Galde 41. Uda 2023 Verano. Norma Vázquez.- [1]
Son las 5,30 de la tarde. Es un parque. Una mujer lo cruza para dirigirse a su trabajo; otras dos hablan de nostalgias y pesares mientas vigilan la una a la niña y la otra a un anciano que toma el sol; un grupo de niñas juegan; unas adolescentes miran el móvil; las madres del parque intercambian noticias mientas vigilan… es el día a día en pleno. En ese escenario irrumpe un sonido que en primera instancia no se reconoce de tan extraño que es y que alguna niña identifica con un petardo; un chico que nunca vivió esa época piensa “una bomba, ETA ha vuelto a atentar”; las cuidadoras que han huido de la represión en su país se transportan al tiroteo en la Marcha de las Madres en Managua; una niña ucraniana acogida escucha el sonido de su guerra. Quienes van con prisa a la compra o quienes están en el balcón regando las plantas, se detienen con sorpresa y perplejidad. ¿De qué se trata? Un nuevo estampido lleva a pensar en disparos y sí, empiezan a acertar. Un hombre ha disparado a una mujer, su expareja. En plena calle, en plena tarde, en su pueblo.
El asesinato machista ocurrido en Orio el 16 de mayo marca un antes y un después en la manera en que se expresa esa violencia; de tan reciente que es, aún no lo hemos valorado en toda su dimensión, todavía se está asimilando su impacto y, sin duda, habrá que analizarlo desde distintos ángulos para entenderlo en su complejidad. Yo quiero abordar apenas un par de ideas que nos permitan analizar la violencia de “los nuestros contra las nuestras en nuestro territorio”. Me gustaría que alguna de estas ideas hiciera que dejáramos de pensar en las culturas de quienes proceden de otros lugares del mundo y empezáramos a descifrar algunas claves de la cultura vasca en la que se inserta esta violencia.
La cultura de la negación y la indiferencia
“Aquí eso no pasa” es una de las frases más escuchadas -referidas a la violencia machista contra las mujeres- y enunciada por una población de todas las edades, de casi todas las posiciones políticas e incluso de quienes tienen que atender a mujeres víctimas. “Aquí se denuncian tonterías” se dice, banalizando no solo los hechos sino la propia capacidad de las víctimas para entenderlos y relatarlos. También está firmemente asentada la creencia de que cuando eso pasa, los protagonistas son siempre gente de fuera, lo que nos salva de revisar nuestras formas autóctonas de relación.
Lo más difícil de entender en la violencia machista contra las mujeres es que los hombres que la ejercen son, en apariencia, tan comunes que no los podemos distinguir y menos aúnadivinar lo que están pensando y lo que llevan días, quizá semanas, planeando. A pesar de la tinta que ha corrido para decir que no se trata de enfermos mentales, ni de hombres a los que de repente “se les va la pinza”o que aman hasta el extremo, estas ideas se aceptan para explicar lo lejano, pero no encajan cuando abordamos lo que ha pasado en nuestro pueblo o en el de al lado.
La negación de la violencia machista contra las mujeres tiene muchos adeptos. Los más furibundos argumentan que no existe, que los datos y denuncias son falsos, que violencia es violencia venga de donde venga, que no tiene género… Pero hay otros argumentos más sutiles -del tipo “aquí no pasa”, “los de fuera son los violentos”, “hay que hablar de salud mental” o “no es fácil proteger a una víctima cuando ella no percibe el peligro”-, que sostienen la cultura de la negación en tanto se empeñan en individualizar y patologizar la violencia asociada a una masculinidad peligrosa que pone en riesgo la vida de mujeres, niñas, niños, adolescentes, la de los propios hombres que la ejercen y la de los que la cuestionan.
Aunque resulte difícil, habrá que asimilar que el asesinato es una forma extrema de violencia que se cocina a fuego lento, que no aparece como una idea repentina,sino que se va planeando, se piensa en el dónde y el cómo y, si es necesario, se prepara el arma. Esa premeditación ha ocurrido ante nuestros ojos, hemos visto señales de malestar, de conductas inadecuadas, adecuadamente escondidas, y las hemos obviado argumentando que no será nada, que no se quiere molestar o que lo mejor es sacar al amigo a divertirse sin indagar lo que está sintiendo, lo que está pensando y lo que está rumiando hacer.La indiferencia escondida tras esa fachada de “todo va a ir bien” lleva a no querer preguntar y, como resultado de esta costumbre, ni se sabe preguntar ni se sabe escuchar. La indiferencia es la consecuencia directa de la negación.
Escuchamos sin cesar que los hombres (en general, y los vascos en particular) no hablan de sus sentimientos, sus problemas para relacionarse con su pareja, el manejo de su frustración, la insistencia ante el rechazo que deviene en acoso, la falta de empatía, la rabia que produce la libertad de las mujeres –que importa menos si son otras, pero que hiere si la propia se autodetermina y decide no quererlo… Comportamientos que a menudo se explican como propios de una “manera de ser cultural”, cuando en realidad lo son de una masculinidad pasivo-agresiva disfrazada de orgullo de ser tan serios, tan vascos… tan hombres. Comportamientos que, si no son vistos como problemas de la masculinidad, no se estará acertando en las políticas de prevención de la violencia machista.
Si normalizamos la violencia, si no cuestionamos la banalización que se hace de ella, si no revisamos la indiferencia practicada durante años ante los crímenes del terrorismo, la “tolerancia cero hacia la violencia machista” no es más que un eslogan que se evapora a la primera complejidad. ¿Por qué el primer disparo removió en algunas personas el recuerdo de los atentados de ETA? Al parecer, esa violencia sigue a flor de piel, quizás porque con la creencia de que lo mejor es el olvido, no ha habido reparación ni a las víctimas ni a la sociedad.
Las víctimas que siguen vivas
Cuando hay un asesinato machista se repite el ceremonial: una concentración de repulsa, un comunicado expresando rechazo, una promesa de atención y apoyo a las víctimas: ¿A qué víctimas? ¿Hasta dónde llega el reconocimiento de la victimización?Las víctimas que suelen reconocerse son las personas familiares más cercanas: hijas, hijos, madres, padres, algún hermano o sobrina, pero no se integra en ese reconocimiento a quienespresenciaron el hecho, a las amigas y amigos de ella y de él, todas ellas teniendo que compartir de nuevo las calles y sin saber qué hacer ni qué decir, apenas tratando de olvidar los hechos lo antes posible. La política de “reducción del impacto” va abriendo heridas entre la población, porque si no se reconoce el daño que cada asesinato crea en el colectivo la violencia estructural de la que tanto hablan las leyes y los comunicados, vuelve a ser tratada como un problema individual y se priva de explicaciones a una comunidad dañada y perpleja.
El asesinato en Orio invadió el espacio público y rápidamente ha generado secuelas porque en Oia, Galicia, el 3 de junio ocurría otro asesinato por la tarde y a la vista de ocupantes de un camping. En ambos casos hay personas que han visto cómo se asesinaba a una mujer y, en el caso de Orio, cómo a continuación se suicidaba quien la había matado. Esas personas con familia, cuadrilla y relaciones extendidas en un pueblo pequeño, tienen que manejar su estupor, atender el cuerpo que expresa molestias múltiples, contener a las niñas y niños que preguntan si su aita también va a matar a su ama, canalizar el miedo y la desconfianza de todas las mujeres, la resistencia hosca de quienes no quieren hablar, de quienes creen tener una respuesta clara o de quienes siguen creyendo que el autor era un tío muy majo. Podría serlo con sus amigos y, al mismo tiempo, estar planeando el asesinato de una mujer libre, como nos queremos todas.
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Feminista, psicóloga. A petición del ayuntamiento de Orio, Sortzen Consultoría -de la que es directora- estableció un servicio de información, escucha y atención psicológica que atendió en una semana a más de 200 personas de esa localidad afectadas por el asesinato de Lourdes del Hoyo. ↑