Euskara: entre el purgatorio y el limbo

(Galde 17 – invierno/2017). Xabier Zabaltza.
El mismo hecho de escribir este artículo en castellano es un síntoma de que la (re)euskaldunización no es lo que algunos llegamos a soñar. Treinta y cinco años después de la aprobación de la Ley de Normalización (1982), el euskara debería contar con una presencia mucho más significativa en la sociedad vasca, incluidos los medios de comunicación. Algo estamos haciendo mal.

La política lingüística de Euskadi (excluyo a Navarra) se ha basado en el acuerdo. Cuando se puso en marcha la autonomía, la ciudadanía asumió el proyecto de “normalización” lingüística casi diría que con entusiasmo. Algo que no deja de ser sorprendente, dado que la ley de 1982 no pretendía solamente garantizar la continuidad del euskara en los lugares donde se mantenía vivo (como las leyes afines de las otras comunidades autónomas con idioma privativo), sino también expandirlo a sitios donde ya no se hablaba e incluso a otros donde, nos guste o no, no se había hablado nunca.

Desde la perspectiva actual resulta difícil de creer que ese no era el designio inicial. Basta hojear los proyectos estatutarios anteriores a la Guerra Civil y el mismo Estatuto aprobado durante la contienda para darse cuenta de que lo que se pretendía entonces era promover la enseñanza en euskara únicamente en las zonas vascófonas y que para las demás zonas solo se preveía la enseñanza del euskara. En aquella lejana época, se pensaba que lo más progresista era educar a los niños en su lengua materna, fuera el castellano o el vascuence, y no forzarles a estudiar en un idioma ajeno, fuera el castellano o el vascuence. La idea de expandir la enseñanza en euskara a toda Vasconia, incluyendo las zonas de lengua castellana y francesa, surgió en los años 60, a la par que el movimiento de ikastolas. Fue su identificación con la resistencia antifranquista la que dio pábulo a una demanda revolucionaria. Lo llamativo es que tal reivindicación ha sido asumida, al menos sobre el papel, por amplísimos sectores políticos y sociales.

Junto al consenso, la segunda característica de la política lingüística vasca ha sido la inconcreción en los objetivos. Como, salvado el caso israelí, impracticable aquí, no existían precedentes históricos para una recuperación de semejante calado, no había tampoco base teórica para ello. Yo todavía no sé qué se esconde tras el manido vocablo “normalización”, un término polisémico que para uno significa bilingüismo “armónico” (Fraga dixit), para otro predominio del euskara en las zonas vascófonas y para un tercero oficialidad exclusiva de la lengua vasca entre el Ebro y el Adur, pero que para la mayoría designa simplemente lo que hoy nos encontramos en las zonas castellanohablantes: monopolio casi absoluto del español con un barniz euskérico en forma de santoral sabiniano, toponimia oficial y la versión local del cúpla focal irlandés (expresiones como agur, kaixo, etcétera).

Los pilares de la “normalización”, que ha conllevado un enorme costo (y de momento solo me refiero al económico), han sido la educación y la administración. A primera vista, los resultados han sido espectaculares. En tres décadas, en Euskadi se dobló el porcentaje de vascófonos. Pero, a poco que hurguemos, se hace evidente que esos datos están muy inflados y que el porcentaje de los que utilizan el euskara con asiduidad es solo ligeramente superior al del año en el que murió Franco. Hoy el vascuence se habla como primera lengua en las mismas zonas que eran euskaldunes hace cuatro décadas, pero, a pesar de los esfuerzos de una generación entera, todavía no se ha convertido en el idioma habitual de un solo pueblo que fuera castellanohablante en 1975. Bien pensado, lo sorprendente habría sido lo contrario. Euskadi, decía, no es Israel. Un judío ruso y otro yemení solo tenían el hebreo para comunicarse, mientras que a los euskaldunberris, salvo en los casos poco habituales de excelente dominio de la lengua, siempre acecha la tentación de pasarse al castellano.

Lejos de mí la pretensión de criticar sin más la ley de 1982. Hoy en Zarautz u Ondarroa los jóvenes hablan en euskara entre ellos. Si no hubiera sido por la Ley de Normalización tal vez hablarían en castellano. Todo eso y mucho más es lo que hemos ganado. Pero no era realista esperar que los jóvenes de Bilbao o Vitoria utilizaran el euskara en la vida cotidiana, salvo aquellos cuyos progenitores (o, al menos, uno de los dos) son euskaldunes. El Estatuto de 1936 y los proyectos estatutarios anteriores, mucho menos ambiciosos, estaban más basados en la realidad sociolingüística.

La (re)euskaldunización de los últimos lustros ha sido, en gran medida, artificial y superficial. Hoy resulta casi obligado pronunciar “Hondarribia” en lugar de “Fuenterrabía”, pero todo lo demás se puede decir tranquilamente en español. Es más, si se ofrece a la audiencia la posibilidad de ver el mismo film en castellano o en euskara, solo el 5% prefiere la lengua vasca. Esa es la cruda realidad. La cuota de pantalla, a diferencia de las bienintencionadas encuestas, no miente.

Durante cuatro décadas, la obsesión de la política lingüística vasca ha sido la producción de vascófonos a toda costa, aunque muchos lo fueran solo en apariencia. De manera harto ingenua, quisimos creer que, en una sociedad formada por bilingües incompletos, estos elegirían expresarse en euskara. Reconozcámoslo de una vez: nos equivocamos.

La “normalización” contenía un error básico de partida. Se dejó la responsabilidad de una tarea tan ingente en manos de los niños. Pensábamos que los chavales educados en euskara hablarían esta lengua con naturalidad. En mi caso, el desengaño ha sido brutal. Me ha costado años digerir el hecho de que los niños se expresan en el idioma que les resulta más cómodo y que, a no ser que vivan en un ambiente euskaldún, los hijos de padres castellanohablantes nunca hablarán en euskara fuera del recinto escolar. El sistema educativo ha permitido que, por primera vez en la historia, la mayoría de los vascohablantes estén alfabetizados, pero no garantiza, ni mucho menos, el dominio del idioma por parte de los niños provenientes de familias de lengua castellana. La inmensa mayoría de los alumnos de las asignaturas que imparto en vascuence en la universidad, educados en el modelo D, hablan en español entre ellos y un número considerable son incapaces de escribir una sola frase correcta en lengua vasca. Para muchos, el euskara es esa jerga que chapurrean, ininteligible para los euskaldunes auténticos, del mismo modo que el latín macarrónico de los documentos bajomedievales habría sido incomprensible para Cicerón. No les culpo: simplemente pusimos en ellos unas expectativas irrealizables.

El euskara se ha mantenido durante cientos de años en una situación diglósica, supeditado primero a las lenguas célticas (también, según parece, al ibérico), luego al latín y más tarde al castellano, al francés e incluso al romance navarro y al gascón. Empiezo a sospechar que, si sobrevive, lo hará también diglósicamente, relajándose en los ámbitos en los que competir con el español requiere de un esfuerzo demasiado elevado y concentrándose en lo irrenunciable: las relaciones afectivas, la literatura y los medios de comunicación, lo que incluye una televisión pública en lengua vasca de calidad (sorprendentemente, esta última nunca ha sido una prioridad de la llamada “normalización”). Claro que yo no me rasgo las vestiduras cuando me atiende en castellano un funcionario que ha aprendido euskara deprisa y corriendo y que suda cada vez que le toca conjugar sus verbos. E incluso me pregunto de qué sirven ese montón de traducciones administrativas si todos, incluidos los traductores, preferimos leer las leyes y los demás textos en la lengua original, que es, casi sin excepción, el español. En una sociedad globalizada como la actual, la “normalización” del euskara no puede basarse en los mismos presupuestos de hace siete lustros. Si en el siglo XIX y parte del XX la oficialidad y la escuela fueron determinantes para definir los hábitos lingüísticos, hoy lo son internet y las nuevas tecnologías.

Decía Luis Michelena, maestro de vascólogos, que los euskaldunes no debíamos caer en el infierno del gueto por huir del purgatorio de la diglosia. Yo añadiría que tampoco en el limbo de una “normalización” que, tras treinta y cinco años de andadura, sigue albergando más incógnitas que certezas.

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