María Valvidares Suárez. (Galde 04, otoño 2013). El deseo de una unión política entre los Estados europeos no pertenece, ni mucho menos, al siglo XX. Sus huellas pueden rastrearse ya en el siglo XVII, en propuestas como la que conocemos bajo el nombre de Grand Dessein –atribuido al rey francés Enrique IV-, o en la del cuáquero William Penn, cuyo título es más explícito que los anteriores en cuanto a la razón principal que debía llevar a los soberanos europeos a buscar la unión de Europa: Ensayo sobre la paz presente y futura de Europa. En todos ellos, el sujeto político ya no es la cristiandad, sino los soberanos europeos.
Estos “proyectos de paz”, que no fueron acogidos por las monarquías reinantes -en general celosas de su recién “adquirida” soberanía estatal–, responden a diversas motivaciones: consideraciones humanistas, ansias imperialistas, intereses políticos y económicos… Pero en todo caso, ponían de relieve cómo, para alcanzar tales fines, había una condición insoslayable: la paz, o más bien, la exclusión –o regulación- del uso de la fuerza en las relaciones entre los Estados europeos. Entre estos –se afirmaba- debía firmarse un contrato social similar al que, según autores como Hobbes y Locke, explicaba la existencia del Estado; es lo que se conoce como la analogía doméstica en el plano internacional.
Como es bien sabido, “bastaron” dos guerras mundiales en menos de medio siglo para convencer a los Estados de que la unión de Europa debía ponerse en marcha. Sin embargo, cuando pregunto a mis alumnos en clase, casi ninguno es capaz de responder cuál fue el objetivo principal de la creación de las Comunidades Europeas. Alguno apunta al mercado común, la libre circulación, la moneda única, etc., pero, ni siquiera tras recibir el premio Nobel de la paz, se conocen las palabras de la Declaración Schuman. No dice nada bueno de los alumnos, pero considero que es solo un síntoma que no debe ocultar lo importante: la Unión Europea se ha construido de espaldas a la ciudadanía, algo que evidencian las bajísimas cifras de participación en las elecciones al Parlamento Europeo.
A pesar de que en 1979 la asamblea europea dejó de ser una cámara en la que los diputados eran designados por los parlamentos nacionales y pasó a ser elegida por sufragio universal, en ningún momento ha llegado a tener una dimensión verdaderamente europea, es decir, que represente a los ciudadanos en tanto que europeos, y no en tanto que nacionales de los diversos Estados miembros. Asimismo, y aunque su papel ha ido cobrando más importancia en los procedimientos de decisión, no puede decirse que la función legislativa a nivel europeo la realice una cámara de representación elegida directamente por los ciudadanos. En el mejor de los casos el procedimiento de decisión se comparte con el Consejo de la Unión Europea, órgano de naturaleza intergubernamental formado por los representantes ministeriales de los diferentes gobiernos nacionales, y la iniciativa corresponde a la Comisión Europea, órgano que representa los intereses propios de la Unión, pero que es nombrado por los gobiernos nacionales. Así pues, y al margen de las decisiones en sí (y por tanto, de lo que podríamos llamar la legitimación democrática “de ejercicio”), lo cierto es que la legitimación de “origen” es indirecta, y el elemento gubernamental fue en sus inicios -y sigue siendo a día de hoy- predominante, algo que no se corresponde con nuestros estándares democráticos estatales. Sin negar legitimidad democrática a estos órganos por el hecho de no ser elegidos directamente por los ciudadanos en un proceso electoral, hay que tener presente que la mayor parte de los Estados miembro tienen una forma de gobierno parlamentaria, lo que significa que sus Gobiernos ya poseen una legitimación indirecta. Y, lo que para mí es más significativo, al predominar el elemento gubernamental -que normalmente es expresión de una mayoría determinada- se pierde el elemento de pluralismo que forma parte de la esencia del principio democrático y que ha de caracterizar el debate legislativo. A esta situación se suman unos procedimientos de decisión absolutamente farragosos, tanto como los propios Tratados fundacionales, difícilmente comprensibles por la mayor parte de la ciudadanía. Todo ello dificulta, en último término, el control de la toma de decisiones en el seno de la Unión, lo que se ve incrementado por la falta de una verdadera esfera de opinión pública europea, acrecentando la distancia entre la ciudadanía y las élites políticas europeas. En una época en la que la exigencia de transparencia en la forma en que se ejerce el poder político es inherente a la democracia, la persistente opacidad del funcionamiento de la Unión plantea dudas, esta vez sí, desde la óptica de la legitimidad democrática de ejercicio. No quiero restar importancia a los esfuerzos de información y comunicación que realiza la Unión Europea, comenzando por su propia página web, pero la posibilidad de acceder a muchos documentos no implica, per se, una mayor facilidad para comprender su funcionamiento y, por tanto, poder controlarlo. El fracaso del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa supuso, en este sentido, una decepción para quienes veían en él un intento de avanzar en la construcción política europea –ya hemos visto el daño que puede causar la creación de un poder económico si se descuidan los instrumentos políticos necesarios para su control-, incluso aunque muchas de las previsiones de dicho Tratado tuvieran, sobre todo, un carácter simbólico. Toda referencia constitucional, cualquier nombre o adjetivo que pudiera hacer pensar en un pueblo o demos europeo, quedó fuera de los planteamientos de la última reforma de la Unión operada por el Tratado de Lisboa.
La Unión Europea sigue inmersa en una dinámica en la que los procesos de ampliación al Este –una especie de “expiación” de la culpa por haber abandonado al otro lado del telón de acero a Estados “hermanos”- implican una parálisis de los procesos para profundizar en la integración. La dificultad para abandonar el principio de nacionalidad, incluso en instituciones que no han de representar los intereses de los Estados, incrementa en todo caso la complejidad de los procedimientos decisorios.
En último término, pero no por ello menos importante, el enorme desequilibrio entre la dimensión económica –fuertemente liberal- de la Unión y la social está poniendo en riesgo el respaldo del proyecto europeo, debilitando incluso el misérrimo consuelo de pensar que, en todo caso, se está mejor dentro de la Unión que fuera. Pero no deberíamos engañarnos: la Unión Europea –al igual que el resto de instituciones internacionales, de legitimidad más o menos dudosa- no es más que lo que los Estados quieren que sea. Así que si queremos que sea de otra manera, no deberíamos perder de vista que aquellos a quienes hay que reivindicar no son sino nuestros gobernantes estatales.
María Valvidares Suárez. Dpto. de Derecho Público, Universidad de Oviedo