Galde 19 (verano/2017). Amparo Lasheras[1].
La primera referencia al poder de la prensa la encontré cuando estudiaba bachillerato y, todavía adolescente, me debatía en la coyuntura existencial de saber qué quería ser en la vida. Se trataba de un artículo que encontré al azar en un antiguo ejemplar de Selecciones de Reader´s Digest, una revista estadounidense, de corte conservador y anticomunista, que comenzó a editarse en el Estado español en 1940. Lo descubrí en una especie de armario inservible donde mi familia había guardado discos del viejo gramófono, prensa republicana, revistas y novelas ilustradas de los años 20 con obras de Gorki, Malraux, Stevenson, Dickens o Chejov, cuadernos de cultura popular editados por los anarquistas entre 1930 y 1933, algunas obras de Conan Doyle, Julio Verne o Agatha Christie, publicadas en 1940, y unos pocos números de Selecciones de la década de los 50. El reportaje al que me refiero, titulado «El Cuarto Poder», analizaba la influencia de los periódicos británicos en la opinión pública y cómo desde 1702, año en que apareció la primera edición del Daily Courant, tenían su sede en la céntrica Fleet Street, hoy un lugar de obligado recorrido turístico en Londres. La calle fue durante décadas un hervidero de periodistas al estilo de la novela negra, de noticias, rumores y exclusivas que iban y venían de los pubs a las redacciones hasta que, en 1986, gobernando Margaret Thatcher, el magnate de la comunicación Rupert Murdoch decidió trasladar parte de sus diarios y tabloides (The Times, The Sun, News of the World) al este de Londres, al barrio industrial de Wapping. Iniciaba así, con las nuevas tecnologías, una reconversión de la industria periodística que se saldó con el despido de miles de trabajadores, la mayoría de ellos sindicados, lo que facilitó la casi desaparición de la acción sindical en detrimento de los derechos laborales de los periodistas y, también, el comienzo del desastre, del deterioro de la verdad y la honestidad en la información. El desmantelamiento de la conciliación social y el estado de bienestar, iniciado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher en los 80, iba a necesitar un “nuevo” ejercicio y concepto del periodismo, un frente mediático que controlase la opinión pública y no cuestionase las políticas neoliberales que se aplicarían en el futuro.
El artículo que menciono al principio, escrito en plena Guerra Fría, explicaba el importante papel de la prensa en la constitución del “mundo libre”, construido al finalizar la II Guerra Mundial. Es cierto que el reportaje se sometía a las simpatías ideológicas de EEUU y arremetía con la realidad de los países socialistas pero, al menos, en la práctica del periodismo, todavía defendía, aunque fuese en voz muy baja, la objetividad de la información, siempre necesaria para ofrecer a la población un relato de los hechos lo más cercano a la verdad. Bajo esa idea, el periodista se convertía en notario de la realidad y, por lo tanto, la responsabilidad de su oficio debería exigirle la práctica de una rigurosa ética consigo mismo y con la sociedad. Hoy, en la era de lo que llaman la postverdad, donde la manipulación de un titular y la mentira rápida de un mensaje se consideran verdades inapelables, en los grandes emporios de la comunicación y también en los medios públicos e incluso en las redes sociales, la ética y la idea de una actitud de responsabilidad en el oficio de informar o escribir carecen de valor, se consideran irrelevantes. En general y salvo honrosas excepciones de proyectos independientes, comunitarios o de algunos intrépidos free-lances, han sido suplantadas por la censura que, bajo la presión a ser despedido, el periodista ejerce sobre sí mismo y por la disposición voluntaria y desideologizada de saber callar, del servilismo agradecido ante los intereses de quien paga o gobierna. En lugar de reflejar la verdad de lo que ocurre, las grandes empresas de la comunicación, creadas en el más genuino modelo ultraliberal y globalizado del capitalismo, han logrado que el periodismo pierda sus principios, doblegue a sus trabajadores con una precariedad abusiva, con sueldos de vergüenza y se convierta en una industria de fabricar noticias en cadena y corrientes de opinión al servicio de los intereses económicos y políticos del poder. En realidad, en el siglo XXI, estos grupos de comunicación han desprovisto al oficio de informar de crítica, denuncia y libertad ideológica. En las estrategias políticas del sistema se ha constituido y se utiliza al periodismo como un importante y combativo frente para la alienación colectiva de una “ciudadanía aturdida”, propagando la incultura del populismo más “fascistoide” y, de una manera subliminal, el miedo, la inseguridad, el conformismo, el consumismo y hasta la xenofobia, creando con ello una hegemonía y un pensamiento único incapaz de cuestionar el sistema. Se ha quedado atrapado en la peor interpretación de lo que, en el siglo XVIII, el político conservador Edmund Burke bautizó como el Cuarto Poder.
Si hiciésemos un análisis del comportamiento de los actuales medios de comunicación (periódicos, radios, televisiones e internet) en las trágicas consecuencias sociales de la crisis sistémica del 2008, en las invasiones y el expolio de materias primas en el continente africano; los desastres del cambio climático; las guerras geoestratégicas por la hegemonía en negocio del petróleo; el avance del populismo fascista en Europa; las cínicas políticas de la UE con los y las refugiadas; en el Brexit, la islamofobia; en el genocidio del pueblo palestino por parte de Israel; en las intervenciones militares de EEUU y la UE en Irak, Libia o Siria o en los atentados del DHAES en el continente europeo, se demostraría, en cada una de estas realidades y en su conjunto, la enorme importancia de la fidelidad de los medios a la estrategia política, social y económica del sistema.
Pero no hay que abarcar tanto, ni ir muy lejos. Sólo hay que situarse en la celebración, el 1 de octubre, del referéndum de autodeterminación de Catalunya y observar el beligerante comportamiento de la prensa española con el Govern, los movimientos sociales y, en definitiva con la voluntad del pueblo catalán. Cadenas de televisión, radios y prensa escrita, pertenecientes a diferentes grupos económicos (Vocento, PRISA, COPE, Planeta, Tresmedia…) se han unido en una misma agenda ideológica contra el derecho a decidir y la independencia de Catalunya. La convergencia del Gobierno del PP, con el PSOE y Ciudadanos, en la idea única de la legalidad constitucional y de la unidad territorial y en la aplicación del artículo 155, ha sido el buque insignia del mensaje y las manipulaciones que se han trasmitido a la sociedad a través de informaciones de toda condición: entrevistas, programas, artículos de opinión, editoriales, declaraciones, tertulias, debates… Las voces y razones discrepantes se han relegado o ignorado; las brutales actuaciones policiales contra personas que solo querían ejercer su derecho a votar con libertad se han minimizado hasta justificarlas, apelando a la “violencia legítima del Estado”, teorizada y defendida por el filósofo alemán Max Weber.
Aquí, entraría en debate la libertad de prensa como instrumento del derecho a la libertad de expresión y la pregunta sería ¿existe esa libertad? La respuesta sería categórica, no. Y aunque conviene recordar el cierre, en Euskal Herria, de Egin y Egunkaria (1988 y 2003) y, en Catalunya, hace pocas semanas, un semanario local (El Vallenc), además de las páginas web del Referendum, de la Asamblea Catalana, de Omnium y la del propio Govern de la Generalitat, la libertad de prensa no está dañada por una censura dictatorial, por leyes fascistas como las que se establecieron en Italia, Alemania, España o Argentina en el siglo pasado y que vulneraban la libertad de expresión y de información, no. Hoy, en 2017, para violar esos derechos se utilizan métodos y proyectos más sofisticados y unidos a la imposición “democrática” de una ideología determinada y un pensamiento único. Josep Ramoneda, periodista y filósofo catalán, en su libro La izquierda necesaria, editado en 2012, afirmaba que “la política institucional cada vez está más desconectada de la sociedad y más conectada con unas élites cerradas que solo se escuchan a sí mismas”. “Y así –explicaba- se va avanzando por la senda que marca la economía”. “¿Quién es esta economía que todos tenemos que obedecer? Un ente compuesto, formado –respondía- por los que tienen poder económico y lo usan para influir en beneficio de sus intereses; un sinfín de expertos rendidos al dinero que en esta crisis han puesto en evidencia a los más famosos departamentos universitarios y escuelas de negocios; unos tecnócratas con viaje de ida y vuelta entre el capital y la política; y unos conversos que creen que solo de pan vive el hombre. En este contexto, ¿dónde está la discusión sobre la sociedad que queremos?”. En ninguna parte. Ese “ente” al que se refiere J. Ramoneda, que ha estructurado con todas las herramientas posibles (ideológicas, técnicas y humanas), el control de la prensa y los medios de comunicación para moldear y consolidar el carácter social de un mundo donde pensar, transformar, desterrar la desigualdad y recuperar la libertad colectiva, supone “una molestia social”, como reveló Charles Chaplin, en el film de 1952, Un Rey en Nueva York, película prohibida en EEUU durante 21 años.
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