(Galde 16, otoño/2016). Mikel Toral López*.
I. Cultura a pesar de la crisis. Antes de entrar en materia, permitan un soplo de optimismo. A pesar de todas las dificultades, hay que decirlo, porque somos parte de ese esfuerzo colectivo: nunca estuvo mejor posicionada la Cultura. Tanto por la alta densidad de creadores como por la existencia de amplias redes de equipamientos de todo tipo. La gente lee, ve cine, asiste al teatro, a conciertos, visita museos, disfruta del patrimonio… Existe una industria cultural, en crisis, pero relevante, y un reconocimiento y promoción de la diversidad cultural y lingüística como no se dio hasta el presente.
Se han alcanzado niveles culturales equiparables a la media europea. Conviene no olvidarlo porque esto es, precisamente, lo que está en peligro.
II. La crisis de la cultura es parte de la crisis de representación democrática. El derecho a la participación en la enseñanza, en el medio ambiente, en los servicios sociales… se ha materializado en numerosos organismos pretendidamente participativos: comisiones y consejos de medio ambiente, de distrito, de la juventud, escolares, de la mujer y, cómo no, consejos de la cultura.
Estos instrumentos para favorecer la participación, si bien fueron un avance en su día, hoy están tan devaluados que han perdido buena parte de su sentido original. La crisis del sistema de partidos, cuyo mandato constitucional es ser cauce de participación democrática, ha trasladado sus déficits democráticos al conjunto de las instituciones que gestionan. Son la parte y el todo de los asuntos públicos. El resto de los agentes reconocidos por la Constitución son convidados de piedra. En la cultura, también.
III. ¿A más participación más cultura? Rotundamente, sí. El único freno al deterioro y a su vez, acelerador de la metamorfosis del sistema cultural es la participación ciudadana. Porque si no entendemos la cultura como algo propio, seguiremos retrocediendo.
La cuestión es cómo impulsar políticas equilibradas que den voz y voto a los agentes del sistema: Creadores, mediadores, entidades y, sobre todo, a la ciudadanía, razón de ser de unas políticas públicas que tienen por misión garantizar el derecho de acceso a la cultura. La apertura a la participación debe asegurar ese acceso universal y que todas las personas, si quieren, puedan ser protagonistas de los procesos de creación cultural.
Pero, más participación/más cultura es un binomio que por sí solo no garantiza resultados; las medidas a tomar tienen que estar insertas en un ambicioso cambio estratégico. Se ha prestado atención, aunque poca, solo a los problemas de las empresas culturales. La crisis de la cultura era la crisis de sus industrias: la cinematografía, las editoriales, incluso las telecomunicaciones. Ahora toca poner más atención en las personas. El objetivo ha de ser la construcción de una ciudadanía cultural activa, comenzando por reinsertar el aprendizaje cultural en el ámbito educativo. Y de ahí en adelante, se requiere una revisión total que haga transparentes las relaciones entre las administraciones y el mundo asociativo cultural. Los Consejos de la Cultura pueden tener sentido, pero solo si dejan de ser testimoniales y consultivos para convertirse en consejos autónomos y operativos. Hay experiencias en el mundo de las que aprender buenas prácticas participativas, incluso en la elaboración y gestión de los presupuestos destinados a la cultura.
De nuevo tendremos que empezar por la base. Democratizar la cultura es tejer una tupida red de dispositivos participativos. Desde el gran museo a la biblioteca de barrio, dando prioridad a los centros de proximidad para generar propuestas de cogestión adaptadas a los nuevos tiempos donde se pueda pasar de los tradicionales espacios de difusión y consumo a espacios comunitarios de co-creación.
IV. Regular los derechos culturales. La cultura es un derecho. Pero un derecho escasamente definido. Los ámbitos relevantes del Estado de bienestar: educación, sanidad, servicios sociales, medioambiente… están regulados por leyes. ¿Por qué la Cultura no?
Impulsar la participación pasa por regular los derechos culturales. Una regulación basada en el derecho a la información y a ser parte activa, al uso de los espacios culturales, al uso del espacio público, a participar en los presupuestos, a tomar parte en los organismos culturales, sea un gran auditorio o una biblioteca de barrio. Esta expansión de lo público no implica dejación de la responsabilidad política legitimada por los votos, ni que los actores ciudadanos legitimados socialmente confundan participación con sustitución. La participación y la colaboración del ámbito político y de lo cultural deben aplicar el dicho ingles “at arm´s length”. Es decir, juntos, pero con la suficiente distancia para evitar la manipulación política de la cultura.
(*). Mikel Toral es miembro del Consejo Vasco de la Cultura y fue Director de Cultura del Gobierno Vasco en el periodo 2009-2012.