(Galde 04, otoño 2013). Escribía hace poco Jean-Paul Fitoussi que Europa es «hija de la economía y huérfana de la política». Teniendo en cuenta que cualquier mecanismo redistributivo parte de la esfera política para operativizarse a través de mecanismos económicos, la de Fitoussi es ciertamente una metáfora acertada a la hora de evaluar el alcance social del proceso de construcción de la Unión Europea (UE). En las siguientes líneas, vamos a fundamentar nuestra discrepancia con la idea de que ha existido (o existe) un Modelo Social Europeo, y lo haremos a través de tres argumentos: 1) la existencia de una diversidad de sistemas de protección social dentro de la UE, con grandes divergencias entre sí; 2) el punto de partida de la UE, muy concentrado en variables con efectos nulos o negativos en términos redistributivos; y 3) el papel de la UE tras el estallido de la crisis.
El análisis de los sistemas de protección social vigentes en los países de la UE nos remite a los trabajos que han tratado de estudiar los Estados de bienestar, concretamente, en dichos países1. Estos trabajos admiten la existencia, no sólo de diferencias entre esos países sino entre grupos de países. Así, desde los textos ya clásicos dentro de este ámbito de conocimiento, nos encontramos con clasificaciones en función de las ideologías que defendían los partidos políticos hegemónicos en cada grupo de países, de manera que se hablaba de régimen socialdemócrata (para los países nórdicos junto a Austria, Bélgica y Países Bajos), régimen conservador (para los países del centro de Europa, entre ellos Francia y Alemania, además de Finlandia) o de régimen liberal (para Irlanda, el Reino Unido y otros países no europeos de tradición anglosajona). Estos estudios fueron mejorados con el tiempo, de manera que se incorporaron países que, en un principio, habían sido dejados de lado, como es el caso de los países del Sur, y se recogieron los cambios acaecidos en los diferentes países, dando lugar a modificaciones en los grupos propuestos originalmente2.
En todo caso, lo interesante es detectar que, por una parte, los países nórdicos, donde había predominado la socialdemocracia, construyeron Estados de bienestar notablemente más amplios (por contar con una generosidad mayor en sus prestaciones monetarias, unos servicios públicos universales y gratuitos –o casi gratuitos- y una apuesta por el pleno empleo, incluso en momentos de desaceleración económica, con más intensidad que en otros grupos de países). La otra conclusión clara es que las divergencias entre grupos de países eran evidentes: es cierto que Europa presentaba, en conjunto, una serie de rasgos distintivos respecto de otras zonas del mundo, empezando, por supuesto, por EEUU, pero también había dentro de Europa países o grupos de países, cuyos Estados de bienestar seguían un modelo similar al estadounidense (los anglosajones, que fueron intensificando esas semejanzas desde los años ochenta bajo la égida del neoliberalismo3). Es más, la literatura más reciente sobre estos asuntos, desvela cierta tendencia a la convergencia solamente en los últimos años, justo antes del estallido de la crisis, pero además, esa convergencia ha sido para acercar los países con Estados de bienestar más generosos a los modelos anglosajones (aunque es evidente que las diferencias aún existentes sean notables). Por el contrario, en los países del Sur de Europa han prevalecido las diferencias institucionales que les separan de sus vecinos septentrionales4.
Lo importante en todo caso es tener clara la ausencia de un patrón común a todos los países europeos, ausencia que impide hablar de un Modelo Social Europeo como tal. Tiene, por tanto, sentido fijarse en la construcción de la UE y en el tratamiento de los asuntos sociales que implica para examinar si su entramado institucional es el que nos permitiría recurrir a tal concepto. En este sentido, la UE en tanto que proyecto político, sirvió para aglutinar las esperanzas de grandes franjas de población, en particular en esos países meridionales ya mencionados, en tanto en cuanto podría servir para atenuar las diferencias existentes entre ellos y los que tenían un mayor desarrollo social.
Sin embargo, la realidad es bien distinta. En el Tratado de Maastricht, que sentó las bases para la adopción del euro, se otorgó importancia exclusiva a objetivos de índole monetaria (inflación reducida, techos de déficit público, etc.) que, precisamente, dificultaban políticas expansivas de gasto, es decir, las políticas que permiten la consolidación y expansión de los Estados de bienestar. Además, desde muy pronto se excluyó cualquier objetivo relacionado con la tasa de desempleo. Solamente más tarde se trató de corregir este defecto en tratados posteriores (primero en el Tratado de Ámsterdam y después en la Estrategia de Lisboa), lo cual, posiblemente en parte gracias a los incentivos introducidos en dichos programas, derivó en un aumento de las tasas de empleo (de lo que no podemos estar seguros porque estos objetivos nunca tuvieron el mismo grado de obligatoriedad que los que surgieron de Maastricht). No obstante, a la laxitud en las exigencias se le sumaron unas metas respecto a qué tipo de empleo crear, en el mejor de los casos, etéreas respecto a qué es empleo de calidad, y de nuevo, la UE perdió una oportunidad para convertirse en algo parecido a un modelo social.
Donde sí se aprovecharon mejor las oportunidades en esta materia fue en la creación de una serie de fondos que sirvieran para reducir las diferencias entre países dentro de la UE. En efecto, con el fin de mejorar la cohesión social interna, se pusieron en marcha unos mecanismos redistri-butivos para beneficiar a las regiones menos desarrolladas, la mayoría de las cuales se encuentran en países meridionales. Sin embargo, los análisis sobre los efectos de tales políticas demuestran que si bien la convergencia nominal (basada en los indicadores monetarios de Maastricht) fue notable, la real (a partir de los niveles de vida) quedó más rezagada. Por el contrario, las asimetrías existentes dentro de la UE siguieron siendo evidentes, y esas asimetrías tenían que ver con la existencia de una división europea del trabajo que aqueja al patrón tanto de especialización productiva como comercial y deja a los países meridionales en una situación de cuasi-periferia dentro de la UE5.
Así pues, parece que ni considerando los países individuales (o por grupos), ni el proceso de desarrollo de la Unión Europea, podemos encontrar signos de la existencia de algún Modelo Social Europeo. Pero además, los acontecimientos que se han venido sucediendo tras el estallido de la crisis parecen apuntar a tendencias opuestas. Ello es así porque la UE ha quedado convertida en un mecanismo disciplinador que ha tenido por objetivo exclusivo la devolución de la deuda, en particular, de los países de la periferia europea, es decir, desempeñando un papel similar al del Fondo Monetario Internacional en las crisis de los países del Sur global. Es más, como se apunta desde el propio Consejo Europeo, las políticas de austeridad impuestas desde los gobiernos –con la complicidad, si no la presión de las instituciones vinculantes de la UE– están provocando una dislocación social de tal magnitud que están afectando directamente a los derechos humanos más básicos6.
Por lo tanto, desde nuestro punto de vista, resulta difícil considerar la existencia de un Modelo Social Europeo que, salvo alguna excepción menor, vaya más allá de una ilusión colectiva. Esta ilusión ha servido para legitimar un proceso de construcción europeo que ha perseguido hasta la fecha intereses poco democráticos (al acentuar el poder de las élites europeas). Esto no quiere decir que deba darse por bienvenida la tendencia de euroescepticismo que puebla numerosos países europeos, más bien al contrario: dadas estas circunstancias parece más necesario que nunca tratar de canalizar el sentimiento europeísta (que es mucho más real, como hemos dicho, que el propio Modelo Social Europeo), por medio de movilizaciones sociales, hacia la contrucción horizontal de una realidad supranacional no basada en variables monetarias sino reales.
Luis Buendía. Miembro de econoNuestra e investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales
1 Véase una relación de los principales de estos estudios en W.
Arts y J. Gelissen, «Three worlds of welfare capitalism or more? A
state-of-the-art report», Journal of European Social Policy, 12 (2),
2002, pp. 137-158.
2 M. Ferrera, «The «Southern» Model of Welfare in Social Euro-
pe», Journal of European Social Policy, 6 (1), 1996, pp. 17-37.
3 Un buen análisis del proceso se puede encontrar en P. Pier-
son, Dismantling the welfare state?: Reagan, Thatcher and the
politics of retrenchment, Cambridge (Reino Unido): Cambridge Uni-
versity Press, 1994. Sobre el neoliberalismo en general, D. Har-
vey, Breve historia del neoliberalismo. Tres Cantos (Madrid): Akal,
2007.
4 J. O’Connor, «The Convergence in European welfare state
analysis: convergence of what?» en J. Clasen y N. Siegel
(eds.), Investigating Welfare State Change. The ‘Dependent Variable Problem’ in Comparative Analysis, Edward Elgar, Chelten-ham (Inglaterra), 2007
5 F. Luengo e I. Álvarez, «Desde los desequilibrios comerciales
a la crisis económica en la Unión Europea» en P. J. Gómez, Econo
mía Política de la Crisis, Editorial Complutense, Madrid, 2011. Véase
también, J. P. Mateo y A. Montero, Las finanzas y la crisis del
euro. Colapso de la eurozona, Popular, Madrid, 2012.
6 N. Lusiani e I. Saiz, Safeguarding human rights in times of economic crisis, Estrasburgo (Francia): Consejo de Europa (Comisariado de Derechos Humanos), 2013.