(Galde 13, negua/invierno 2016). Txema Montero. Trato de entender el porqué de las buenas expectativas electorales de Podemos para las próximas elecciones al Parlamento Vasco. No resulta fácil dar con una respuesta definitiva, pues esa formación política tiene todo por demostrar ya que lo poco que se ha visto de su actuar en las instituciones vascas en las que está presente roza con la inanidad. Por lo tanto y a la espera de mayor concreción en sus hechos de futuro, deberemos abordar la cuestión de la fascinación de Podemos entre los electores vascos desde otra óptica menos tangible, la de la ilusión que genera en una parte importante de nuestra sociedad.
Me sitúo entre aquellos que sostienen que la peor de las ilusiones sería una sociedad sin ilusiones. Sin idealismo, la política se reduce a una contabilidad social, a la administración cotidiana de personas y cosas. Podemos ha irrumpido en la política vasca con un llamamiento a la ilusión, al “sí se puede” que rebose el estancamiento político y social en el que nos encontramos. Ofrecen el cambio superlativo; una nueva política consistente en acabar con la corrupción, con el viejo sistema de partidos asentado sobre partidos viejos. Proponen la máxima transparencia de los organismos públicos y la equidad en la transferencia de rentas entre “los de arriba y los de abajo”. Una política desde la gente, para la gente y por la gente, “la vida buena” aristotélica.
El verbo es la obediencia al Padre y todos los males llegaron a la adanidad por la desobediencia. ¿A que obediencia me refiero?: A la debida al principio de realidad. Porque la cuestión no es tanto distribuir bien la riqueza sino crear la riqueza que hay que redistribuir. Como dijo Maynard Keynes, “No basta con que el estado de cosas que queremos promover sea mejor que el que le precedió; ha de mejorar lo suficiente como para que compense los males de la transición”. Aquí se halla mi primera reserva sobre Podemos, sus propuestas económicas, inabordables en la situación que padecemos, van más allá de la ilusión, se adentran en la esperanza indeterminada y conllevan un cierto lastre moral.
La radicalidad política lleva casi siempre aparejada un cierto amor al fracaso, un sustentar alternativas imposibles que se difuminan apenas presentadas en público. En su corta historia, Podemos ha ofertado salarios mínimos de cuantía inabordable para las arcas públicas, reformas constitucionales imposibles de alcanzar con la representación partidaria actualmente presente en el Parlamento o el derecho a decidir de Catalunya y Euskadi. No se han olvidado de otras más materiales: vicepresidencia, ministerios y órganos de poder -CNI-BOE-TVE- que desearían gestionar en un inmediato gobierno. Esta virtud de la radicalidad, “seamos realistas, pidamos lo imposible”, no la compartimos quienes amamos el éxito, el progreso social con el mínimo conflicto posible, el imperativo de integrar el conflicto en el cauce democrático, resolverlo por sus cauces y nunca confrontarlo con la propia democracia. Este es el punto de presión y temperatura social en el que el principio de realidad se transmuta en principio de legalidad; la buena ley que resuelve el conflicto hasta que otra buena ley la sustituye si la anterior demuestra obsolescencia. La incapacidad para entender en su sentido más profundo el principio de legalidad, lleva a la Izquierda Abertzale a vivir una historia sin presente, pues no encuentra su hueco en la nueva situación, y a Podemos a vivir una historia sin pasado, pues está en la creencia de que antes que ellos no hubo nadie que se ocupara de la corrupción o de la cohesión social.
Nos hemos convertido en consumidores no solo en nuestra vida económica, sino también en nuestra vida política. Escoger es elegir y lo que se trata es de conseguir del elector la coherencia de su elección. Porque el objetivo es transformar la mayoría social en mayoría política, el programa que presente cualquier formación política con pretensión de éxito debe ser plural, inclusivo y amplio. Consecuentemente, ese partido deberá abandonar la premisa hasta ahora generalmente aceptada de que mis amigos son mis amigos cuando piensan políticamente como yo. ¿Está Podemos en condiciones de conseguirlo? Lo estuvo mientras se presentaba como un movimiento de indignados abierto a todos los acimuts políticos, tal y como se presentó en las elecciones al Parlamento Europeo del 2014. Empezó a abandonar esa pretensión de partido-atrapa-todo cuando marcó sus “líneas rojas”-que no son otra cosa que campos ideológicos- después de los resultados, por debajo de las expectativas, en las municipales, autonómicas y generales de 2015.
En Euskadi, de las cuatro candidaturas que se presentaron a las elecciones internas de Podemos interesaba conocer si la triunfadora mantendría una relación con la central de Madrid como Regnum socium -en condición de igual a igual- o simple parte adnexae, territorio anexo. El raquítico triunfo en votos, que no en representantes, de Nagua Alba abona la impresión de que entregará la organización a Iglesias y Errejón como si fuera un mueble. Catástrofe y retroceso, pues si Podemos ha conseguido confluir con las Mareas de Galicia o Compromís de Valencia comienza a resultar inquietante que en Catalunya y Euskadi su organización interna reproduzca el viejo sucursalismo.
Convertida en una fuerza política decisoria pero no decisiva, en estos tiempos en los que la gente de la imagen ha suplantado a la gente del libro y en la desvergonzada cultura de escaparate en la que vivimos, cuando la vida política se reduce a los platós de televisión, Podemos aporta a su causa extravagancia, fervor y audacia en las tácticas. Y posee el don para sacar de quicio tanto a amigos como a enemigos. A los primeros, por expresar tanta banalidad recurriendo a las autoridades intelectuales y equivocándose al citarlos. A los segundos, por el uso que hacen Iglesias, Errejón y Bescansa de latiguillos “los de arriba y los de abajo, “gente”, “casta”; monótonos pero autoritarios, como los preceptos de San Pablo. Y latiguillo por latiguillo se hace urgente encontrar uno para definir a Podemos una organización que practica la cooptación amistoso-familiar. En la historia romana se llamó “nepotismo”, de nepote o sobrino; en la capitalista “stablishment” perteneciente al sistema; en la soviética “nomenklatura” por la lista de los cargos del partido que disfrutaban del poder junto con sus familiares. Cada vez se percibe con más nitidez que para ser miembro de la dirección de Podemos, al parecer, hay que pertenecer o esta estar conectado con la universidad madrileña.
Los recientes debates sobre la investidura celebrados en el Congreso de los Diputados han servido para conocer a un Pablo Iglesias, parlamentario de nuevo cuño, capaz de hablar sin ornamentos, de explicar ideas complejas de forma sencilla y denunciar las tropelías pasadas de la forma más descarnada y hasta ahora no oídas en sede parlamentaria. Lo malo es que esa radicalidad, esa forma superlativa del morado, va acompañada de una retórica del comadreo que despista al observador político y me temo qua también a la ciudadanía. Cada spot visual: amamantar en el escaño, beso “soviético lihgt”, invocación dispersa de autores de diverso pelaje ideológico, aproximan a PODEMOS al radicalismo de salón y convierten sus intervenciones en una retórica del comadreo, un desembalaje de lo superfluo que deja el Congreso repleto de abalorios y cachivaches de imposible uso político.
Podemos es una consecuencia de la licuefacción de lo hasta ahora sólido: el sistema de partidos de la Transición española. Lo que ocurre es que la estructura organizativa de Podemos, y su actuación política exclusivamente mediática y simbólica la han gasificado y convertido en la niebla en la que todo se confunde. La organización 4.0 se ha reconvertido en el cazadero de los furtivos. La gestión por parte de unos pocos dirigentes de un gran caudal de fervorosas adhesiones in pectore pero con escasa militancia presencial, traerá como consecuencia, ya se empieza a detectar, el engrosamiento de Podemos a base de buscadores de renta política que acabarán por torpedear al proyecto. No tengo capacidades proféticas. Muy lejos de mi intención ejercer de Daniel (5:1-31), en el palacio de Baltasar, pero comienzan a resultar inquietantes los signos de fraccionamiento que aparecen en las organizaciones de Podemos en Madrid y las distancias que se evidencian con Compromís, Las Mareas y En Comú Podem. El dedo que escribe en la pared: “Mene, Mene, Tequel, Ufarsin”: “Ha contado Dios tu reino y le ha puesto fin; has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso; ha sido roto tu reino y dado a los medos y a los persas”. No me parece inminente la caída de la babilonia podemita.
Hasta entonces, Podemos obtendrá un buen resultado electoral en Euskadi. Promueve ilusión mientras otros partidos de su espectro político ofrecen reiteración. Su base electoral comienza a perfilarse: una mezcolanza de degradados por la crisis, no necesariamente excluidos sociales -esos no esperan nada de la política ni de los políticos-, debutantes políticos a la espera de su oportunidad, clases pasivas temerosas del presente y mucho capítulo I de los presupuestos públicos -funcionarios y afines- para quienes el viaje a lo incierto tiene pagado el pasaje de vuelta.
No es la política quien ha envejecido en nuestro país, es el propio país el que ha envejecido y con él todo a la vez. No sería poca cosa que la irrupción de Podemos en el Parlamento Vasco supusiera una inyección de ilusión, pero creo que tal maravilla no sucederá porque llega a la cita más interesado en estar que en ser. Cuando el dónde desplaza al porqué y el con quién al para qué la ilusión se desvanece y la desilusión ocupa su lugar.
Txema Montero
Abogado.