(Galde 15 – verano/2016). Pello Gutiérrez. Nunca en ningún tiempo pasado tantos analistas estuvieron tan preocupados por la cultura como en la actualidad. Al modo en que Kant distinguía lo bello y lo sublime en la naturaleza, el displacer se apodera de buena parte de los análisis ante la magnitud y la potencia de la cultura de nuestros días, que nos ofrece una experiencia atropellada y convulsa, problematizada. Más allá del esplendor ciudadano, lo bello, con que arraigaron en la sociedad europea las políticas iniciadas en la democratización cultural francesa de mediados del XX -una vez que la Ilustración responsabilizó al Estado de la tutela sobre la cultura-, vivimos el presente con temor y fascinación al mismo tiempo ante lo sublime de la complejidad cultural, el pasmo del cambio profundo, inesperadamente acelerado y exponencial, la percepción de que el poder de la cultura está muy lejos de nuestro alcance.
Creímos que la cultura cambiaría la realidad; parece más cierto que la realidad corrige la cultura. Una línea de alta velocidad recorre nuestras vidas a través de un tupido paisaje de mercados: la tecnología revoluciona la ciencia, que condiciona el pensamiento de élites, que controlan redes de comunicación social, que tratan de orientar la cultura y los actos humanos. Todos los modelos de acción cultural están siendo cuestionados, la manera de producir, crear, intercambiar o experimentar el extenso catálogo de contenidos culturales en continua renovación y a nuestra disposición en la estantería global.
Un alineamiento hostil.
La presión de las lógicas privadas sobre las políticas públicas trata de convertir el derecho a la cultura en mercancía. Pretende el mercado como agente principal; la rentabilidad industrial sobre el ecosistema, la creación permanente de necesidades inducidas que el consumo finalmente no podrá satisfacer, el espectáculo sobre la cultura, lo globalmente hegemónico sobre la diversidad. Es la mercantilización de una cultura fragmentada, convertida en objetos, pasteurizada y empaquetada libre ya de cualquier levadura sediciosa, lista para su consumo distintivo según recursos y estatus.
El cuestionamiento del rigor y la democratización estética de la posmodernidad desemboca en una igualación de los creadores. Fin de la auctoritas; todo se valida o se destruye en las redes de influencia o de los mercados. En una conversación cada vez más horizontal, un youtuber puede influir más que un erudito, un blog más que la sección de cine de un periódico; un neo-grupo musical de diseño abrumar en ventas a los repentinamente viejos ídolos o un artista tan solo extravagante asombrar en las ferias especializadas. Paralelamente, la desigualdad económica se impone entre los profesionales de la cultura. Unas minorías ubicuas acaparan grandes beneficios, mientras que las grandes mayorías invisibles de los profesionales activos ven depreciado drásticamente el valor de su trabajo, inestable como nunca. Es la precarización del oficio cultural, el predominio de los intermediarios, la adopción del patrón copyright como medida universal.
La ciudadanía asiste ahíta a la feria permanentemente abierta del entretenimiento en todas sus variedades, sea en las pantallas domésticas, en el espacio público siempre conectado o desde un crucero turístico rumbo a civilizaciones antiguas. La cultura ha sido asignada al territorio del ocio, por el que la clientela transitamos con la actitud omnívora e infiel a la que se refieren Bauman y otros autores. Estamos ‘condenados a ser libres’, decía Sartre, y bien sirve para referirnos a la abulia con que reaccionamos ante la pluralidad de elecciones que diariamente debemos afrontar. Es el coste de nuestra autonomía individual, un cierto ‘desencanto por la vida’ (cultural en este caso) al que aludía Berger. Quizás sea éste semilla de la indiferencia que muchas gentes de la creación cultural denuncian dolidas al comprobar que la sociedad no sale en defensa de la cultura acosada. Quizás, al contrario, sean los propios errores de una profesión tantas veces ensimismada…
Estos tres fenómenos –mercantilización, desigualdad, abulia- han ido creciendo en las dos últimas décadas hasta hacerse fuertes en un último hito del alineamiento, con especial efecto en nuestra geografía: las crisis. Crisis de modelo, ante el retorno político de las concepciones liberales que propugnan el estado mínimo y su retirada del espacio público, como en la cultura. Crisis de legitimación política, en merecida repulsa a las élites corruptas enquistadas en el sistema para apropiarse de sus recursos, debilitar los mecanismos de control e impedir el desarrollo de nuevos espacios de protagonismo político hoy posibles. Y crisis económica, sobre la que no querrán seguir leyendo. Conclusión: pérdida de status de la cultura en una gobernanza política que querría trasladar responsabilidades del estado a ayuntamientos, la sociedad civil o los propios individuos. La política cultural, centrifugada hacia la periferia del poder, encuentra ahora mejor acomodo allá donde es necesaria para las construcciones identitarias.
Exploraciones urgentes.
Somos hijos de nuestro tiempo y sus sistemas de pensamiento, aun cuando quizás las respuestas nos exijan nuevas coordenadas racionales. ¿Dónde encontrarlas? Podríamos quizás diseñar un programa de sondas exploratorias al futuro a la búsqueda de nuevos sentidos en diferentes espacios más fértiles para aplicar posteriormente políticas eficaces ante los problemas presentados.
Uno, el primero siempre postergado al último, el de la íntima e ineludible interdependencia entre educación y cultura. Cómo garantizar mejor la socialización de valores, hábitos, imaginarios y el desarrollo del juicio artístico, humanístico en general, que incorporará cada generación a las prácticas culturales en un contexto de educación permanente.
Otro, una nueva interacción entre lo público y lo privado, un marco normativo para una nueva generación de políticas culturales que rompa con el clientelismo y el formateo subvencional de lo primero y la irresponsabilidad social de lo segundo. Lo público no es el único agente transformador, como ha considerado tradicionalmente la izquierda; lo privado no puede pretender que el consumo sea el canon regulador. La transparencia, las evaluaciones cualitativas y los modelos colaborativos de gobernanza son los principios.
Un tercero, la síntesis de la dialéctica permanente entre globalización y diversidad. Entre lo universal y las diferentes esferas de las identidades. Es una cinta de Möbius. Se empequeñece lo particular que no se proyecta a lo universal, pero el movimiento hacia lo global exige una reivindicación de la diversidad y las variedades identitarias, a riesgo de que lo universal transmute en lo único, en autocracia cultural.
Más, el cambio de polaridad de los eventos a los procesos. Desacralizar el qué para valorar el cómo. La ciudadanía como protagonista en formatos alternativos de democracia participativa en los procesos de la cultura. Solo así el individuo promocionará de consumidor pasivo de elecciones ajenas a partícipe de procesos que posibiliten la transformación del ocio en experiencias de creación y ciudadanía.
Quinto, una nueva responsabilidad ciudadana y profesional ante la evidencia de que la Administración no podrá mantener sus compromisos. Lo primero es exigir que lo haga, pero el retraimiento no es coyuntural, es sistémico, y las urgencias de la sociedad, inmarcesibles. Como indica Subirats, es necesario ‘disentir construyendo alternativa’ a través de procesos de innovación social y auto-organización.
Por fin, la rebeldía de las mentalidades. Castells afirma que “la sede del poder es la mente de la gente”. La inserción del individuo en una Sociedad Red le ofrece posibilidades ciertas de promover cambios sociales y culturales de proximidad. Nada cambia sin que uno, una misma, cambie. Es un replanteamiento de roles, de hábitos, una actitud de toma de conciencia individual que cristalizará en identidades de resistencia o identidades promotoras de nuevos proyectos capaces de reconstruir comunitariamente las bases de la experiencia cultural y, con ella, de la propia sociedad. Para empezar la tarea, dos recomendaciones: una de Calvino, idea para el nuevo milenio: aprender poemas de memoria; segunda: leer “La resistencia íntima” de JM Esquirol.