Galde 39, negua 2023 invierno. Francisco Erice.-
¿Podemos hablar de una crisis disciplinar de la Historia? En modo alguno, desde luego, si tenemos en cuenta el volumen de la producción y la continua expansión de sus campos de desarrollo, el progresivo despliegue de las investigaciones sobre temas y contenidos hasta ahora inéditos. Los ensayos de nuevas metodologías y la apertura a conceptos e influencias supuestamente renovadoras, procedentes de ciencias sociales como la Sociología o la Antropología, redundarían, al menos aparentemente, en una imagen más de florecimiento que de crisis.
Sin embargo, la idea de crisis de la Historia es verdaderamente recurrente, y en el último medio siglo los diagnósticos en ese sentido resultan casi generalizados, aunque no siempre coincidentes en sus críticas o propuestas. Hace ya casi cinco décadas que Foucault certificaba estas incertidumbres en su curso sobre Genealogía del racismo, detectando una “proliferante criticabilidad de las cosas, de las instituciones, de las prácticas, de los discursos”; en definitiva, “una especie de agrietamiento general de los suelos”, con efectos de inhibición hacia las “teorías totalitarias globales” o, dicho de otra manera, sobre aquellas que sustentaban los paradigmas modernizadores de la Historia del siglo XX (Foucault 1992).
La crítica foucaultiana se insertaba en una reacción radical, impregnada de anti-racionalismo, frente a la por entonces prestigiosa Historia social, cuyas raíces habría que buscar tanto en las polémicas intelectuales acerca de la capacidad explicativa e integradora de los nuevos modelos historiográficos superadores del historicismo rankeano, como en los procesos de la historia real que reconfiguraron el mundo sobre la base de la crisis de las ideas emancipadoras, la globalización y el triunfo del capitalismo neoliberal (Erice, 2020). En el ámbito historiográfico, uno de los efectos fundamentales de este cúmulo de elementos fue el desarrollo de la Nueva Historia Cultural, que la historiadora norteamericana Lynn Hunt saludaba en 1989 como eficaz reemplazo del “reduccionismo materialista del Marxismo y la escuela de Annales” (Hunt ed. 1989).
Más allá del auge de la Historia cultural y las interpretaciones culturalistas y anti-materialistas, la disciplina se vio sometida desde entonces a la influencia determinante de nuevas corrientes ideológicas, cuyo común denominador parece ser la idea de permanente inestabilidad y flujo constante (postestructuralismo, postmodernismo, postcolonialismo, postfundacionalismo, postesencialismo y un largo etcétera) y de “giros” (lingüístico, cultural, crítico, emocional, corporal…) e incluso “giros sobre los anteriores giros” (postgiro lingüístico), que, no sin razón, despertaron la ironía de algunos historiadores por su fatuidad y su “ritmo vertiginoso” (Noiriel 1997).
Sin embargo, hace ya varios lustros que las diagnosis sobre la crisis de la ciencia histórica han vuelto a reiterarse, en esta ocasión tanto en lo que atañe a las bases teóricas mismas centradas en los post-ismos, como en torno a su posibilidad de ofrecer certezas válidas y al escepticismo que semejantes teorías plantean una y otra vez; o -¿cómo no tenerlo en cuenta?- a la consideración misma de su utilidad social. Y,a modo de trasfondo de todo ello, acerca de las incertidumbres de los procesos históricos reales.
Resulta significativo comprobar cómo la misma Lynn Hunt, que apoyaba con entusiasmo las nuevas corrientes, plantee ahora que “la historia se encuentra en crisis, y no es solamente una crisis académica”, subrayando “las promesas y las decepciones de este giro hacia las teorías culturales” que dieron prioridad “a la interpretación del significado frente a la explicación causal”, y a lo local o lo microhistórico frente a lo macrohistórico o la preocupación por “las grandes interrogantes”. La solución que propone pasa por el recurso a una Historia global que no ignore otros niveles de análisis y que preserve e incorpore algunas delas reflexiones de las últimas décadas sobre la sociedad y el individuo (Hunt 2022).Aunque también podría formularse como la recuperación de una Historia de bases materialistas, que contemple formas complejas de interrelación y totalización, que retome la causalidad y dimensión social de los procesos propia de la Historia renovada del siglo XX y la enriquezca con algunos avances positivos de las últimas décadas dentro de la Historia cultural, la nueva Historia política u otros campos.
La crisis de la Historia es y ha sido también la de su función y su utilidad social, que la deriva postmoderna puso seriamente en cuestión, al negar la posibilidad de su construcción como ciencia, capaz de producir conocimientos veraces y de analizar la realidad del pasado en conexión con los problemas del presente. Lo que hemos vivido en las últimas décadas en la evolución de la historiografía, con todas sus ambivalencias y contradicciones, parece tener mucho que ver con lo que Pomian llamaba “la crisis del futuro” (Pomian 2007). Seguramente, necesitamos una Historia que nos ayude a plantear las grandes cuestiones del mundo complejo y turbulento del capitalismo senil, una época en la que -parafraseando al clásico- lo viejo no acaba de morir y no acertamos a atisbar dónde se encuentra lo nuevo que no termina de nacer, lo cual da lugar a multitud de fenómenos morbosos que requieren la explicación -o al menos la ayuda para ello- del historiador.
No es casualidad que una parte importante de los debates actuales dentro del gremio gire precisamente en torno a la utilidad de la Historia (Corti y otros 2018; Gruzinski 2018).Es, en definitiva, la misma pregunta (“¿para qué sirve la Historia?”) que encabezaba las reflexiones de Marc Bloch en su extraordinario ensayo sobre “el oficio de historiador”, pero sin duda las respuestas no pueden ser hoy exactamente las mismas, al menos en toda su extensión. Entre otras cosas porque las reflexiones del co-fundador de Annales se desplegaban desde la clandestinidad antifascista, un presente obviamente terrible, pero con claridad en los objetivos y preñado de esperanzas de un futuro mejor.
Ahí, paradójicamente, reside una de las claves fundamentales de la superación de la crisis que, como decía Hunt, no es solo académica, porque la historiografía se alimenta de las contradicciones y las exigencias de la historia real. Afirma Gruzinski que “se construyen pasados para crear sentido, es decir, para dotarse de unas referencias que permitan afrontar mejor las incertidumbres del presente”. Pero -añade- “¿por qué no delos futuros?” (Gruzinski 2018). Tal vez superar la crisis de la Historia pase, como decía Fontana, por “repolitizarla”, implantarla políticamente en el mejor sentido de la palabra, para que -sin dejar de interesarse por cada aspecto de la vida humana- hacer que deje de recrearse en lo que Voltaire llamaba “ilustres bagatelas” y que plantee -con todos los matices necesarios y sin ninguno de los reduccionismos esterilizantes- los grandes problemas de las colectividades humanas, siendo capaz de vincularlos a las posibles salidas del presente distópico que vivimos (Erice 2020). Por eso una pregunta clave, sin duda la de más difícil respuesta, es la que encabeza estas líneas: “¿qué pasados para qué futuro?”.
Francisco Erice
Historia Contemporánea
Universidad de Oviedo
Referencias
P. Corti, y otros (2018): La utilidad de la historia. Gijón, Trea.; F. Erice (2020): En defensa de la razón. Contribución a la crítica del posmodernismo. Madrid, Siglo XXI de España; M. Foucault (1992): Genealogía del racismo. De la guerra de razas al racismo de Estado, Madrid, Endymion; S.Gruzinski (2018): ¿Para qué sirve la historia? Madrid, Alianza; L. Hunt(2022): La escritura de la Historia en la era global. Valencia, PUV; L. Hunt, ed. (1989): The New Cultural History. Berkeley, University of California Press; G.Noiriel (1997): Sobre la crisis de la historia. Madrid, Cátedra / Frónesis; K. Pomian (2007): Sobre la historia. Madrid, Cátedra.