(Galde 16, otoño/2016). Julián Ríos.
La convivencia social necesita del Derecho Penal y de las instituciones que lo sostienen: policía, jueces, fiscales, funcionarios de prisiones, abogados, forenses, etc. Es preciso que el Estado pueda ejercer el monopolio de la violencia en la prevención y gestión del delito.
La intimidación que la pena genera tiene efectos preventivos, sin duda. También los tiene la orientación positiva en los comportamientos humanos que reside en la descripción de las conductas delictivas. Ahora bien, cuando el sistema penal busca la eficacia frente a la libertad, la dignidad y los derechos humanos, se vuelve ilegítimo y potencialmente peligroso.
La tensión entre las políticas de orden y seguridad, por un lado, y las de libertad y derechos humanos por otro, siempre está de actualidad. Los gobiernos, en general, y el último del Partido Popular, en particular, son un claro ejemplo de utilización del Derecho Penal en su beneficio político y en la vertiente represiva del orden. En este sentido, son de sobra conocidas las reformas legales que generan una limitación de derechos. Por ejemplo, en la Ley de seguridad ciudadana (de carácter administrativo-sancionador), la introducción de la cadena perpetua, eufemísticamente denominada “revisable”, el incremento de penas de prisión, la introducción de nuevos delitos que antes eran faltas, el endurecimiento de los requisitos para la aplicación de alternativas a la prisión, la modificación restrictiva del principio de justicia universal, o la limitación de los plazos de instrucción (de carácter procesal). Estas medidas sirven a un electorado conservador que, alentado por determinados medios de comunicación, busca en el castigo punitivo la seguridad personal, social e ideológica. Son desconocedores de las “miserias del sistema penal”. Las tiene, variadas y graves, porque afectan a derechos fundamentales, incluso de quienes se sienten intocables por él (aunque, si les alcanza, harán todo tipo de artimañas jurídicas para eludir la responsabilidad penal; baste señalar, como ejemplo, los casos de corrupción política en los que están involucrados el PP y el PSOE).
Sí, en el sistema penal hay muchas miserias y mucho dolor. Varios ejemplos: El número de detenciones con ingreso en calabozos sigue siendo muy elevado -más de 300.000 personas en 2015-, y ¿qué ocurre con las personas a las que luego se les archiva la acusación?, ¿quién les repara de una detención arbitraria? Las condiciones de la detención en las comisarías siguen siendo objeto de críticas por los malos tratos recibidos –ver informes de la Asociación contra la tortura y los del Mecanismo Nacional de prevención de la tortura del Defensor del Pueblo-. A las personas que ingresan en prisión preventiva y, posteriormente, son absueltas o condenadas a una pena inferior, ¿quién resarce el daño? La débil defensa, en algunos casos, de personas sin recursos que conocen a su abogado en la puerta de la sala de vistas (esto no ocurre con los delincuentes de corrupción política y económica, que cuentan con los abogados más preparados y con el asesoramiento de catedráticos de universidad). La tensión psíquica de quedar sometido a un proceso penal, las duras condiciones de las cárceles, las graves consecuencias físicas y psíquicas de la estancia en ellas… Por no hablar de los Centros de internamiento para extranjeros, que son un insulto a la dignidad de quienes nunca delinquieron; o los centros de reforma de menores en manos privadas.
¿Y la víctima?, ¿quedó amparada, protegida, satisfecha, escuchada? Lamentablemente no, salvo excepciones. Cuando después del delito las necesidades de las víctimas continúan sin ser resueltas, algunas de ellas, no todas, las que más acceso tienen a los medios de comunicación, exigen «penas justas» que concretan en que quienes delinquieron cumplan la mayor pena posible. Buscan tranquilidad personal, no ya desde la venganza privada sino desde el espacio público; intentan calmar su sufrimiento buscando dolor en el agresor. Esta ecuación, aunque legítima, no parece muy acertada, en mi opinión. Primero, porque la única pena justa es la que tiene un límite: el respeto a la dignidad, a la humanidad del penado y al carácter necesariamente resocializador de la pena. Por otro lado, pedir dolor por dolor, lo único que provoca es incremento de sufrimiento, no alivio. El Estado no debe someter su actividad, que ha de atender al interés colectivo, a la presión mediática e ideológica de un sector de la sociedad, por muy legítimas que sean sus peticiones en el plano individual. La paz y la justicia más que de venganza hablan de verdad, reparación, diálogo, responsabilidad y pena razonable, respetuosa con la dignidad y las posibilidades de reinserción social.
¿Más rigor penal implica más seguridad? No. La seguridad ciudadana es un concepto amplio y difuso que depende principalmente de la información sobre la delincuencia que ofrecen los medios de comunicación, a partir de los datos que a diario aportan las oficinas de prensa de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, así como de las reflexiones realizadas sobre juzgados y tribunales por periodistas y otras personas que trabajan en los medios de comunicación como «creadores de opinión».
Un hecho cierto es que una mayor información sobre delitos genera una mayor sensación de inseguridad. El miedo se transmite como una pandemia emocional. Así se demuestra mediante las encuestas de victimización, según las cuales el volumen real de la delincuencia siempre es menor que el percibido por la ciudadanía. En una de las últimas investigaciones del ODA1, se señala que el 88,8% de los encuestados creía que la delincuencia había aumentado mucho o bastante, cuando la experiencia personal de las víctimas y los datos objetivos reflejan lo contrario. Este efecto se consigue al combinarse y confluir los distintos objetivos perseguidos por quienes manejan las cifras y quienes las ponen a disposición de los ciudadanos: mientras los medios buscan sensacionalismo como forma de aumentar sus cuotas de audiencia, las oficinas de prensa de la policía buscan su protagonismo político y social. Estos dos factores unidos dan lugar a que, en determinados tiempos políticos, se incremente o disminuya la información sobre los comportamientos delictivos de la ciudadanía. Y no es extraño que esta información se haga coincidir con momentos concretos que interesan al poder político para desviar la atención de otros asuntos de mayor relevancia. Aunque la racionalidad pragmática desaconsejaría el incremento punitivo, los políticos adoptan esta respuesta porque no pueden o quieren oponerse a la opinión pública, a una opinión pública previamente manipulada.
En estos tiempos, la inseguridad más grave para muchos millones de españoles es la supervivencia –laboral, doméstica, alimenticia–. Con un 24% de paro, una reforma laboral que ha conducido a condiciones precarias de trabajo, el grave problema de la vivienda (hipotecadas con cláusulas abusivas, que se ejecutan sumariamente y provocan desahucios cruel y violentamente practicados), el desmantelamiento de los servicios sociales (particularmente dramático es el caso de la clausura de numerosos centros de atención a drogodependientes), la reducción de profesionales de la salud y particularmente la mental; las consecuencias, en suma, de los recortes sociales con la coartada de la crisis económica, aumenta la sensación subjetiva de inseguridad personal. Y, el Estado, incapaz de hacer frente a ésta, más auténtica y real que la vinculada al delito, intenta suplantarla y simular su resolución por la vía de la expansión ilimitada del derecho penal. Un remedio fugaz, ya que sólo cumplirá su función el día en que se anuncie la reforma. Posteriormente, la sensación pública de inseguridad continuará igual, porque no se ha intervenido ni sobre las causas sociales que originan las situaciones precarias y los comportamientos delictivos (adicciones, problemas mentales, déficits en la socialización, pobreza e injusticia estructural a nivel nacional e internacional, entre otros), ni sobre el origen de la sensación de inseguridad colectiva: desinformación de las instituciones del sistema penal, unida a la desproporción y desmesura informativa sobre los crímenes cometidos en casi todas partes del mundo.
1 «Evolución de la delincuencia en España: Análisis longitudinal con encuestas de victimización», Observatorio de la Delincuencia (ODA). Instituto andaluz interuniversitario de Criminología, en Revista Española de Investigación Criminológica 8 (2010), p. 22.