Renta Básica y trasformación post-capitalista

 

Galde 30, 2020/otoño. David Casassas.-

Renta básica y transformación post-capitalista[1]

El capitalismo actual camina sobre los escombros de un pacto social reducido a cenizas. Como es sabido, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, las élites capitalistas se mostraron dispuestas a articular e institucionalizar un acuerdo con las clases trabajadoras en virtud del cual estas contarían con la garantía de cierta seguridad material mediada por el empleo y el acceso a ciertos paquetes de políticas asistenciales. A cambio, esas élites se aseguraban el control de la producción o, dicho al revés, las clases trabajadoras aceptaban renunciar explícitamente al objetivo central de los movimientos emancipatorios que la modernidad había conocido hasta la fecha: el control, por parte de las clases populares, de la vida económica -producción y reproducción- o, si se prefiere, el control, por parte de esas mismas clases, de sus vidas. Hoy, perdida esa seguridad material como consecuencia de oleadas sucesivas de recortes neoliberales, precarización de las condiciones de trabajo, financiarización de la vida económica y re-feudalización de los mercados, conviene preguntarse qué tipo de respuesta puede y, quizás, debe sentirse legitimada a ofrecer la población trabajadora que habita nuestras sociedades. Si aquello que se obtuvo gracias a los grandes consensos post-1945 se desvanece, ¿adquiere renovado sentido recuperar, por lo menos como objetivo político, aquello a lo que se renunció en el momento de la firma de tales pactos? Y en particular: ¿puede la renta básica actuar como herramienta, precisamente, para impugnar los actuales modos de vida, empezando por las actuales formas de trabajo, y para ir tejiendo unas relacionalidades ubicadas no ya fuera de la lógica neoliberal, sino, incluso, más allá de las lógicas disciplinantes propias del grueso de las formaciones sociales capitalistas? ¿Puede el actual contexto de derrota histórica de las clases trabajadoras abrir verdaderas ventanas de oportunidad para dibujar otros paisajes y abrir otros caminos? Si tanto está perdido, ¿puede que nos hallemos en condiciones de ponernos a pensar cómo asaltar ese “todo” al que se renunció? Permitámonos la metáfora: ¿seremos capaces de vivir fuera del zoo? Nacidos en cautividad, los animales no humanos no pueden ser liberados en la naturaleza porque no han desarrollado la capacidad de (sobre)vivir en ella. ¿Seremos nosotros y nosotras capaces de aminorar la marcha, mirar con calma a nuestro alrededor, sin vértigos excesivos, y hacernos con una cultura y un acervo de prácticas orientadas a la reapropiación del derecho a decidir nuestras vidas?

El mundo del trabajo asalariado se asemeja a una noria que gira y gira y no se detiene, una noria de la que, por consiguiente, es difícil bajar sin romperse la crisma. También es difícil encaramarse a ella: sus cestas van repletas y, además, pasan por delante de nosotros a toda velocidad. Es, pues, una noria que al mismo tiempo engulle y expulsa. Por si fuera poco, quienes ruedan y ruedan metidos en las rebosantes canastas se muestran propensos a sentirse orgullosos de tener plaza en la bestia giróvaga: en el parque de atracciones, uno tiende a estar contento, incluso a divertirse. Pero es una cuestión de tiempo: pasados días, semanas, meses y años, quedar atrapados en el recinto se convierte en argumento para historias de terror y escalofríos. Sin embargo, tenemos la curiosa tendencia de aplaudir el supuesto logro de permanecer encerrados en el parque de la fatal atracción del trabajo asalariado: tal es la “falsa consciencia” que este puede llegar a alimentar.

La renta básica no ha llegado para destruir parques y norias. La renta básica ha llegado para hacer saltar por los aires las puertas del recinto y, también, para permitirnos accionar la palanca de freno del infausto giro de la noria. Salir del proletariado significa eso: equiparnos de recursos para sortear la desposesión capitalista y, a partir de ahí, decidir cuándo paramos y cuándo volvemos a poner en movimiento los engranajes de las distintas formas de trabajo, remunerado o no, que podamos querer para nuestras vidas. Por ello, salir del proletariado para nada implica salir del trabajo o negarnos como clase trabajadora. Todo lo contrario: salir del proletariado, poder des-proletarizarnos, significa abrir las puertas a la conformación de nuevos grupos sociales de trabajadores y trabajadoras libres que, como tales, escogen las formas y los procesos de trabajo que verdaderamente sienten como propios. Bajo el capitalismo, el gran desincentivo con respecto al trabajo es el propio empleo, son las condiciones bajo las cuales este tiene lugar. Liberándonos de la necesidad de aceptar los empleos hoy disponibles, si es que realmente lo están, la renta básica nos permite recuperar y reformular los incentivos para trabajar, pues nos faculta para que lo hagamos en los espacios y de los modos que estimemos congruentes con lo que somos o tratamos de ir siendo. Los mundos del trabajo -de los trabajos- y los mundos del afecto -de los afectos- constituyen los espacios en los que nuestras vidas adquieren sentido. Que no nos amputen el deseo de habitarlos.

Para ello, el orgullo es imprescindible. Pero no erremos a la hora de proyectarlo. No podemos mostrar conformidad y hasta entusiasmo por pertenecer a la clase de las gentes proletarizadas por el paso del rodillo de la desposesión capitalista. La población afroamericana que se levantó y se levanta para reclamar derechos civiles, la población femenina que se organiza para romper cadenas adquieren, la una como la otra, un “orgullo de pertenencia” que se entiende no porque sea un mero canto referido a una vulnerabilidad compartida que se estima insuperable -ello ahogaría cualquier intento de hacer oír esas voces-; ese “orgullo de pertenencia” se explica porque existe la perspectiva dinámica no, por supuesto, de dejar de ser población afroamericana o femenina, sino de dejar de ser población subalterna, minorizada, por razones de etnia o de género. Donde hay dominación, no hay orgullo de grupo posible sin un horizonte de expectativas que apunte a la propia autodisolución como grupo atropellado por el despotismo y la subalternidad. Lo mismo ocurre con la población proletaria, que lo es porque la desposesión no ha dejado otra alternativa. Rozaría el patetismo si alimentáramos el orgullo de ser ovejas encerradas en el redil, animales enjaulados en los zoos que abarrotan el mundo, mareados moradores de las cestas de la noria; en último término: esclavos a tiempo parcial, como dejó dicho Aristóteles. En cambio, el orgullo de clase adquiere todo el sentido del mundo cuando va acompañado del abierto descaro de quienes aspiran a abandonar rediles, zoos y norias -esto es, a “deshacerse” como clase proletaria- para ocupar espacios de trabajo arraigados en el nervio y la musculatura del poder popular -esto es, para “hacerse a sí mismos” como grupos sociales de trabajadores y trabajadoras efectivamente libres-.

Porque no podemos vivir con el “frenesí propio de los desesperados” del que hablaba Adam Smith. Porque es falso que, como dejó dicho Von Mises, trabajadores y capitalistas se necesiten con el mismo nivel de urgencia, sin que medien asimetrías de poder, sin que nadie nos obligue a nada. Porque, en cambio, sí es cierto que las vidas dañadas por la proletarización -así lo vio la tradición de los Gramsci y los Pasolini- vienen marcadas por la pérdida del control sobre todo tipo de saberes, empezando por los que atañen a lo que hacemos cada día en nuestro puesto de trabajo: produciendo “con el frenesí propio de los desesperados” -o intentándolo-, haciendo equilibrismo encaramados al borde de la cesta de la noria, olvidamos la diferencia entre una col y un guisante, entre un gallo y una lagartija, entre el invierno y el verano, entre clavar un clavo y hacer una muesca, entre encendido y apagado, entre el viento violento y el humo de motores, entre programar y que te programen, entre alzar la mirada y caminar con la cabeza gacha. Y perder el control de lo que se sabe, dejar que caiga en el olvido, equivale a dejar escapar una vida entera.

Por ello, es imprescindible y urgente que ingiramos la píldora roja de Matrix y nos hagamos una buena composición de lugar. Y que tomemos conciencia del lodazal en el que nos encontramos, que siega posibilidades y posibilidades de vida. Y que nos armemos de formas y mecanismos de solidaridad y de rebelión para que, todos y todas, podamos hacer y cuidar mundos en los que convivir perdurablemente. De ahí la importancia de la renta básica. La renta básica, como otras medidas de carácter incondicional, no ha venido para que vivamos de gorra, sino para que podamos disponer de “gorras” con las que tejer una interdependencia compatible con la libertad. Cuestión de preposiciones. Sin ir más lejos, el poder de negociación dimanante del carácter incondicional de la renta básica nos capacita para hacer y cuidar mundos en los que quepan los mercados y la propiedad, pero en los que mantengamos la capacidad de determinar, todos y todas, cuándo y cómo queremos que emerjan y se desplieguen los mercados, si es que lo deseamos en alguna medida, y qué formas específicas de propiedad reservamos para nuestras relaciones sociales. La posibilidad de realizar trabajos escogidos y de articular mecanismos para corresponsabilizarnos con respecto a todos ellos depende de un modo crucial de que ello pueda ser así.

La renta básica no conduce inevitablemente a escenarios sociales de naturaleza post-capitalista. Pero la renta básica se muestra capaz de desactivar uno de los principales mecanismos disciplinantes que hallamos en las sociedades capitalistas, incluidas las que incorporan mecanismos bienestaristas: el carácter obligatorio, forzado, del trabajo asalariado. De ahí las potencialidades de la propuesta en términos de lucha contra la dinámica “desposeedora-y-por-ello-mercantilizadora” del capitalismo.

Por ello, la renta básica toma algo de cada uno de los tres tipos de transformación social que Erik Olin Wright discute y, al mismo tiempo, parece querer escapar de las tres caracterizaciones. En primer lugar, con la renta básica se puede aspirar a una transformación “rupturista”, porque sitúa en el horizonte un rompimiento brusco con las formas de trabajo y de vida existentes; pero huelga decir que la renta básica, por si sola, se halla lejos de servir en bandeja de plata dicha ruptura -y una articulación de instituciones sociales de nuevo cuño- en el corto plazo. En segundo lugar, la renta básica tiene algo de transformación “simbiótica”, pues fortaleciendo el poder social de las clases trabajadoras -la garantía del derecho a la existencia se convierte rápidamente en incremento del poder negociador de las capas populares-, puede resolver problemas prácticos propios de las élites dominantes -por ejemplo, ese flujo de renta es fácilmente traducible en términos de poder de compra-. Sin embargo, la propuesta de la renta básica, por lo menos cuando se formula “desde la izquierda”, no ha llegado para desestresar un sistema repleto de contradicciones, sino, precisamente, para servirse de esas contradicciones para abrir vías de escape de ese conjunto de relaciones sociales con tendencias liberticidas que llamamos “capitalismo”. En tercer y último lugar, se puede pensar la renta básica como un ejemplo de transformación “intersticial” del mundo en el que habitamos, pues ayuda a erigir prácticas y relaciones sociales más allá de las lógicas de la sociedad capitalista -pensemos en formas de cooperativismo y en redes de apoyo mutuo-, pero sin que ello suponga una amenaza inmediata para la clase capitalista. No obstante, si bien es cierto que la presencia de la renta básica -y de instituciones y formas de trabajo de carácter cooperativo a ella asociadas- no implica el colapso inminente del sistema -sugerir lo contrario equivaldría a vender humo-, no es menos cierto que la renta básica se muestra capaz de romper el principal mecanismo disciplinante con el que opera el capitalismo: la desposesión material y simbólica del grueso de las capas populares, lo que las obliga a aceptar sin rechistar aquello que se “ofrece” -que se “impone”- en muchos ámbitos de la vida social, empezando por los mercados de trabajo y los hogares.

En efecto, la naturaleza obligatoria del trabajo asalariado ha bloqueado y bloquea toda una miríada de entornos (re)productivos de factura autónoma que solo pueden emerger cuando el trabajo y los ingresos se desacoplan y unos recursos incondicionalmente conferidos desencadenan todo tipo de formas y proyectos de vida. No son pocos los movimientos sociales que lo están viendo así y que nos animan a agarrar nuestro tiempo por las solapas para sacudirlo hasta hacer visible lo que permanecía oculto o irremediablemente borroso: que en un momento de agudos malestares inducidos por el giro neoliberal del capitalismo, con un viejo pacto fordista que ha sido roto unilateralmente por las élites y con una indignación enraizada en un hondo sentimiento de traición que alimenta ambiciones sociales y políticas sin precedentes en las últimas siete u ocho décadas, propuestas como la renta básica pueden ayudarnos a trascender la disciplina de los mercados capitalistas y a dar a luz a formas de trabajo y de vida indudablemente más libres. En este sentido, la renta básica tiene algo de reivindicación “mínima” -de entrada, aspira “solo” a rescatar a esas grandes mayorías sociales golpeadas por la precariedad y la exclusión capitalistas- y, al mismo tiempo, sugiere mecanismos “de transición” hacia formas radicalmente democráticas –“republicanas plebeyas”, si se prefiere- de comprender y conducir la vida social y económica.

Hay quien ha sugerido que, en caso de disponer de la correlación de fuerzas necesaria para alzar un mundo en el que quepa la renta básica, quizá esta deje de ser precisa, pues en tal caso podríamos aspirar a “algo” que nos llevara todavía “más allá”. La viabilidad política de la renta básica, pues, la convertiría en un dispositivo directamente innecesario. Pero un momento: ¿en qué consistiría dicho “algo”? Y más importante todavía: ¿de qué “más allá” estamos hablando? Conviene evitar en todo momento plantear algún tipo de “fin de la historia” en clave emancipatoria. Por mucho que se logren elevados grados de democracia económica, por mucho que se hallen maneras de concretar políticamente formas de gobierno común de los medios de producción -y de reproducción-, seguiremos, en primer lugar, habitando entornos conflictivos, caracterizados por la presencia de recursos escasos e intereses contrapuestos -las sociedades humanas sanas son esencialmente diversas-; y, en segundo lugar, seguiremos pudiendo y debiendo servirnos de instituciones sociales como los mercados o muy diversas configuraciones de los derechos de propiedad, instituciones sin las cuales la vida en sociedades complejas se hace insostenible. Y ello exige que sigamos equipados, todos y todas, con el poder de negociación necesario para que, en cada contexto socio-institucional, en cada rincón de la vida social, seamos capaces de decidir qué forma damos -si le damos alguna- a dichas instituciones y, así, seamos capaces también de elegir, individual y/o colectivamente, una vida propia.

Por ello, la renta básica aparece como una medida necesaria tanto dentro de formaciones sociales capitalistas, porque nos ayuda a contradecir su dinámica intrínsecamente desposeedora y, así, a hacernos con vidas algo más vivibles, como, precisamente por ello, también fuera de las fronteras del mundo en el que estamos acostumbrados a morar, porque nos permite ir dando forma a posibles espacios de trabajo y de vida de naturaleza verdaderamente democrática, esto es, post-capitalista. En este sentido, la renta básica, siempre dentro de la amplia “economía política popular” en la que debe hallarse inserida, puede ser vista no como la “vía capitalista al comunismo” de la que nos hablaron Van der Veen y Van Parijs hace más de treinta años, sino como una vía polanyiana y, por ello, abiertamente democratizadora y anti-capitalista, hacia un mundo en el que, efectivamente, podamos obtener de acuerdo con nuestras necesidades y, gracias a ello, podamos por fin ir aportando de acuerdo con nuestras verdaderas capacidades.

El capitalismo no es algo natural e inevitable. El capitalismo puede tambalearse, sobre todo si somos capaces de darle un empujón. De hecho, como señaló Marx hace un siglo y medio y, hoy, recuerda con perspicacia Silvia Federici, su propio surgimiento, allá por el siglo XVI, respondió a la reacción histérica de unas oligarquías europeas que armaron una verdadera contrarrevolución para frenar unos avances del pueblo llano en términos de “poder social” que aquellas estimaron inaceptables. La renta básica aspira a desandar ese camino, repensando y reinstituyendo, precisamente, formas de poder social. En los términos de Walter Benjamín, el potencial revolucionario-democrático de la renta básica radica en la posibilidad de poner freno a la locomotora de la historia y pensar otra modernidad, una modernidad no capitalista en la que todos y todas, sin exclusiones, podamos gozar de una libertad que, como tal, no se halle sometida a chantajes y condiciones.

Porque la libertad tiene condiciones. De hecho, conviene explorar en qué sentidos puede la renta básica garantizar parte de las condiciones materiales -y quién sabe si algo de las simbólicas también- de la libertad. Pero el acceso a esa “libertad-que-tiene-condiciones” no puede, en contextos democráticos y democratizadores, quedar sujeto a condición alguna: en este sentido, debe ser “libertad incondicional”. Como diría Thomas Paine, uno de los primeros en incardinar la propuesta de la renta básica en el republicanismo democrático-revolucionario contemporáneo, es una cuestión de simple sentido común.

  1. * Este articulo supone una revisión y ampliación del epílogo de Libertad incondicional. La renta básica en la revolución democrática (Barcelona, Paidós, 2018), del mismo autor.

Categorized | Dossier, Economía, Política

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