Galde 29, verano/2020/uda. Fernando Fantova.-
La situación de pandemia y emergencia vivida a partir de marzo de 2020 puede ser vista como un gran experimento natural que pone a prueba muchas de las concepciones, visiones y mecanismos de la vida social, del funcionamiento de nuestra sociedad. Y nos invita a compartir conjeturas con la finalidad de orientar mejor nuestro trabajo por la transformación social para un mundo más justo.
Uno de los asuntos emergentes en este contexto está siendo el del papel de la comunidad, de las relaciones comunitarias, en nuestras sociedades y en las sociedades del futuro y, al respecto, un ángulo interesante puede ser el del rol de la ordenación del territorio y la construcción, rehabilitación y uso de las viviendas como facilitadoras de esas relaciones que denominamos comunitarias.
Cabe decir, con trazo grueso, que, en las ciencias sociales y en los procesos de transformación social, el concepto de comunidad surge, por oposición al de sociedad, para referirse a colectividades humanas de menor tamaño, con determinadas afinidades que sirven a sus miembros para identificarse entre sí y ante otras personas, vinculadas normalmente a un espacio o territorio abarcable y en las que las relaciones primarias tienen un importante peso específico para su vertebración y, en definitiva, en su constitución (Vega y otras, 2018).
Si nos detenemos un momento en la consideración de las relaciones primarias, podemos definirlas como relaciones afectivas gratuitas y confiadas que se rigen por la reciprocidad, en ocasiones, diferida (Donati, 2018). Así, por ejemplo, en una clasificación de elaboración propia, estaríamos hablando de círculos concéntricos como los siguientes:
·Vínculos familiares o similares fuertes (por compromiso moral de ayuda mutua) con convivencia en el mismo domicilio.
·Vínculos familiares, de amistad o similares fuertes (por disponibilidad efectiva para el apoyo recíproco) con notable proximidad, intensidad o frecuencia.
·Relaciones secundarias (mediadas por organizaciones formalizadas públicas, privadas o solidarias, es decir, por ejemplo, el caso de compañeras de trabajo o militancia, clientes o destinatarias) con proximidad, intensidad o frecuencia considerables y cierto grado de primarización (confianza, afecto, reciprocidad).
·Relaciones de buena vecindad, amistad, familiares o similares de compromiso, proximidad, intensidad, frecuencia o disponibilidad medias.
·Relaciones débiles de reconocimiento, personas conocidas, personas con las que te saludas.
Ciertamente, el funcionamiento social y nuestra vida individual no serían posibles si sólo participáramos en relaciones primarias y, por ello, establecemos relaciones secundarias (es decir, mediadas por organizaciones estructuradas formalmente) como son:
·Las transacciones mercantiles, es decir, aquellas en las que intercambiamos productos o servicios (bienes privados), frecuentemente, en nuestra sociedad, utilizando el dinero como medio generalizado para regular y facilitar dichas relaciones.
·Las relaciones propias de la esfera pública, entendidas como aquellas en las que ejercemos derechos o cumplimos obligaciones legalmente establecidas y que nos permiten a todas las personas disfrutar de bienes públicos.
·Las relaciones de carácter solidario, en las que participamos en la generación, compartición y utilización de bienes comunes mediante la participación en organizaciones cívicas, asociativas, colaborativas, cooperativas o políticas.
Ciertamente, entre estas relaciones secundarias que se producen en la esfera mercantil, pública o solidaria (en esta producción y disfrute de bienes privados, públicos o comunes) puede haber algunas de carácter más comunitario, por su proximidad territorial y humana, por la propia tendencia a la primarización de las relaciones secundarias que se da en ellas: mi relación con mi tendero de la manzana de al lado de mi casa, con mi médica familiar y comunitaria o con mi compañero de asociación vecinal.
Podríamos decir que las relaciones primarias, básicas, primigenias, fundamentales, dan soporte a las secundarias, son su punto de referencia. Cuando firmamos un contrato, cuando estamos ante una juez, cuando nos decantamos por un partido en las elecciones, en el fondo, hacemos votos de confianza que recuerdan en cierto modo los vividos con más intensidad al lanzarnos a la piscina a los brazos de nuestra madre. Del mismo modo que afirmábamos que no podemos vivir sólo en o mediante relaciones primarias, hemos de afirmar que no parece deseable una vida en la que sólo podamos producir y disfrutar bienes privados, públicos y comunes, porque nos faltarían, entonces, los bienes relacionales, aquellos propios de las relaciones primarias. Ciertamente, respetando las legítimas preferencias políticas y la diversidad de contratos sociales, valores morales y culturas compartidas, parece haber bienes que funcionan mejor como bienes públicos, como bienes privados, como bienes comunes o como bienes relacionales. Pero, si se nos preguntase por las relaciones más importantes para nuestra vida, seguramente, haríamos referencia a relaciones primarias, por importantes que sean los bienes privados, públicos o comunes que obtenemos gracias a las relaciones secundarias.
Sin embargo, hemos de reconocer que nos encontramos en un cambio de época importante en cuanto a la configuración de las relaciones primarias, fundamentalmente por la crisis del modelo de familia patriarcal propio de la sociedad industrial, soportada por el sistema de bienestar contributivo. En ese modelo social, las desigualdades económicas derivadas de la posesión o desposesión de los medios de producción se legitimaron como asunto a dirimir en la esfera pública y en la arena política, mientras que la diversidad de identidades (básicamente sexuales y generacionales) se confinaba al espacio familiar. Hoy, en cambio, la diversidad de género, generacional, funcional y cultural (las políticas de identidad) ha entrado de lleno en la controversia política y en la conflictividad ciudadana (Fraser, 2017). La pandemia y la emergencia están tensionando la sociedad en su desigualdad económica, cierto, pero también entre sexos, grupos de edad o por otros ejes de diversidad.
Ese es el contexto en el que hoy nos preguntamos por las virtualidades de unas nuevas relaciones primarias comunitarias, no sólo familiares, y compatibles y sinérgicas con la producción y disfrute de bienes públicos, privados y comunes en la proximidad (por decirlo de otra forma: en la comunidad): ¿puede ser la comunidad, basada en relaciones primarias no necesariamente familiares, un mecanismo o dispositivo relevante de gestión de las diversidades y, en definitiva, de funcionamiento social? Y en el que nos preguntamos también por el papel que la ordenación del territorio y el uso, construcción y rehabilitación de viviendas puede tener en la generación, sostenimiento y enriquecimiento de dichas relaciones comunitarias.
Para responder hemos de advertir que las relaciones de todo tipo de las que venimos hablando (en definitiva, las actividades humanas) se despliegan, inevitablemente en unas coordenadas de espacio y tiempo, de suerte que tanto los espacios como los tiempos van quedando asociados a unas u otras relaciones. Así, hay espacios y tiempos que tienen un carácter más bien público, más bien familiar, más bien comunitario, más bien privado y así sucesivamente. Por eso, sin conocerte, puedo sentarme en la otra esquina del banco largo del parque en el que tú estás sentada pero no puedo (no debo) hacerlo, sin que me invites, en el sofá de tu sala de estar, en la silla de playa que está vacía junto a la que ocupas tú bajo tu sombrilla o en una que está sin ocupar en el corro que rodea a dos mesas en la terraza de un bar. Por eso es más probable que te llame al móvil por un asunto de trabajo un jueves a las diez de la mañana que un sábado a las cuatro de la tarde.
Ahora bien, en lo relativo al espacio, podemos decir que, en nuestra sociedad se ha ido fortaleciendo una fuerte dicotomía entre espacio público y espacio privado, de suerte que se consideraría espacio público aquel por el que cualquier persona puede transitar o en el que cualquier persona puede estar y espacio privado aquel que pertenece a una persona o grupo, aquel que tiene vedado o condicionado el acceso para el resto de personas. Esta polarización entre espacio público y espacio privado no es un fenómeno natural sino que es el fruto de una serie de decisiones que, secuenciadas, podrían tener que ver con:
·El ordenamiento territorial, la planeación urbana y la consiguiente definición de usos y gestión del suelo (para su eventual adquisición).
·La urbanización y rehabilitación de entornos y la puesta a disposición de los habitantes (o de los futuros o eventuales habitantes) de medios de transporte y otros equipamientos y servicios que hacen utilizable la vivienda y le añaden valor.
·La financiación de los procesos de construcción, rehabilitación o adquisición de vivienda.
·La promoción, construcción y venta de viviendas nuevas y la rehabilitación (o mejoras en accesibilidad, eficiencia energética u otros aspectos) de viviendas ya existentes
·La adquisición (y eventual acumulación) de viviendas (de un tipo u otro), el pago de las correspondientes hipotecas, el alquiler de las viviendas y su eventual reventa.
·El uso y disfrute de la vivienda (como vivienda habitual o en menor medida) o su no utilización y el cuidado, mantenimiento o conservación de las viviendas.
Podemos decir que vivimos en una sociedad que, a través de todos esos pasos, contribuye notablemente a la segregación, polarización y vulnerabilidad territorial y, especialmente, a la privatización de la vivienda (por encima del 80% en propiedad, en nuestro entorno), con una concepción del espacio público como entorno de esa vivienda que, frecuentemente, más que por su valor de uso, es tomada en consideración por su valor de cambio y su carácter hereditario (en un país en el que la herencia recibida explica cerca del 80% de la situación económica de las personas). En un contexto así, no sólo es el famoso 1% más rico el que se opone a políticas y dinámicas que promuevan una visión más social de la vivienda y una vertebración más equilibrada del territorio.
Esta estructura residencial, fruto y generadora de desigualdades económicas gravemente injustas, se revela también particularmente disfuncional para la gestión de las diversidades. Tiene un notable sesgo de género (Muxí, 2019) y perjudica, por ejemplo, también, a las personas que, al envejecer e ir perdiendo capacidad funcional y redes primarias, se encuentran frecuentemente en una vivienda inapropiada e inaccesible que, sin embargo, no resulta fácil cambiar por otra solución habitacional.
A la hora de buscar vías para la transformación de este estado de cosas, cabe decir que la situación de pandemia y emergencia, y especialmente las medidas de confinamiento, han contribuido a impulsar algunos debates y oportunidades de experimentación en torno a cuestiones como las siguientes:
·La densidad y el formato convenientes para la vida humana, apareciendo como desaconsejables los establecimientos colectivos (como las residencias de mayores) pero siendo interesante la suficiente proximidad y conectividad vecinal que opere como oportunidad de cuidado, ayuda, compañía y seguridad (Finney, 2019).
·La necesaria complementariedad entre las potencialidades de la proximidad física y las conexiones que ofrece la tecnología digital con la comunicación telemática, la inteligencia artificial distribuida, el procesamiento de grandes cantidades de datos, el internet de las cosas (también de las llevables) o las plataformas colaborativas (Acero y otras, 2019).
·La deseable multifuncionalidad (los “usos mixtos” que reclamaba Jane Jacobs) de los barrios, grupos de manzanas (supermanzanas) o enclaves, que, si bien pueden especializarse en una función en el marco de la ciudad o el territorio, deben gozar de cierta autonomía o capacidad de autogestión en un modelo de economía (y vida) circular y sostenible.
·La potencialidad de “terceros lugares” (en expresión de Ray Oldenburg) o de espacios híbridos o transicionales, simbolizados en este confinamiento, de forma especial, por los balcones, en los que, al salir a las ocho a aplaudir, nos conectábamos de nuevas maneras con vecinas y vecinos (Yarker, 2019).
Balcones, rellanos, patios, lavanderías, comedores, lonjas o vestíbulos pueden pasar de verse como inservibles o privados a considerarse comunitarios. Del mismo modo plazas, terrazas, calles, zonas verdes deben ser ocupados efectivamente por comunidades o lo serán por los coches o, en todo caso, por usos excluyentes y discriminatorios. La comunidad está llamada a habitar su lugar en el mundo y las relaciones primarias y, en general, comunitarias, a romper esa peligrosa dicotomía entre el espacio privatizado y vedado y ese espacio público inhóspito y deshumanizado que nadie siente como propio y apropiado (Gehl, 2016). Correlativamente habrá que explorar más las “tenencias intermedias” (Nasarre, 2020) en materia de vivienda.
Las políticas públicas de urbanismo y vivienda (como, por ejemplo, las de servicios sociales) son hermanas pequeñas de otras políticas públicas mucho más desarrolladas en nuestro entorno, como las de pensiones, seguridad-defensa, sanidad, infraestructuras-transporte o educación. Sin embargo son pieza clave de una agenda compartida de transformación y fortalecimiento de la trama habitacional y relacional de nuestras comunidades y territorios, ahora que, quizá, hemos descubierto que necesitamos mucha mayor diversidad y flexibilidad en la gama de opciones que tenemos para cuidarnos, apoyarnos, acompañarnos, convivir, organizarnos y protegernos en esa vida diaria de nuestros domicilios y barrios, de los que lo queremos (u, otras veces, no podemos) salir.
Esta visión estratégica y social de las políticas y los sectores de la vivienda y el urbanismo no es nada fácil. Sin embargo, ciertamente, hay buenas razones para proponerla como uno de los ejes vertebradores de proceso de reconstrucción, y, entre ellas, no es la menor la gran capacidad de generación de empleo de menor cualificación que tiene el ámbito del urbanismo y la vivienda (junto al de los servicios sociales) y el fuerte componente tecnológico e industrial que, mediante un inteligente proceso de impulso público de la investigación, desarrollo e innovación, deberán contener los domicilios y barrios inteligentes y amigables con la autonomía de las personas y sus relaciones comunitarias.
Referencias
Fernando Fantova. Consultor social. http://fantova.net/
ACERO, Guillermo y otras (2019): Planificación urbana integral. Aprendiendo de Europa. Barcelona, Diputación de Barcelona.
DONATI, Pierpaolo (2018): “The good life as a sharing of relational goods” en Relational Social Work, volúmen 1, número 2, octubre, páginas 5-25.
FINNEY, Tarsha (2019): “The future is social. Rethinking ageing in place” en AGILE AGEING (edición): Neighbourhoods of the future. London, páginas 184-187.
FRASER, Nancy (2017): “¿De la redistribución al reconocimiento?” en BUTLER, Judith y FRASER, Nancy: ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate entre marxismo y feminismo. Madrid, Traficantes de Sueños, páginas 23-66.
GEHL, Jan (2006): La humanización del espacio urbano. La vida social entre los edificios. Barcelona, Reverté.
MUXÍ, Zaida (2019): “Ciudades cuidadoras: de las ciudades de la competencia a las ciudades de la colaboración” en RODRÍGUEZ, Gorka (edición): Hacia una arquitectura de los cuidados. Bilbao, Urbanbat, páginas 181-182.
NASARRE, Sergio (2020): Los años de la crisis de la vivienda. De las hipotecas ‘subprime’ a la vivienda colaborativa. Valencia, Tirant lo Blanch.
VEGA, Cristina y otras (2018): “Experiencias, ámbitos y vínculos cooperativos para el sostenimiento de la vida” en VEGA, Cristina y otras (edición): Cuidado, comunidad y común. Extracciones, apropiaciones y sostenimiento de la vida. Madrid, Traficantes de Sueños, páginas 15-50.
YARKER, Sophie (2019): Social infraestructure: how shared spacies make communities work. Manchester, Ambition for Ageing.