Una defensa de la política
La desafección hacia la política ha puesto indirectamente en marcha un debate acerca de qué es la política, quién y cómo debe hacerla. Toda crítica presupone una idea de lo que debería ser aquello que se critica. El desprecio de la política nos dice muchas cosas en torno al concepto que tenemos de esta actividad humana. Examinar los implícitos de la desafección política puede darnos una información muy valiosa acerca de lo que esperamos, con razón o no, de ella.
Hay un primer conjunto de críticas que tienen que ver con una supuesta incompetencia de los políticos. Seguramente esta crítica resulta pertinente en muchos casos, pero examinemos las cosas invirtiendo nuevamente la mirada. ¿Por qué los políticos nos resultan personas especialmente incompetentes? ¿Qué tipo de actividad es la política para que quienes se dedican a ella nos parezcan inevitablemente poco preparados y, al mismo tiempo, la profesionalidad nos parezca sospechosa?
La principal razón de este menosprecio tiene que ver con un hecho que olvidamos con demasiada frecuencia: las sociedades encomiendan a sus sistemas políticos la gestión de los problemas más complejos, los que no se resuelven mediante una pericia profesional indiscutible. Muchas de nuestras quejas por el hecho de que los políticos sean incompetentes o discutan demasiado parecen olvidar esta delegación. En la política se concentra una mayor incertidumbre y antagonismo del que tramitamos en otras esferas de la vida social. Si los políticos y las políticas son vulnerables a la crítica es porque nosotros les hemos confiado esta misión, algo que parecemos desconocer cuando se nos olvida que su incompetencia y desacuerdo se debe a que les hemos trasladado los problemas que no se resuelven mediante una competencia irrefutable. No es que ellos sean incompetentes, sino que los problemas que les hemos encomendado son irresolubles mediante una competencia profesional; se exponen a que descubramos su incompetencia porque hemos delegado en ellos los problemas en los que se concentra la mayor incertidumbre; no son ellos quienes se pasan la vida discutiendo, sino que hemos pacificado nuestra sociedad civil dejando en sus manos los problemas más controvertidos; ellos discuten para que los demás podamos ahorrarnos las disputas que más nos incomodan. Para que nuestra crítica fuera justa no deberíamos olvidar esta propiedad que hace de la política una actividad especialmente difícil, polémica e insegura.
El político vive en un mundo mucho más contingente que la mayoría de los ciudadanos. La política debe su contingencia al hecho de que es una actividad en la que se llevan a cabo decisiones que tienen mucho de apuestas, que no están precedidas de razones indiscutibles, a que debe adelantarse a los acontecimientos en medio de una gran complejidad. Es un ámbito de riesgo e imprevisibilidad, donde sirve de muy poco seguir reglas, adaptarse a los criterios dominantes o continuar como hasta ahora. De ahí su fuerza creadora, pero también el abismo en cuyo borde tienen que aprender a desenvolverse quienes se dedican a ella. Por eso los políticos están especialmente entregados a la contingencia del mundo. Ahí les hemos querido poner, tal vez para situarnos los demás en un lugar menos arriesgado. Esta es la razón por la cual los políticos son como los entrenadores de futbol, los chivos expiatorios o los fusibles: cumplen la función de que podamos culpabilizar a alguien de nuestros fracasos en vez de disolver el equipo o disolver la sociedad.
Hay muchas cuestiones técnicas y periciales en el mundo de la política, por supuesto, y no se pueden tomar las decisiones correctas si no están precedidas por un trabajo de estudio y asesoramiento técnico. Pero lo específicamente político de la política viene después del examen de lo objetivamente determinable: cuando los técnicos y los administrativos han hecho su trabajo y sigue sin estar absolutamente claro qué es lo que debe hacerse. Es en ese momento de evidencias escasas cuando aparece la visión política, la apuesta y el vértigo que inevitablemente la acompaña.
En política no hay una objetividad que pone fin a nuestras controversias, códigos y protocolos que se aplican, cantidades que se miden, datos comprobables, valores absolutos. O, al menos, lo específicamente político es todo aquello que permanece abierto una vez que han hablado los expertos y la burocracia ha hecho su trabajo, cuando la apelación a los valores no determina completamente lo que debe hacerse en un caso concreto o cuando las decisiones tienen que tomarse antes de que dispongamos de los datos que serían necesarios, pero que llegarán cuando sea demasiado tarde.
Buena parte de las críticas a los políticos proceden del hecho de que un político es alguien que decide, que opta por lo menos malo, que no puede contentar a todo el mundo, lo cual le genera incomprensión por parte de quienes acostumbran a pensar que lo contrario es posible: elegir lo absolutamente bueno en vez lo absolutamente malo, o elegirlo todo a la vez y contentar a todos. Que la política elija entre lo malo y lo peor es algo que dispara la crítica de quien no ha comprendido de qué va la cosa. Pero en el espacio de lo humanamente posible (no solamente en la política), con escasez de tiempo y recursos, elegir lo menos malo, quedar mal con alguien, posponer ciertos asuntos para atender lo prioritario son cosas inevitables.
En la política los asuntos no son absolutamente objetivos y evidentes, sino que consisten en una combinación de diversos criterios, a veces contradictorios. Esto exige una cierta complejidad del juicio político, de lo que es incapaz el discurso populista. El hecho, por ejemplo, de que en la política haya tan poca objetividad, de que en la política haya más persuasión que demostración es lo que explica que en el imaginario popular el político sea sinónimo de astuto, maniobrero o embaucador. En cualquier caso, los criterios para juzgar la competencia de los políticos no pueden provenir de otros ámbitos sino de la praxis misma de la política, que es una actividad muy peculiar. Los ciudadanos deberíamos hacer el esfuerzo de criticar a nuestros representantes con toda la dureza que se merecen, pero sin que esa crítica se lleve por delante a la política como tal, algo que pasa siempre que les juzgamos sin haber comprendido para qué sirve la política y cuáles son sus condiciones.
Me temo que el actual linchamiento hacia una dedicación tan necesaria, aunque se justifique por la indignación que provocan los casos de corrupción o negligencia, pone de manifiesto que no hemos comprendido bien hasta qué punto es necesaria la política en una sociedad democrática y cuáles son las limitaciones que proceden no tanto de la clase política como de nuestra condición política.
*Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la UPV/EHU y profesor visitante en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del Instituto Europeo de Florencia.