(Galde 20 – invierno/2018). José María Ortiz de Orruño.
Con motivo del centenario de la Revolución rusa se ha publicado una gran cantidad de libros, fiel reflejo del enorme interés que sigue suscitando ese episodio histórico. El lector puede encontrar de todo, desde la reedición de trabajos clásicos hasta la traducción de monografías recientes. Pero el núcleo más sugerente está formado por un conjunto de obras que, superado el maniqueísmo ideológico de la guerra fría, se plantean nuevas preguntas. En consecuencia, ofrecen nuevas respuestas que evidencian la azarosa complejidad y la enorme trascendencia de aquel controvertido fenómeno. No por casualidad Erik Hobsbawm acotó el ‘corto’ siglo XX entre 1917 y 1990, es decir, entre la revolución bolchevique, que dio origen a la Unión Soviética, y su desaparición.
Me limitaré a reseñar tres libros que, aun diferentes entre sí por su propósito y estructura, resultan complementarios.
El más extenso en páginas y amplitud temporal es obra de Francisco Veiga, Pablo Martín y Juan Sánchez Monroe, Entre Dos Octubres. Revoluciones y contrarrevoluciones en Rusia (1905-1917) y guerra civil en Eurasia (Alianza, Madrid, 2017). Aunque sus autores proceden de especialidades distintas — catedrático de historia contemporánea, militar con experiencia en Asia Central y exembajador cubano en la URSS—, el resultado final es sorprendente. Han ensamblado muy bien el texto, que aporta muchísima información y mantiene la tensión narrativa de principio a fin. Analizan con maestría la evolución política y cultural de la sociedad rusa desde un enfoque multidimensional, que tiene en cuenta variables como el contexto internacional, los intereses geoestratégicos o las tensiones dominantes en un inmenso imperio sometido a rápida transformación que, entre 1904 y 1921, se vio sacudido por una devastadora sucesión de conflictos bélicos.
Circunstancias tan excepcionales explican la cataclísmica desestructuración de la sociedad rusa de la autocracia zarista al régimen soviético. Los autores no solo analizan con detalle las formidables movilizaciones revolucionarias —que sucesivamente y en clave constitucional, nacional-republicana y bolchevique—tuvieron lugar entre los octubres de 1905 y 1917. Con el mismo detalle diseccionan la actuación reactiva de instituciones, agentes sociales y partidos políticos. Si revolución y contrarrevolución mantuvieron una tensión dialéctica, en aquellos tiempos tan confusos abundaron los desplazamientos transversales y los cambios de bando. Especialmente durante la guerra civil (1918-1921), verdadera prueba de fuego para el gobierno ‘rojo’. Éste no solo fue combatido por los ‘blancos’, liderados por la aristocracia terrateniente y apoyados por las mismas potencias imperialistas aliadas del zar. También tuvo que sofocar la oposición interna —reformistas burgueses, eseristas, mencheviques, anarquistas…—, y vencer las resistencias de los nacionalistas no-rusos, de la minoría musulmana y de campesinos favorables al reparto de tierras. Aquel periodo crítico concluyó con el triunfo bolchevique y la consolidación de su proyecto político.
Mucho más breve es el libro de Julián Casanova.
En La venganza de los siervos. Rusia 1917 (Crítica, Barcelona, 2017) el contemporaneísta sintetiza aquel año decisivo a partir de una rigurosa selección bibliográfica. Casanova sitúa el comienzo de la crisis en el ‘caleidoscopio de revoluciones’ en cadena provocados por los desastres de la I Guerra Mundial: quiebra del ejército imperial, crisis de autoridad y desórdenes crecientes a causa de los enormes padecimientos de la sociedad civil. La destrucción del estado zarista en febrero de 1917 abrió una oportunidad extraordinaria para plantear diferentes demandas sociales: deserciones masivas de soldados, movilización de mujeres en defensa de sus derechos, demandas de autogobierno por las minorías nacionales, ocupación de fábricas por los obreros y de tierras por los campesinos…. Surgidas sin demasiada preparación, coordinación, ni liderazgos claros, este conjunto de demandas se canalizó a través de sus propios comités (soviets) hasta trabar una red de dimensiones estatales. Dirigir y consolidar esa revolución popular triunfante, que desbordó al Gobierno Provisional de Kerenski, fue la gran tarea que asumieron los bolcheviques a partir de octubre.
Las primeras medidas del Sovnarkom (gobierno revolucionario) iban en la dirección expuesta por Lenin en sus tesis en abril: poner fin a la guerra, legalizar las ocupaciones de tierras, nacionalizar los medios de producción, acabar con la rusificación forzosa y mejorar la condición social de la mujer. Pero pronto aparecieron las primeras críticas hacia el autoritarismo leninista. Los delegados que condenaron la toma del palacio de invierno ante el Congreso Panruso de los Soviets (inaugurado el 26 de octubre) fueron expulsados de la sala. Pocas semanas después, el 5 de enero de 1918, los bolcheviques apelaron a dictadura del proletariado para disolver la Asamblea Constituyente elegida por sufragio universal. Al anular la libertad de expresión y la posibilidad de cambiar el gobierno a través del voto, redujeron la lucha política a la oposición armada. Del sueño revolucionario se pasó a la pesadilla del terror, en expresión de Casanova. Dinámica tan endiablada produjo una explosión de violencia que estalló en todas direcciones y afectó a todos los estratos sociales. El balance resultó aterrador: diez millones de muertos a consecuencia de la revolución, el hambre y la guerra civil.
De muy distinta naturaleza es el libro de Samir Amin.
Combina experiencia académica con activismo político y se titula Octubre 1917 (El Viejo Topo, Barcelona, 2017). Estudioso del subdesarrollo y vinculado desde muy joven a los movimientos tercermundistas, Amin es uno de los pensadores neomarxistas más influyentes en la actualidad. Contrariamente a lo que pudiera sugerir el título, el libro apenas trata de la Revolución de Octubre. El autor prefiere identificar los errores que la desvirtuaron y examinar los fallidos intentos para recuperar el proyecto original realizados desde Lenin a Gorbachov. Tres fueron, a su juicio, los errores más determinantes: la ruptura de la alianza con el campesinado por la colectivización forzosa de la tierra, la desnaturalización del modelo económico socialista, reconvertido en un capitalismo de estado para hacer frente a la agresividad de las potencias occidentales y, finalmente, la burocratización del partido y su conversión, ya en tiempos de Stalin, en la nueva casta dirigente. Con todo, Amin considera que la Revolución de Octubre inició la transformación del mundo y que algunos logros siguen vigentes. Como la contribución de la URSS a la derrota nazi y su aportación a la descolonización de Asia y África. No obstante, se muestra muy crítico con la deriva del comunismo soviético y lamenta su incapacidad para reformarse.