(Galde 01, invierno/2013). Cine. «La noche más oscura». Aunque el título así parezca sugerirlo, el propósito de estas líneas no es ensayar interpretación alguna sobre la obra cumbre del gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer (El mundo como voluntad y representación, 1819), un empeño que excedería con creces de las posibilidades intelectuales de este colaborador. Se trata más bien, parafraseando con algún desenfado al muy poco desenfadado maestro del pensamiento occidental, de algo mucho más liviano, como sin duda es consignar dos impresiones surgidas tras la visión de una de las últimas películas de éxito entre nosotros de la industria norteamericana, la impactante, y por más de una razón controvertida, La noche más oscura (Kahtryn Bigelow, 2012).
La primera de ellas, expresada como ciudadano europeo con una cierta envidia, es la facilidad y el talento con los que el cine norteamericano se aplica históricamente a representar algunos rasgos característicos, con sus luces y sus zonas de sombra, de su propio sistema político, del Estado, sus designios y sus discutibles acciones tanto dentro de sus fronteras como en cualquier lugar del mundo, si bien todo ello con el fin- en la mayoría de los casos más o menos explícitamente apologético- de resaltar, en un país imbuido desde sus tiempos casi fundacionales por la doctrina del Destino Manifiesto, su voluntad de seguir ostentando la hegemonía en el concierto actual y futuro de las naciones con su misión providencial y salvífica, cuyo fin último, como es bien sabido, no es otro que el reinado de la libertad y la democracia en todos los rincones del orbe.
Esta suerte de imago mundi del Estado norteamericano no está exenta, sin embargo, de una cierta sinceridad- y tampoco de un evidente narcisismo, expresado en ocasiones de una manera conmovedoramente naíf- a la hora de presentar en el cine ciertas contradicciones de su sistema político, desde las trapacerías y los turbios y violentos manejos de las campañas electorales en películas tan distintas y distantes en el tiempo como El último hurra (John Ford, 1958) o Bulworth (Warren Beatty, 1998), hasta el retrato de ciertas pulsiones autoritarias y tendencialmente fascistas en el interior del régimen parlamentario, como en las clásicas Tempestad sobre Washington (Otto Preminger, 1962) y Siete días de mayo (John Frankenheimer, 1964), sin olvidarnos de la presencia constante en este tipo de ficciones de la propia institución presidencial, puesta en escena incluso con detalles fieramente humanos, como ocurre en Todos los hombres del Presidente (Alan J. Pakula, 1976), Nixon (Oliver Stone, 1995) o la aplaudida serie de televisión El ala oeste de la Casa Blanca (Aaron Sorkin, 1999-2006)
La noche más oscura es uno de los últimos exponentes de esta ilustre (y ambigua) tradición de lo que podríamos llamar introspección política norteamericana a través del arte del cinematógrafo. Su argumento desarrolla un asunto con mucho tirón en todo el mundo después del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York en 2001: se trata de la investigación que la CIA llevó a cabo desde ese mismo momento para dar con el paradero de Osama Bin Laden, considerado universalmente como el guía ideológico e incluso espiritual de la masacre. La representación de los avatares que llevaron a su localización y asesinato en Pakistán es realizada sin ningún tipo de retórica visual, con imágenes despojadas de cualquier atisbo de superproducción o de gran aventura, como sugiriendo un distanciamiento y una objetividad similares a los del relato fríamente judicial. En esta atmósfera dramática, las torturas a los detenidos- algunas de ellas llevadas a cabo en ciertos países europeos que se nombran- nos son presentadas desde las primeras secuencias de un modo extremadamente realista y decididamente utilitario, pues es la información proporcionada por los torturados lo que permite hacer avanzar la investigación, como admite sin problemas la protagonista.
El resultado es que estas terribles prácticas, propias del lasciate ogni speranza del infierno dantesco, no son objeto de juicio moral alguno por parte de los autores de la película y es justamente esta clamorosa ausencia la que nos permite vislumbrar, en los intersticios de la trama ficcional, ese carácter subrepticiamente apologético al que antes he hecho referencia.
La segunda impresión, expresada como ciudadano español con cierta melancolía, es la de que, pese a sus inconsecuencias y eventuales intenciones ideológicas subyacentes, el cine norteamericano nos proporciona un mejor conocimiento de las interioridades del muy peculiar sistema político de ese país que lo que el cine español nos permite (salvo escasas y por ello muy honrosas excepciones) acercarnos a las no menos peculiares características del nuestro, desalentadora conclusión de la que surge una irresistible curiosidad por saber cómo hubieran sido contadas por nuestros cineastas las hazañas de los GAL y sus señores X en época de Felipe González, los sobrevuelos de nuestro espacio aéreo o las escalas en aeropuertos españoles de los vuelos clandestinos organizados por la CIA con detenidos procedentes de Guantánamo en tiempos de Aznar o de Zapatero e incluso, en un tono más de comedia, las bienandanzas y fortunas de ciertos parientes reales, de los inimitables personajes de la red Gürtel o de Luis Bárcenas, sufrido ex-tesorero del PP en la convulsa coyuntura que le está tocando vivir al pobre Mariano Rajoy.
Luis Eguiraun