CON LUCES LARGAS
(Galde 16 – otoño/2016). Alberto Surio.
Euskadi, la gran olla a presión de la Transición, se ha convertido hoy en un factor de estabilidad y reformismo que puede buscar una salida al bloqueo de la política española
Decía Arnaldo Otegi que la formación del Gobierno Vasco de coalición PNV-PSE le recordaba el Día de la Marmota, en referencia a la repetición cíclica de esta fórmula de colaboración política, convertida en la verdadera fuerza de la costumbre como el animal que anuncia el final del invierno al salir de la madriguera en los pueblos de Estados Unidos cada 2 de febrero. Sin embargo, no todo sigue igual. La gran diferencia no es solo que el Ejecutivo de Vitoria carezca de mayoría absoluta y vaya a tener que exhibir una considerable cintura para evitar las derrotas parlamentarias. La cuestión de fondo es que Euskadi ha cambiado sensiblemente en los últimos cinco años y el fin de la violencia ha relajado ostensiblemente el debate identitario. El apaciguamiento de la ‘cuestión nacional’ vasca se ha visto acompañado de un refuerzo de la inquietud social y económica por el futuro, por la falta de expectativas de las nuevas generaciones, y por los perversos efectos de una mayor desigualdad.
En este contexto en el que los sondeos apuntan que el independentismo ha tocado mínimos históricos, la mayoría del Parlamento Vasco se posiciona a favor del principio del ‘derecho a decidir’, aunque tampoco está claro con qué concreción podría materializarse. El programa de coalición entre el PNV y el PSE reivindica una profundización del autogobierno pero dentro de la legalidad y de los procedimientos jurídicos en cada momento. Una formulación que se inspira en algunos de los borradores que se barajaron en las conversaciones de Loiola entre dirigentes del PNV, PSE y la izquierda abertzale.
La desactivación de la virulencia del ‘conflicto’ vasco parece directamente proporcional a la inflamación del proceso independentista de Cataluña, en donde las posiciones más pactistas y transversales se van visto claramente erosionadas por la polarización de posiciones.
En su acuerdo de coalición, los jeltzales y los socialistas dejan la puerta abierta al debate parlamentario sobre el derecho a decidir, el reconocimiento del concepto de la nación o la reforma de la Constitución. La discusión está servida en bandeja y será la relación de fuerzas -la correlación de debilidades de la que hablaba Manuel Vázquez Montalbán en referencia al pacto de la Transición («cuando Franco desaparece, en España no se pudo establecer una correlación de fuerzas, sino una correlación de debilidades porque ninguna de los implicados estaba en condiciones de imponer su potencialidad sino de que respetasen su debilidad», sostuvo en una entrevista el escritor catalán).
Así, de forma similar, las fuerzas políticas que abogan por el reconocimiento del derecho a decidir presionan para un cambio de modelo, pero no tienen todavía la suficiente masa crítica para precipitar una estructura constitucional diferente. Y las fuerzas más unitaristas, en concreto el PP, se empeña en enfriar a toda costa la apertura de un debate sobre la reforma constitucional pero se ve cada vez con más limitaciones para hacerlo. Ninguna corriente política está en condiciones de exigir al 100% sus posiciones como punto de partida y tendrán que relativizarlas para propiciar nuevos pactos.
Estado plurinacional
En este confuso terreno de juego un nuevo principio parece emerger con una considerable fuerza simbólica: el reconocimiento de que España es, o debe ser, un Estado plurinacional.
Porque si el reconocimiento del derecho a decidir se convierte en una frontera simbólica, una especie de fetiche semántico, que divide a defensores y detractores del derecho de autodeterminación, el concepto de nación posibilita una polisemia más ambigua y flexible. La tradición histórica del PSOE desde el inicio de la Transición admitía a España como ‘nación de naciones’, a pesar de que siempre lo hacía desde el convencimiento tácito de que el término constitucional ‘nacionalidades’ iba en esa dirección de entender las comunidades históricas con una fuerte identidad cultural, pero sin asumir que estos territorios eran sujetos de soberanía política.
En un momento en el que se ha reabierto el ‘melón’ de un eventual debate sobre la reforma de la Constitución, la guerra de matices es significativa. Mientras el sector más jacobino y tradicional del PSOE se agarra a la Declaración de Granada -una España de rasgo federal- como un acuerdo de mínimos inamovible, el socialismo vasco se abre al debate -sin asumir el derecho a decidir- y Podemos y sus diferentes confluencias se inclinan directamente por reabrir un proceso constituyente para discutir unas nuevas bases de un modelo de Estado.
En todo caso, el ‘oasis’ vasco ofrece una lectura paradójica. Por un lado, sitúa a PNV y PSE como una referencia de aspecto socialdemócrata con fuertes anclajes en la centralidad sociológica del país. Por otra parte, Euskadi, que al comienzo de la Transición fue una olla a presión de fuertes presiones, se convierte ahora en un factor de estabilidad que exporta al exterior un modelo reformista. El ‘seny’ vasco, más allá de las alabanzas interesadas, puede marcar la pauta estratégica de los próximos años y, a modo de una espita, ofrecer una salida y precipitar la apertura de un nuevo ciclo en la política española que evite el enquistamiento de los problemas y el estallido de las tensiones territoriales.