Probablemente, el origen de dicha propuesta haya que buscarlo, por un lado, en la protesta social originada a raíz de la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra en el caso de La Manada por calificar los hechos como un delito continuado de abuso sexual y no como agresión sexual con intimidación. Otra posible razón puede derivar del Convenio de Estambul sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica, de 11 de mayo de 2011, en el que se dispone la obligación de los Estados de adoptar medidas legislativas para tipificar la violencia sexual, incluida la violación, sin discriminar o diferenciar entre abusos y agresiones sexuales.
La propuesta ha generado opiniones en todos los sentidos y no podía ser de otra manera porque la cuestión es complicada. Los argumentos que se esgrimen en contra de la reforma aluden a que la eliminación de niveles diferentes de graduación de los atentados contra la libertad sexual supone el paso a un Derecho Penal sexual superficial, carente de matices y moralista, que parte de la consideración de la mujer como sujeto vulnerable al proponer una regulación que acaba también suplantando la voluntad de las mujeres, por lo que, como antes, se les trata como seres inferiores, débiles, incapaces de decidir por sí mismas lo que desean o no.
A favor de la propuesta se alega el efecto comunicativo del lenguaje, desde una doble perspectiva: por un lado, para la sociedad la distinción entre abuso y agresión sexual no es perceptible, y todos los atentados contra la libertad sexual son calificados de agresión sexual/violación. Por otro lado, el lenguaje también tiene una carga simbólica importante para las dos partes implicadas, víctima y sujeto activo; desde esta perspectiva no es lo mismo comunicar que el autor ha sido condenado como agresor sexual o violador que como abusador sexual y, del mismo modo, para la víctima no tiene la misma carga simbólica ser calificada de víctima abusada que de víctima agredida/violada.
En mi opinión, la denominación común de los atentados sexuales, cualquiera que sea la modalidad de acción empleada para anular el consentimiento, es positiva. La unificación viene justificada porque el atentado a la libertad sexual de otra persona se produce con cualquier acto sexual que se realice sin su consentimiento, por lo que todas las conductas comparten el núcleo común, núcleo fundamental a mi modo de ver, puesto que definimos la libertad sexual como el derecho de cualquier persona a no verse involucrada en un contexto sexual sin su consentimiento. El foco debe ponerse en la ausencia del consentimiento, puesto que es dicha ausencia lo que convierte un acto sexual en violencia sexual. Ello no está reñido con que sea necesario incluir algunos supuestos agravados por considerar que se produce un ataque más intenso a la libertad sexual de la víctima o porque se pueda ver con la conducta un mayor peligro para otros bienes jurídicos.
Por otro lado, este nombre común permitirá una mayor sintonía entre el lenguaje jurídico-penal y el lenguaje de la calle. La reforma opta por la denominación de agresión sexual. Quizás hubiera sido más adecuada otra denominación que permitiera ajustar mejor el foco sobre el consentimiento y evitara la confusión con la definición que el CP actual hace de las agresiones sexuales. Algunas autoras abogan por la denominación de “atentado sexual”.
A partir de ahí, se pueden analizar algunos aspectos concretos de la propuesta:
En primer lugar, merece la pena llamar la atención sobre la siguiente frase: “El que realice cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento”. La frase es redundante, porque no cabe hablar de que se atenta contra alguien si media consentimiento.
La segunda consideración se relaciona con la definición de agresión sexual como todo acto sexual sin consentimiento. La exigencia de este consentimiento implica un cambio importante, puesto que no se exige que la víctima se niegue a mantener relaciones sexuales, sino que exprese, bien verbalmente o por actos concluyentes, que desea mantenerlas. El cambio ha sido criticado, incluso en clave de broma, aduciendo que el sujeto deberá estar constantemente preguntando si la otra persona desea continuar. Esta clase de críticas reflejan un claro desconocimiento de lo que son las relaciones sexuales consentidas. Parece evidente que, por ejemplo, la falta de colaboración o la pasividad por una de las partes puede ser indicio de falta de consentimiento, si se tiene dudas, hay que preguntar. La falta de protesta, la falta de resistencia o el silencio no son consentimiento. Esto no implica que cambie la carga de la prueba, ni siquiera que sea más sencilla la prueba para la víctima, esto significa que para tener relaciones sexuales con otra persona ambas deben estar de acuerdo. Quizás deberíamos plantearnos si no sería más correcto el término “acuerdo” como expresión de una mayor paridad entre las partes. Consentir indica que alguien propone (de forma activa) y la otra parte asiente (actitud pasiva).
El art. 178.2 CP indica que no hay consentimiento cuando se empleen cualquiera de las modalidades recogidas actualmente en el delito de agresión sexual y en el de abuso; lo mismo ocurre cuando el art. 179 se refiere al delito de violación. Podemos preguntarnos si esta equiparación es correcta. La cuestión es si debe haber diferencia de pena entre los casos en los que el sujeto emplea fuerza física o moral para vencer la voluntad de la víctima y los casos en los que se aprovecha de determinadas circunstancias que impiden la resistencia. No considero más grave sujetar a otra persona para tener relaciones sexuales, que tener dichas relaciones con una persona inmovilizada en la cama o con una persona inconsciente o drogada. En mi opinión la equiparación de las modalidades recogidas es correcta con carácter general. De la misma manera, se equiparan distintas modalidades de acción en el delito de prostitución –art. 187.1-. Será el juez en el proceso de individualización de la pena quien, en atención al caso, determine la pena concreta.
Suele oponerse como crítica la equiparación de los actos sorpresivos. Estoy de acuerdo, pero se puede contestar indicando que precisamente los actos sorpresivos no se encuentran entre los recogidos en el párrafo segundo del art. 178. En mi opinión, la mayoría de estos supuestos sorpresivos encajarán en el párrafo 3 del citado precepto.
En cuanto a las agravantes contenidas en el art. 180, me referiré a dos de ellas. Considero criticable la circunstancia 4ª, que agrava la pena cuando la víctima es pareja o ex pareja del autor, porque creo que a los delitos contra la libertad sexual les es aplicable la circunstancia genérica del art. 22.4 CP -agravante por razón de género-. En mi opinión, la inclusión de esta agravación puede dar lugar a pensar que sólo constituirán violencia de género aquellos casos en los que la víctima sea o haya sido pareja del autor y no en otros casos. Desde la perspectiva de género, no comparto la idea de que sea más grave el ataque sexual a la esposa que a otra mujer y por ello creo que es más adecuado la aplicación de la agravante genérica en ambos casos.
La segunda circunstancia agravante que merece al menos una reflexión pausada es la 6ª, que incrementa la pena cuando el autor utilice fármacos para anular la voluntad de la víctima. En mi opinión, la utilización de fármacos es equiparable a las modalidades de acción descritas en el art. 178.2, pero tengo dudas de que sea más grave. En todo caso, la razón puede estar en la anulación total de la posibilidad de defensa por parte de la víctima.
Por último, resulta criticable el mantenimiento del actual Capítulo II bis relativo a los actos sexuales sobre menores de 16 años en los que se sigue diferenciando entre abusos sexuales y agresiones sexuales. Considero que, si se van a unificar estos delitos en los supuestos en los que la víctima es mayor de 16 años, no hay motivo para no unificarlo cuando se trata de menores. Y ello no solo por una razón de coherencia sistemática, sino porque le son aplicables las mismas razones ya expresadas. Los abusos sexuales a menores suelen provenir de familiares o de personas de referencia, frente a los que los menores no pueden o no se atreven a enfrentarse. Suelen además durar mucho en el tiempo. La consideración de estas conductas como menos grave que otras en las que se utilice violencia o intimidación, es difícil de sostener, por no añadir además de que en muchas ocasiones son difíciles de diferenciar. [Nota: Esta cuestión ha sido modificada en el segundo borrador del Anteproyecto, que se ha publicado con posterioridad a la entrega de este texto].
Inés Olaizola Nogales. Catedrática de Derecho Penal de la Universidad Pública de Navarra.