José María Ruiz Soroa. (Galde 06, primavera/2014). La cuestión sigue políticamente situada en el terreno de lo sagrado, es decir, entre el mito y el tabú. El mito del tautológico “derecho a decidir” o el derecho de autodeterminación entendido “a lo bruto”, y el tabú de la Constitución como límite obligado y previo a cualquier consulta de la voluntad ciudadana. Y no parece, véase Cataluña, que los actores políticos (todavía) españoles estén (todavía) dispuestos a sacarlo de ese nivel pre-racional y llevarlo al terreno discursivo.
Defiendo desde hace tiempo que nuestro sistema constitucional es susceptible de desarrollos legislativos que cohonesten el respeto al Estado de Derecho, como marco obligado para cualquier cambio de la composición nacional de España, con el también obligado respeto a la voluntad ciudadana mayoritaria de determinados territorios que hoy componen España. Lejos del inútil lenguaje de los derechos absolutos e ilimitados, defiendo la idea de que lo fructífero en esta materia es dejarse de los debates de esencias y centrarse en los debates de reglas: ¿cómo es posible articular un cauce legal y constitucional para llevar a cabo una secesión de parte de un Estado democrático teniendo en cuenta la voluntad seria, razonada y persistente de la población de esa parte? Y es que el paradigma de la democracia constitucional actual (lo argumentó el Tribunal Supremo canadiense con razones permeables a todo sistema) exige indefectiblemente articular unas reglas para la tramitación de este tipo de pretensiones (no “derechos”), unas reglas que respeten todos los principios en juego. No sólo el democrático (evitando además entenderlo torpemente como puro mayoritarismo), sino también los de respeto al Estado de Derecho, y de negociación abierta de las cuestiones políticas trascendentales.
Dado que la secesión exige indefectiblemente la reforma agravada de la C.E., la única forma de regularla es incardinándola en la reforma misma, en concreto, regulando los trámites previos necesarios para poner en marcha el proceso de reforma, de manera que la Constitución simplemente se complementaría en este punto. Una tarea de complementación que el legislador ordinario puede perfectamente cumplir, pues en el constitucionalismo liberal el texto de la Constitución es un límite negativo a la acción de aquel, no uno taxativo: todo lo no prohibido puede ser llevado a cabo por el legislador. Que sólo esté constitucionalmente previsto el referéndum de “todos” los ciudadanos no implica que esté prohibido el de “parte” si el legislador con competencia para ello lo regula así.
Una “Ley sobre los trámites previos para poner en marcha una reforma constitucional que afecte a la integridad del Estado” incluiría, muy sucintamente expuesto los pasos siguientes: a) La iniciativa de la secesión, que debería partir de una mayoría cualificada de un parlamento autonómico y ser elevada al Gobierno; b) La constitución de una Comisión parlamentaria especial para el control del proceso subsiguiente; c) La verificación de la voluntad efectiva de los ciudadanos afectados mediante un referéndum con pregunta terminante de respuesta binaria y con previo debate público; d) Un resultado favorable cualitativa y cuantitativamente claro; e) La toma en consideración de los resultados desagregados en las unidades políticas básicas de la Comunidad afectada. f) Caso afirmativo, la puesta en marcha de un proceso de negociación Estado/Comunidad para examinar si es posible pactar la secesión y sus consecuencias de manera razonable y que respete los derechos de todos los implicados y, si se llega a un acuerdo; g) Iniciar el proceso de reforma de la Constitución de acuerdo con sus propios trámites.
¿Es esto jurídico-constitucionalmente posible? Sí. ¿Es políticamente factible? Hoy por hoy, no. Ninguno de los actores relevantes está dispuesto a tomarlo siquiera en consideración. A los independentistas les sale más a cuenta el discurso del “derecho a decidir” porque moviliza más y marca contradicciones y rupturas en el campo contrario. A los unionistas la negativa cerrada, porque creen firmemente en el tabú primordial de que “admitir la posibilidad” es el camino indefectible para que ésta se realice, y porque estiman que la defensa numantina es la mejor política.
La idea subyacente a todos, al final, es la que resumió Kelsen al decir que para un Estado la secesión de una de sus partes es una revolución, puesto que destruye su poder en parte de su territorio/población. Y, añadimos nosotros, para la política clásica las revoluciones no se regulan sino que se las impulsa o se las combate, pero son cuestiones de hecho y no de Derecho. En esas estamos, aunque por lo menos ha pasado la violencia terrorista.
Si esto es así, ¿para qué sirven propuestas como la expuesta? ¿Cuál es la utilidad de señalar con el dedo a Canadá o al Reino Unido? ¿Es una pura diversión intelectual? ¿Estamos inevitablemente atrapados en una pugna política que no admite su reducción a lo reglado? Pues, me temo que es muy posible que sea así, aunque sí convendría señalar, para desacomplejarnos un poco, que tampoco en Canadá se llegó a la “Ley de la Claridad” ex ante, sino sólo después de un proceso de intentonas rupturistas con episodios como los referenda unilaterales convocados por la provincia de Quebec. Y que, en puridad, los nacionalistas de esta provincia han manifestado bien alto y claro que no reconocen como legítima aquella norma y que siguen reivindicando el derecho unilateral a convocar un referéndum en sus propios términos. Quizás debamos pasar por intentonas, fracasos y empates infinitos para llegar al estadio de la reglamentación razonada.