(Galde 15 – verano/2016). Jasón & Argonautas. Visto este verano en Machu Picchu, morada de los dioses incas. Unos privilegiados turistas husmean febrilmente entre las ruinas de tal indefinible maravilla absortos en sus smartphones: al parecer, detectan un aviso de pokémon suelto. ¿Qué piensa un dios cuando los mortales que suben a su montaña mágica durante tan solo unas horas una vez en su vida las dedican a perseguir geniecillos infantiloides? ¿Envidian a estos intrusos de colores, se sienten amenazados? Quizás les confirme –otra vez- la vacuidad de lo humano. Después de todo, de los lejanos sapiens cazadores-recolectores conservamos aún nuestra excitación por meter al zurrón todo aquello que en nuestro deambular podamos poseer, incluso sea de utilidad tan dudosa como estos adictivos personajes.
Ya hemos digerido el selfi, un fenómeno social de intromisión masiva del ‘yo’ en una realidad preferentemente distinguida: ‘yo y la mona lisa’, ‘yo y la muralla china’, ‘yo corriendo delante de los toros del encierro’, ‘yo en mi coche segundos antes de morir en accidente’ y así. Antes habíamos agotado las cartografías paralelas de la realidad física imperfecta y una realidad virtual habitada por avatares superadores de nuestros límites en juegos (Sims, SecondLife, Avatar…) y redes sociales. Pokémon Go provoca ahora una rotura de la estanqueidad entre ambas e introduce lo virtual como objeto en la naturaleza. La ‘realidad aumentada’ da un nuevo paso hacia la ‘realidad ocupada’.
¿Qué de bueno trae tal novedad? Unánimemente, los ciberutópicos –en definición de Morozov- saludan fascinados el nuevo fenómeno, deslumbrados ante la posibilidad futura de experimentar nuevas dimensiones de una realidad ensamblada con piezas seleccionadas de los dos mundos bajo el mando del smartphone ritual. A falta de que la tecno-ficción se traduzca en hechos, su entusiasmo no puede ocultar la debilidad argumental de los beneficios inmediatos: los hikkikomoris abandonan sus habitaciones, el descubrimiento colectivo de nuevos lugares y otros similares que poca cosa parecen ante la magnitud del artefacto.
Ante todo, reivindiquemos el juego. Berger sugiere la posibilidad de “jugar a la sociedad”, porque “la sociedad como conjunto tiene el carácter de una representación” y J. Huizinga afirma en Homo Ludens que “es imposible comprender la cultura humana a menos que la observemos bajo el aspecto del juego y la travesura”.
Vale, pero ¿deberíamos desconfiar? Con todas las correcciones que Kant quiera, la realidad es cosa simple: tiempo, espacio y un principio de causalidad que encadena los hechos de la naturaleza y de los humanos. Pokémon Go invade los tres con intereses aún por desvelar. Enajena de parte de su tiempo finito a decenas de millones de personas en un afán adictivo que agota sin saciar (¡quépena de horas inertes sin sentido ni crecimiento!). Viola las demarcaciones del espacio: intimidad, espacio público, centros de espiritualidad… Sin permiso de nadie ni pauta conocida, cualquier rincón de la realidad puede ser alterado según los intereses de Nintendo. Y abre una perspectiva sombría y poco paranoica de dominación sobre la sociedad de internet. Oliver Stone definió Pokémon Go como la última arma del ‘capitalismo de la vigilancia’.
Una vez abiertas las puertas del coliseo de la realidad para esta tecnología sin pauta ética aparente, lo peor es pensar en los cientos de mentes brillantes que estarán delante de sus pantallas en este momento diseñando los futuros desarrollos de la realidad. No son ciberutópicas ni trabajan para el bien común: cobran de opacas élites empresariales que tienen poder de generar fenómenos acelerados y globales en beneficio propio. ¿Por qué no se manifiesta un mayor recelo intelectual?
Hay quienes somos más de unir realidad y ficción al modo que lo hicieron en el ‘año sin verano’ (cumple ahora 200) Mary Shelley, Byron y los demás residentes en Villa Diodati. El invierno volcánico y las conversaciones gozosas sobre arte y ciencia alumbraron entonces el género de terror con dos de sus máximos mitos: Frankenstein y el vampiro. Una cosa es el genio y otra la máquina y el colorín. No hay comparación.