Otra mirada a los micromachismos

Ruth Orkin, 1951

(Galde 20 invierno/2018). Paloma Uría.
Ha sido el psicólogo argentino Luis Bonino quien ha popularizado la palabra micromachismo. Este psicólogo y terapeuta utilizó el término, en un principio, para referirse a ciertas estrategias de ejercicio de violencia y coacción en las relaciones de pareja en los casos de maltrato. Son, en su opinión, estrategias que implican intencionalidad por parte del varón que las utiliza. Pero si bien se parte del análisis de las relaciones de pareja en casos de maltrato, pronto se extiende el análisis a las relaciones entre hombres y mujeres en general, ampliando al mismo tiempo el concepto de violencia, de suerte que todo comportamiento masculino, intencionado o no, que implique desvalorización, discriminación o desprecio hacia las mujeres es un comportamiento violento que tiene como objetivo mantener el poder de dominio de los hombres sobre las mujeres, es decir, el mantenimiento del patriarcado.

Se nos presentan aquí al menos tres problemas conceptuales: el de patriarcado, el de poder y el de violencia. El término patriarcado designa hoy un concepto vago, poco preciso. En su origen, cuando lo hace suyo el movimiento feminista, se refiere a una estructura social que mantiene sometidas, oprimidas, explotadas y discriminadas a las mujeres y que se basa, según las diversas teorías, o bien en un sistema de producción (por influencia marxista se habla de patriarcado capitalista) o bien en un sistema de apropiación por parte de los hombres de la capacidad sexual o reproductora de las mujeres (distintas versiones del feminismo radical).

Poco a poco estas teorías van debilitándose en la medida en que se debilitan los llamados “grandes relatos”, y patriarcado pierde su significado estructural y pasa a tener un significado más bien descriptivo, que puede ser, a veces, sinónimo de machismo o de desigualdad o de discriminación de las mujeres, en general o en ámbitos concretos, y puede significar también simplemente una actitud, cuando se usa como adjetivo (patriarcal) 1.

Pero, últimamente, ha vuelto a adquirir un significado aparentemente más preciso: se generaliza la idea de que el patriarcado es el poder que los hombres ejercen sobre las mujeres. Aquí nos encontramos con otro concepto difuso, el concepto de poder, extraído de la sociología, que suscita debates y controversias sobre su significado y que, probablemente, se ha incorporado al discurso feminista a través de Judith Butler y, como remota referencia, a Foucault (microfísica del poder) 2.

Desde el punto de vista de las relaciones interpersonales podemos considerar que los hombres han ostentado poder de dominio sobre las mujeres y este poder ha sido consagrado por las costumbres y por las leyes; pero no es menos cierto que, desde el desarrollo de las sociedades democráticas –aún con sus limitaciones–, y sobre todo con la irrupción del movimiento feminista, este dominio ha desaparecido de las leyes positivas y es criticado por amplios sectores de nuestra sociedad, lo que no obsta para que siga siendo causa de la subordinación, dependencia y sumisión de muchas mujeres. Sin embargo, no parece que la estructura social española descanse ni exclusiva ni fundamentalmente sobre el poder de los hombres sobre las mujeres. Las sociedades humanas son sumamente complejas, con múltiples ejes de opresión, por lo que las relaciones de poderes y contra poderes sociales son bastante complicadas y exigen análisis rigurosos y concretos para que puedan ser modificadas.

El otro problema es el uso del término violencia. Cierto que la semántica es suficientemente flexible para que los hablantes, fuera del ámbito científico, utilicemos las palabras con un valor polisémico o metafórico, pero también lo es que para un correcto entendimiento en los debates conviene acordar el sentido preciso que se les da en cada momento concreto.

Así, en un principio, en el feminismo se reservaba el término violencia para el dominio o el abuso ejercido mediante el uso de la fuerza física o psicológica, especialmente la ejercida en el abuso o violación sexual o en el maltrato doméstico. Se utilizaban otros términos, como discriminación, explotación, desprecio o desvalorización para otros episodios de desigualdad o sumisión de las mujeres. Bien es cierto que podemos, si nos parece oportuno, designar como violencia toda manifestación de opresión, explotación o desigualdad, pero entonces se nos plantean cuando menos un par de problemas.

Uno, que será preciso aclarar en cada caso quien o quiénes ejercen dicha violencia sexista (los hombres, el Estado, el sistema capitalista, el binarismo de géneros, las estructuras sociales, la mentalidad colectiva) y quiénes la sufren (las mujeres, las personas trans, gays, lesbianas, intersexuales…) para poder oponerse a ella con efectividad.

Otro, que si a todo llamamos violencia, ¿qué nombre reservamos para el maltrato físico o psicológico y la violencia sexual, dos de las lacras más graves que sufren todavía muchas mujeres en nuestra sociedad? Llamar a todo violencia difumina estas últimas graves conductas y violaciones de los derechos humanos y no contribuye a situar claramente los diversos problemas y situaciones de desigualdad y opresión de las mujeres.

Aunque esta concepción extrema del patriarcado y del poder subyace a la teoría de los “micromachismos”, en muchos casos esta elaboración no es explícita. En una sección aparecida en un diario digital titulada Micromachismos, las lectoras comunican experiencias diversas que consideran abusivas, machistas y violentas. Ahí nos encontramos con una lista de comportamientos masculinos de índole y gravedad muy diversa; generalmente también son comportamientos individuales que no suelen perseguir siempre un control o represión o violencia concreta sobre una mujer, sino simplemente una manifestación de machismo, y, en el peor de los casos, de desprecio hacia las mujeres. Es decir, son manifestaciones, más o menos graves, de una conciencia individual machista, que puede o no reflejar una conciencia social machista.

Entre los ejemplos hallamos el llamado lenguaje sexista por el uso del genérico masculino, el relato de chistes “verdes”, ciertas miradas recibidas (y probablemente lanzadas) como lascivas… (por ejemplo, la mujer que se encuentra incómoda al entrar en un bar por cómo la miran unos tíos), la publicidad considerada sexista…

Otros ejemplos relatados son muestra de una educación “antigua”, de un tiempo no muy lejano en el que se consideraba a las mujeres más débiles, menos dueñas de su destino o más dignas de un supuesto respeto: el camarero que pone la cuenta delante del varón en la pareja, o que supone que la bebida alcohólica es para el hombre y el café para la mujer, o el caballero que hace ademán de besar la mano de la señora en un saludo, o que cede la parte interior de la acera… A veces, el referirse a una chica con displicencia o minusvaloración (“mire lo que hace, señorita”) o el evadirse de las tareas domésticas.

Muchos de estos ejemplos son efectivamente comportamientos machistas, otros, inercias del pasado, otros se viven como abusivos por muchas mujeres…, pero no me parece que puedan ser analizados exclusivamente como estrategias de control, de poder por parte del colectivo masculino y mucho menos de ejercicio de violencia intencionada. Sin embargo, nos encontramos con que en ambientes feministas estos “micromachismos” se convierten en la principal manifestación de la “opresión de la mujer” y la base de toda violencia, desplazando la lucha feminista principalmente al nivel de lo personal y de lo cotidiano al pasar sin más explicación del nivel estructural a la relación interpersonal.

El feminismo se enfrenta a un triple desafío: la transformación de la estructura social y política, la transformación colectiva y la transformación individual. En el primer caso se apela a las instituciones y se reivindican cambios legislativos, apoyo, promoción y, en algunos casos, protección. En el segundo caso se apela a la conciencia social, a los cambios de la mentalidad colectiva, a la transformación de las inercias sociales, a la opinión pública, a los comportamientos sociales. En el tercer caso, las mujeres se enfrentan con la transformación personal: la propia y la de las personas con las que conviven, especialmente los hombres.

En sus inicios, el movimiento feminista, que procedía de la izquierda, dirige sus mayores esfuerzos a exigir cambios políticos y sociales que se plasmasen en leyes que reconozcan derechos. Pero hay que tener en cuenta que uno de los lemas de más calado en la conciencia feminista fue el de “lo personal es político”, con lo que se lleva a la esfera de las demandas públicas cuestiones hasta entonces relegadas al ámbito de lo privado.

Ya no es sólo el derecho al voto, al trabajo sin discriminación, en una palabra, al espacio público; sino que se exige legislar sobre la vida privada, donde las mujeres experimentaban una parte sustancial de su discriminación y violencia: divorcio, aborto, agresiones, malos tratos en la pareja (también psicológicos…), incluso se exigen leyes que puedan contribuir al reparto del trabajo de cuidado en la familia; es decir, se llama al Estado a intervenir en el espacio privado de una forma difícil de imaginar anteriormente.

Con esto se avanzó en derechos sociales, en igualdad, en derechos sexuales y reproductivos. Las principales demandas parecen hoy haberse alcanzado, aunque sea de manera imperfecta, pero todavía resta un buen camino por recorrer. Aunque la acción legislativa puede mejorarse y ampliarse, parece haberse llegado a un techo que depende más del segundo factor que antes enunciaba: la feminización de la conciencia social o colectiva, especialmente entre los hombres, aunque también entre las mujeres. A ello se opone la influencia de la religión, de la moral tradicional, de costumbres heredadas e interiorizadas, de algunos privilegios, por qué no, masculinos e incluso algunas comodidades, inhibiciones… de las mujeres.

Si examinamos las causas de la violencia, de la desigualdad salarial, del reparto del cuidado, descubriremos que las iniciativas desde el aparato legislativo del Estado no bastan: la mayor desigualdad salarial se da en Alemania, el reparto del cuidado en Suecia conlleva mayor trabajo precario o a tiempo parcial de las mujeres, la violencia machista perdura en los países de legislación feminista más avanzada. Nos encontraremos o bien con machismo o bien con inercias “patriarcales” sumamente arraigadas.

Sin embargo, es evidente que también lo que llamo conciencia social ha experimentado profundas modificaciones 3.

La opinión pública mayoritaria rechaza la violencia, la desigualdad salarial, parece asumir el reparto de tareas domésticas, etc. Cabe pensar que hombres y mujeres han cambiado en gran medida sus comportamientos, su manera de relacionarse…, pero ¿cómo de profundos son estos cambios? ¿Cómo contribuir a arraigarlos y a profundizarlos? En gran medida van a influir en ello los avances de las mujeres en todos los terrenos, aunque en algunos sectores estos avances generen rechazos.

Ahora bien, es una tarea de los Gobiernos, de las organizaciones políticas y sociales, de las organizaciones de mujeres, de la intelectualidad feminista contribuir a la labor de combatir el machismo social que todavía perdura, y esto implica, evidentemente, profundizar en la transformación individual, en las relaciones personales, teñidas muchas veces de machismo, pero también de victimismo por parte de las mujeres. Quizá para todo ello sería preciso reformular lo que entendemos por feminismo, por relaciones igualitarias, por violencia y por poder. Que no es poco.

Extraído de un “Taller sobre micromachismos”: “Los micromachismos son una práctica de dominación y violencia masculina en la vida cotidiana. Se trata de comportamientos de control y dominio, naturalizados, legitimados e invisibilizados, que se ejecutan impunemente con conciencia o sin ella. Se trata de microabusos y microviolencias que procuran que el varón mantenga su privilegiada posición de género. Son la base del resto de las formas de violencia contra las mujeres: maltrato físico, psicológico, emocional, sexual…” Conclusión del mismo taller: “…Los micromachismos son machismos, más sutiles, pero también son violencia contra las mujeres, que tienen su fundamento en las relaciones de poder propias del sistema patriarcal”.

Notes:

  1. También, a veces, cuando se alude al patriarcado, se evoca una especie de fantasma o complot conspirativo masculino responsable de mantener discriminadas o sometidas a las mujeres.
  2. Si Foucault considera que el poder no reside ya solo en el Estado, sino que penetra en todo el cuerpo social en forma de micropoderes, se puede interpretar que una vez que “el patriarcado” ha perdido el poder institucional que le garantizaba el Estado, ahora ejerce su poder por medio de micropoderes, que serían los descritos como micromachismos; de suerte que éstos no serían ya manifestaciones más o menos extendidas, más o menos graves de machismosino estrategias deliberadas del patriarcado para mantener el poder y el control de los hombres sobre las mujeres.
  3. A veces los cambios son contradictorios: ¿cómo compaginar el reparto del cuidado con la creciente valoración de la maternidad enfatizando el papel de las mujeres en la relación madre/hijo?

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