Xenofobia y racismo, tóxicos que nos envenenan, riesgos de la pandemia intermitente que nos espera.
Galde 29, uda/2020/verano. Javier de Lucas.-
Cuando parece que comenzamos a sacudirnos el condicionamiento que la pandemia ha impuesto a cualquier otro tipo de esfuerzo social, postergándolo, las revueltas en EEUU como consecuencia del enésimo episodio de violencia policial contra ciudadanos negros, la muerte por asfixia de Georges Floyd en Minneápolis y la extensión de la revuelta contra las manifestaciones de ese gen negativo que, al decir de Ta-Neishi Coates[1], está inscrito en el cromosoma de la democracia estadounidense, han devuelto al debate social la pervivencia de tóxicos que envenenan también nuestras sociedades europeas: el racismo, la xenofobia.
Por supuesto que la reflexión sobre el futuro de nuestras políticas migratorias y de asilo tras la pandemia, a la que he sido convocado por los amigos de Galde va mucho más allá de esas máquinas de fabricar fobotipos, que son el racismo y la xenofobia. Pero me temo que mientras no los afrontemos eficazmente, los modelos de esas políticas quedarán lastrados. Por esa razón, he preferido dedicar mi contribución a algunas consideraciones sobre esa creciente amenaza de racismo y xenofobia. Porque uno y otra no son sólo un problema sistémico de EEUU, fundado sobre el mismo tópico que escribiera Aristóteles a propósito de la esclavitud[2] (el mismo que permitió la prosperidad de Atenas y Roma, los modelos de la república que querían recuperar los Founding Fathers). No nos engañemos: el racismo y la xenofobia son las ideologías que acompañan siempre a la pretensión de explotación y dominación de la mano de obra importada que son los inmigrantes, a los que se pretende someter a condiciones de infrasujetos de Derecho, un estatuto jurídicamente inaceptable que se pretende justificar alegando su condición de diferentes, extraños, inasimilables.
Precisaré: la xenofobia no debe analizarse sólo como reacción ante las migraciones. Es verdad que ése es el objeto político en el que se fija hoy sobre todo el discurso xenófobo, que está avanzando de nuevo en Europa y que, si no conseguimos contrarrestarlo, puede producir una hecatombe política en el plano europeo y un desastre en el panorama político español, en este período que se nos abre, que no es el de la postpandemia sino más bien, al menos en un plazo de casi dos años, el de la pandemia intermitente, con una crisis social y económica difícil de exagerar. Como siempre que nos encontramos ante una crisis social y como siempre que se persigue abordar la gestión de esa crisis en términos que mantengan el statu quo y por tanto no reduzcan la desigualdad, existirá un fuerte riesgo de utilizar las migraciones como mascarón de proa, como chivo expiatorio sobre el que descargar el coste mayor de las conocidas políticas de austeridad, como grupo más vulnerable y no sólo privado de igualdad para ejercer el derecho a defensa de sus derechos, sino, sobre todo, privado de presencia (representación) en el espacio público. Pero no se puede entender la xenofobia como si fuera solo un asunto que tiene que ver con las migraciones. Y, menos aún, a mi juicio, reducirla a eso que se ha llamado <aporofobia>, el miedo o rechazo al pobre. El rechazo al otro utiliza muchas coartadas. Sin duda, una de ellas es el rechazo al pobre. Pero ni es la única, ni, a mi juicio, ese argumento sirve para entender algo mucho más profundo, que atañe a la construcción social de la alteridad en términos de rechazo, de miedo, de negación del otro.
Si la xenofobia, si el racismo son graves, es porque apuntan directamente contra el núcleo, el mínimo común denominador, sin el cual no podemos convivir, ni tener, no ya sociedades democráticas de calidad, sino sencillamente, sociedades decentes. El filósofo Charles Péguy decía que una sociedad decente es aquella en la que nadie tiene que sentirse excluido, ni marcharse al exilio físicamente o al exilio interior, que evita el exilio, en la que cada uno de nosotros, que somos un “otro”, somos reconocidos desde esa condición diferente como igual. Ese ideal moral mínimo, el de una ciudad sin exilio, es una obligación moral que nos corresponde a todos. Construir una sociedad en que nadie deba vivir privado del reconocimiento de la condición de sujeto de derecho, que es la del ser político, el que, como ciudadano, goza de la protección del derecho que dispensan los Estados.
La xenofobia, insisto, es justo el mensaje contrario al de la igual libertad para todos, es decir, el mensaje de la universalidad de los derechos humanos. Porque la tesis de la universalidad se comprueba mediante el test de los derechos de los otros. Uno no se toma en serio los derechos humanos si no se toma en serio los derechos de los otros, de cualquier tipo de otros, comenzando por quienes son la mayor parte de los otros, que son las otras, las mujeres, personas a las que no hemos reconocido su igual identidad durante siglos, encerradas en una división social basada aparentemente en la diferencia de género y categorizada por uno de nuestros padres de la tradición cultural, Aristóteles.
Al lado de esa mayoría <minorizada> (o, como se ha conceptualizado con acierto, subordiscriminada), que son las otras, hay muchos otros a los que no se reconoce como iguales en derechos a nosotros mismos. En primer lugar, los extranjeros y en particular, los inmigrantes que son hoy el epítome de extranjero. Pero también los otros que son la imagen visible de la heterogeneidad social: los otros por la diversidad lingüística, religiosa, nacional, funcional, sexual. Por supuesto, dos grupos más: esos otros que no son todavía nosotros, que no han culminado el proceso de <normalización> en que consiste todavía hoy, para muchos, la socialización: los niños. Y, como hemos aprendido dolorosamente en la pandemia, aquellos que, en el colmo de la contradicción, ya no son nosotros, porque han dejado de ser adultos productivos y, a diferencia de lo que fueron en nuestra propia cultura y aún lo siguen siendo en otras (lo más valioso del nosotros, aquellos de quienes aprendemos por su experiencia y consejo) los entendemos como una carga: los ancianos.
Mientras no nos tomemos en serio esa igual condición de todos los otros, no podemos construir una sociedad decente. Esa es la razón por la que la xenofobia es tan grave y por lo que no es solo un problema de cómo tratamos a los inmigrantes, aunque es cierto que los inmigrantes son hoy el arquetipo del extranjero, de la vieja noción de extranjero. El fenómeno va mucho más allá y atañe a las bases mismas de la construcción del vínculo social y político, a los principios sobre los que se asienta una sociedad decente.
A menudo la historia es utilizada por algunos para afirmar que la actitud de miedo y rechazo a la presencia del otro es una tendencia innata. Es verdad que ha sido una constante que el otro que quiere tener presencia como es, que no quiere desaparecer, y que quiere ser aceptado como es, ha sido calificado como enemigo, inasimilable, como bárbaro, que no sabe hablar como nosotros, que es lo que nos propone el origen griego del término, que es tomado así por Aristóteles para hacernos ver que esos seres humanos que no saben hablar (balbucean: de ahí la expresión “bárbaros”) no lo son , no son seres humanos como nosotros. Por eso, si están entre nosotros están destinados a ser objeto de dominación, nuestros esclavos. Quien no puede compartir nuestra lengua, no puede compartir el universo de valores en el que se basa la convivencia. El lenguaje, nuestro lenguaje en realidad, muestra la barrera entre quién es civilizado y quién no. Todo aquel que no pertenece a mi comunidad, que se ve en el rasgo primero de la lengua, es el bárbaro.
En una sociedad decente, todos los que viven entre nosotros de forma estable tienen que tener los mismos derechos que nosotros, porque la alternativa es reinventar la esclavitud. Y probablemente, por duro que suene a nuestros oídos, es lo que hemos hecho. Desde el punto de vista del tratamiento de los derechos, el principio contrario a la xenofobia es el de igual reconocimiento de todos los otros. Esto nos exige una respuesta muy sencilla, aunque sea costosa de tomar en serio, que es la igualdad de trato, la igual libertad para los otros. Su reconocimiento y garantía debe ser una prioridad en la lucha por los derechos.
No es posible olvidarlo, aunque la pandemia parece habernos impuesto una amnesia al respecto. Porque si hay un mascarón de proa de la xenofobia hoy, es nuestra incapacidad para ver el valor de la vida del otro, para tomarnos en serio que éste es el primer deber jurídico, además de un deber específico del sistema de derecho internacional marítimo. No una recomendación moral de la virtud del altruismo, sino, insisto, un deber jurídico. Porque no puede haber Derecho, no hay Derecho posible, sin el respeto a esa promesa básica que es “respetaré tu vida y, si está en peligro te acogeré, te salvaré”.
Digámoslo una vez más. La indiscutible urgencia de la pandemia ha vuelto a dejar desnuda la indiferencia de los europeos ante la tragedia que se desarrolla desde hace años en el Mediterráneo y que significa una pérdida continua de vidas humanas, un espacio de barbarie en el que miramos con indiferencia la muerte cotidiana, porque esos muertos son vidas desechables, como nos ha enseñado Butler. No son vidas humanas igualmente dignas, como las nuestras. Insisto, sin necesidad de entrar en las políticas de inmigración específicamente, éste es el primer síntoma, y grave, de que el cáncer de la xenofobia tiene patente de corso entre nosotros. La Unión Europea olvida así un valor central de lo mejor de su patrimonio cultural, el reconocimiento de la dignidad de todo otro, un valor que forzó a superar ese pilar del mundo clásico que era la esclavitud. Un valor que fundó una revolución en el espíritu jurídico romano para instalar el principio de que no puede haber Derecho sin el respeto al bien jurídico básico que es la vida de los otros, que vale tanto como la mía, y que es la prueba de que me tomo en serio el mandato del respeto a la vida.
Por eso la xenofobia es tan peligrosa. Pero más peligrosa aún es la de quienes la contemplan al viejo modo de la metáfora de Pilatos, es decir, con la indiferencia. Ese es el mal, lo que se ha llamado “el silencio de los buenos”, invocando afirmaciones de Burke, Gandhi o Luther King[3], no la posición de quienes hacen bandera de eso con el argumento egoísta de que hay que salvarse a sí mismo, sino de quienes no hacen nada, pudiendo hacerlo, para evitarlo. Criticamos el mensaje de Trump, “América primero”, “yo primero”, y nos escandalizamos porque llama terroristas a quienes denuncian la brutalidad policial racista, a quienes siguen luchando por la igualdad de los derechos civiles. Pero la lógica diferencialista que parece inscrita en nuestras políticas migratorias y de asilo está envenenada por la misma ponzoña. Si no nos decidimos a cortarla de raíz, no será posible una política migratoria acorde con el standard básico de respeto a los derechos humanos.
- Me refiero al libro dedicado por Ta-Nehisi Coates a su hijo adolescente, en el que denuncia la condición racista casi como un elemento inserto en el ADN de EEUU: Between the World and Me (2015). ↑
- Política, I, 2, 22 ss: “puede decirse que la propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción de instrumentos, y el esclavo una propiedad viva; sólo que el operario, en tanto que instrumento, es el primero de todos… La vida es el uso y no la producción de las cosas, y el esclavo sólo sirve para facilitar estos actos que se refieren al uso. Propiedad es una palabra que es preciso entender como se entiende la palabra parte: la parte no sólo es parte de un todo, sino que pertenece de una manera absoluta a una cosa distinta que ella misma. Lo mismo sucede con la propiedad; el señor es simplemente señor del esclavo, pero no depende esencialmente de él; el esclavo, por el contrario, no es sólo esclavo del señor, sino que depende de éste absolutamente. Esto prueba claramente lo que el esclavo es en sí y lo que puede ser. El que por una ley natural no se pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de otro el que en tanto que hombre se convierte en una propiedad, y como propiedad es un instrumento de uso y completamente individual”. ↑
- Se atribuye a Edmund Burke la afirmación “Para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada”. Gandhi lo reformulo así: “No me asusta la maldad de los malos, me aterroriza la indiferencia de los buenos” y M.L.King lo repitió: “Lo que más me preocupa no es el éxito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin carácter, de los sin ética, lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”. ↑