionada de la moneda china frente al dólar, que facilita sus exportaciones. Y este comportamiento proteccionista se ha extendido a otros países, de Latinoamérica a Europa, y con disculpas diversas. A Brasil y Argentina por devaluar sus monedas, a Francia por la imposición de la llamada Tasa Google, un impuesto sobre los ingresos de empresas de tecnología digital como Facebook, Amazon, Apple o Google.
¿Es esto una guerra? En cierto sentido, sí, ya que no deja de ser una prolongación de la política por otros medios; en este caso, una agresión económica. Pero no solo es comercial, ni por los medios utilizados y sus pretendidas justificaciones, ni mucho menos en su trasfondo geopolítico.
Las reglas de juego del comercio internacional son las establecidas por la Organización Mundial de Comercio (OMC), institución creada en 1995, fruto de la Ronda Uruguay (1986-94), que se celebró precisamente debido al impulso de Estados Unidos a principios de los años 1980. Y esas reglas no autorizan a sus miembros a tomar represalias unilaterales por las presuntas infracciones cometidas por otros países. Remiten a su Órgano de Solución de Diferencias (OSD), que es un tribunal de arbitraje que dirime disputas entre estados. Pero resulta que a Estados Unidos, que es su principal usuario –tanto como reclamante como demandado–, no le gustan algunos de sus laudos y está bloqueando la renovación de su órgano de apelación. Esta artimaña puede implicar que a partir de 2020 el OSD deje de funcionar, amparando de algún modo las represalias unilaterales de EEUU ante la ausencia de mecanismos multilaterales. Claro que también puede suponer un golpe de gracia a la ya de por sí debilitada OMC, que inauguró su Ronda de Doha en 2002 para concluir tres año después y nada hace prever que lo vaya a conseguir alguna vez.
En este punto conviene recordar que la insatisfacción de Estados Unidos con la OMC viene de lejos. Desde 2008 la administración Obama, descontenta con el estancamiento de la Ronda de Doha, promovió acuerdos sobre comercio e inversión con los principales socios comerciales del Atlántico (AsociaciónTransatlántica de Comercio e Inversión, TTIP por sus siglas en inglés) y del Pacífico (Tratado de Asociación Transpacífico, TPP), salvo China, que fue expresamente excluida. En ambos casos se trataba de imponer en dichos ámbitos las reglas de juego económico que EEUU no lograba aprobar en el contexto multilateral de la OMC, a fin de adelantarse a que China tuviera la capacidad de extender las suyas.
Ahora, bien, las negociaciones del primero están paradas desde el triunfo electoral de Trumpen 2016 y el segundo, aunque suscrito por sus doce miembros meses antes, tampoco está en marcha porque la actual administración estadounidense se niega a ratificarlo. A juicio de muchos observadores, estas decisiones y sus posteriores guerras comerciales han convertido a Trump en un enemigo del multilateralismo, lo que no puede negarse, pero no caracteriza adecuadamente su posición. Porque, más allá de lo impresentable de sus formas, habría que reconocer que el propio diseño del TTIP y el TTP ya representaban un alejamiento importante de la vía multilateral. Alejamiento que además se remonta a los años 1990, cuando incluso antes de que la OMC entrara en vigor, EEUU comenzó a suscribir numerosos tratados de libre comercio para avanzar en aspectos que no había logrado incluir en la normativa multilateral de la OMC.
Y es que el fondo del asunto no es un debate abstracto entre unilateralismo y multilateralismo, o libre comercio frente a protección. Lo que hacen todas las administraciones estadounidenses, unas con mejores formas que otras, es defender los intereses de las grandes empresas de su país, que para eso están los grupos de presión y las puertas giratorias, últimamente reforzadas por la presencia de los multimillonarios en persona en la primera línea política. Y para ello utilizan todos los medios a su alcance, multi o unilaterales, proteccionistas o librecambistas, según convenga en cada circunstancia.
El mismo EEUU que impulsó la OMC y ahora la cuestiona, promovió en 1947 la creación de la Organización Internacional de Comercio (OIC). Pero nunca llegó a funcionar porque, debido a la presión de los lobbys empresariales disgustados con el intervencionismo recogido en sus estatutos, EEUU nunca ratificó el acuerdo alcanzado, quedando como residuo el GATT con la única misión de liberalizar el comercio.
De hecho, el análisis histórico del capitalismo industrial muestra que las actuales potencias económicas han practicado políticas proteccionistas durante su desarrollo industrial, pero que cuando lo han conseguido han promovido el libre comercio. Esto se aplica perfectamente al cambio de orientación en política comercial observado en el Reino Unido a mediados del XIX y en Estados Unidos tras la II Guerra Mundial. Y siguiendo con el paralelismo, hay quien ahora apunta que, igual que las empresas británicas reclamaron la protección a comienzos del siglo XX cuando se vieron desbordadas por la competencia estadounidense y de otros países europeos, ahora es EEUU quien recurre al proteccionismo ante la competencia china.Porque China, es el primer exportador mundial de mercancías desde 2009: 12,8% de las exportaciones mundiales en 2018, frente al 8,5% de EEUU; que ascienden al 17,6% frente al 9% de EEUU, si solo se consideran las exportaciones de productos industriales. Así no resulta tan sorprendente que, en respuesta a la guerra comercial de Trump, China se presente como el nuevo adalid del multilateralismo y el libre comercio.
Con todo, para analizar la llamada guerra comercial, hay que tener en cuenta todo lo que abarca este término desde la creación de la OMC. Porque esta organización, además de regular el comercio internacional de mercancías y de servicios, incluye la protección de los derechos de propiedad intelectual a través del ADPIC (Acuerdo sobre los aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio). Y estos resultan claves en todo lo relativo a las tecnologías de la información y comunicación, que es lo que realmente ha desatado la guerra de Trump contra China, por más que la pretenda encubrir con otras cuestiones.
Además del gigante productor y exportador de manufacturas en que se ha convertido, China apuesta fuertemente por ser una potencia tecnológica. Ya es el segundo inversor en I+D del mundo, y eso va dando sus resultados en campos como los vehículos eléctricos, las placas solares o la astronáutica. Entre ellos destaca que en la quinta generación de comunicación electrónica, conocida como 5G y que se supone que representa un salto cualitativo respecto a las precedentes, la empresa china Huawei va muy por delante de las norteamericanas. Esto ha suscitado intervenciones desmedidas de la administración Trump, que van desde la detención en Canadá de la vicepresidenta de la empresa, hasta la prohibición del comercio con Huawei, o la presión a otros países para que no contraten sus servicios para establecer la red 5G, que requiere una gran inversión.
Más allá de la defensa de los intereses comerciales de algunas grandes empresas estadounidenses, lo que esta declaración de guerra comercial contra China supone es una batalla –tal vez la primera, pero seguro que no la última– para detener o al menos ralentizar el ascenso de China como superpotencia mundial. El actual el presidente chino, Xi Ping, no culta que el objetivo de sus grandes apuestas como Made in China 2025–progresar, a través de la innovación tecnológica, del ensamblaje al producto creado en China– o la Nueva Ruta de la Seda–monumental red de infraestructuras de transporte para facilitar su comercio internacional– es el resurgimiento de la Gran Nación China. Y eso parece no gustarle nada a la gran potencia del otro lado del Pacífico.