Soledad Frías. (Galde 06, primavera/2014). El esteticismo viene pegando fuerte, para disfrute de quienes combinamos platos de Hollywood y de otros restaurantes. Entre otros recursos, el blanco y negro enmarca Ida, la prestigiada película de Pawel Palinowsky. Ambientada en la Polonia de principios de la década de 1960, aquel catolicismo de antes del concilio Vaticano II no parece tan opresivo como presumiríamos desde estas latitudes, y menos para mujeres sin recursos que toman los hábitos. A la joven protagonista polaca le sale al encuentro un pasado inesperado, su condición de víctima del Holocausto judío, que ha dado muchas horas de celuloide para la indignación. En tono de comedia, en otro tono, Wes Anderson se refiere a la “gran fiebre prusiana que causó millones de muertos” en El Gran Hotel Budapest, cuyo guión presume de inspirarse en las obras de Stefan Zweig.
Para aquel momento de los 60 en que se desarrolla Ida no quedaban vestigios, como apenas los hay hoy, de la bulliciosa vida judía centroeuropea, de no sencilla reducción a supervivientes que marcharon a Israel. Tenemos que consolarnos con la literatura de entreguerras mundiales o trasplantada en yiddish a Estados Unidos, antes de que el hebreo diera el salto de lengua muerta a lengua oficial. En Ida no se aprecia un régimen comunista opresivo, sino a burócratas exasperantes a quienes el blanco y negro les va como anillo al No-Do. Desde luego consiguen exasperar a la otra protagonista, judía secularizada polaca, de la estirpe de Vasili Grossman. La película recoge bien el barro, la nieve, el frío. Les acompañan algunas miserias humanas.
Por el contrario El Gran Hotel Budapest se detiene en el lujo de aristócratas y amantes del arte, de esos que luego engrosan colecciones de dudosa procedencia. Por allí rondan Tintín, Ubú y el esperpento. Los valores del humanismo forman parte de un cóctel de entreguerras mundiales también entre Alemania y Rusia, superficial y colorista, por qué no, donde queda claro quiénes son y serán los buenos. Los soviets no forman parte de la receta, y para el personaje coprotagonista, que en buena ley debería proceder de alguna de las doce tribus, se ha preferido una identidad asiática, en este caso musulmana secularizada, que se presenta igualmente arrasada por la guerra. Los designios de la multiculturalidad, estimados lectores, resultan inescrutables.
De la otra gran iniquidad que fraguó la civilización occidental se ocupa la oscarizada 12 años de esclavitud, dirigida por Steve McQueen, nombre de resonancias. Sin necesidad de retroceder hacia el tráfico negrero, ya asentada la institución esclavista en aquel extremo del Atlántico, la historia del hombre negro libre encadenado por simple avaricia de timadores que aprovechan un ordenamiento jurídico-económico se basa en una autobiografía de la década de 1840. La superproducción busca veracidad y la consigue a costa de cierta frialdad narrativa, que no aburrimiento, pecado de tantas películas históricas. El elemento religioso, tan importante en la configuración de Estados Unidos, vuelve a ser quizá el elemento más inaprensible para nosotros en nuestro tiempo.
El abolicionismo está en la raíz de la tradición que conduce a los derechos humanos universales. La película lo presenta antes de la abolición, cuyos debates parlamentarios Spielberg trató hace bien poco. Aquí asistimos a la convivencia más que asimétrica entre poblaciones de distintas procedencias en Norteamérica. Esa convivencia se presentó distinta en otras latitudes esclavistas (léase George R. Andrews, Afro-Latinoamérica, 1800-2000, Iberoamericana-Vervuert, 2007). El itinerario del protagonista, en función de sus propietarios, bascula entre la plantación y otras ocupaciones cualificadas. Sobre la crueldad ya estábamos informados, pero asistiendo a la separación de familias, los ahorcamientos o los latigazos se entiende mejor el miedo. La mirada sobre las mujeres, objetos de dependencia sexual, ofrece escenas que no se agotan en la frivolidad.