Galde 35 negua 2022 invierno. Clara Murguialday.-
El 7 de noviembre tuvieron lugar en Nicaragua unas elecciones que ni siquiera merecieron ese nombre porque, en palabras de la oposición democrática, “no había por qué ni a quién elegir”. Más bien, esas votaciones culminaron el gran fraude que el régimen de Ortega y Murillo fue preparando desde finales de 2020, cuando la Asamblea Nacional -controlada por el FSLN- aprobó un paquete de leyes dirigidas a criminalizar la actividad opositora.
Esta era la octava ocasión en que Ortega se candidateaba a la presidencia del país. La reelección indefinida es sólo una de las muchas arbitrariedades cometidas, hasta llegar a instalar la dictadura dinástica que hoy controla todos los poderes en Nicaragua. Otra fue candidatear a su esposa para el cargo de vicepresidenta en las elecciones de 2016; ahora, en plena campaña electoral, Ortega la nombró “copresidenta”, un cargo inexistente en la Constitución nicaragüense, para garantizar que sea ella quien le suceda en caso de que, por problemas de salud, no pueda concluir su cuarto mandato consecutivo.
Es larga la lista de cacicadas de Ortega que han convertido el evento del 7N en una farsa: empezó incumpliendo la resolución de la Organización de Estados Americanos (OEA) que demandaba reformas electorales y a cambio, impuso una contrarreforma electoral que facilitó la inhabilitación de sus verdaderos opositores y consolidó su férreo control del Consejo Supremo Electoral (CSE). Continuó desoyendo el requisito de supervisión internacional y, para terminar con todo vestigio de competencia electoral, llevó a la cárcel a 7 precandidatos presidenciales, forzó a otros 2 a exiliarse y canceló la personería jurídica de los únicos 3 partidos políticos realmente opositores. Con estas actuaciones, Ortega dejó claro que las elecciones no serían libres, justas ni transparentes y que, por tanto, carecerían de legitimidad, como se lo advirtieron los organismos multilaterales y numerosos gobiernos semanas antes del evento.
El evento tendría lugar, además, en un contexto de represión política creciente desde las protestas cívicas de 2018 y agudizada desde mayo último, cuando fueron secuestradas más de 30 dirigentes estudiantiles, feministas, campesinos, empresarios, periodistas, etc., que sufren desde entonces aislamiento e indefensión procesal -con especial saña las dirigentas de UNAMOS Tamara Dávila, Dora María Téllez, Ana Margarita Vigil y Suyen Barahona, sometidas a torturas y aislamiento intensificados. El terror impuesto para silenciar las voces críticas ha incluido el allanamiento de las oficinas y liquidación de la personería jurídica de 45 ONGs de salud, feministas, ambientalistas y defensoras de derechos humanos; el exilio obligado de más de 400 trabajadores sanitarios y más de 40 periodistas, que representan una parte mínima de los más de 200.000 nicaragüenses que han abandonado el país desde 2018. Y todo ello sumado al impacto del Covid que golpea sin descanso a la población nicaragüense, mientras el gobierno promueve miles de actividades masivas, oculta la información de los contagios y las muertes, y hace una gestión irresponsable de la pandemia.
¿Qué ocurrió el día de las votaciones?
El 7N la gente atendió el llamado de las fuerzas opositoras y se quedó en la casa. Las calles de ciudades y pueblos se vieron vacías y circularon fotos de miembros de las Juntas Receptoras de Votos dormidos a la espera de votantes que nunca llegaron. La organización Urnas Abiertas monitoreó, con más de 1.500 observadores clandestinos, la participación electoral y estimó que el promedio de abstención fue del 81,5%, lo que superó las expectativas más optimistas. 8 de cada 10 nicaragüenses en edad de votar no lo hicieron y con su abstención activa propinaron tremenda bofetada al régimen orteguista, al tiempo que ratificaban que la salida democrática y pacífica que ansían sólo se logrará mediante elecciones libres y justas. También quedaron registrados cientos de ilegalidades cometidas por los activistas orteguistas, la utilización de autobuses y medios estatales para llevar a la gente a los centros de votación, la presencia de paramilitares en los alrededores de los centros de votación, las amenazas a trabajadores estatales de perder su puesto de trabajo si no reportaban su dedo manchado y su voto al FSLN… Como dijo alguien al día siguiente, “después de esta exhibición de músculo abstencionista, ¿quién dice que la oposición está desunida e inactiva en Nicaragua?”.
El gobierno, por su parte, sigue sosteniendo que las “elecciones” fueron limpias, que la participación superó el 65% del padrón y que Ortega y Murillo obtuvieron más del 75% de los votos. Pero los datos del CSE no tienen ninguna credibilidad, ni en Nicaragua ni en el exterior, donde más de 50 gobiernos europeos y americanos consideraron que las elecciones no fueron libres ni justas ni transparentes y que, por tanto, Ortega no es un presidente legítimo… Por más que algunos países amigos -Cuba, Venezuela, Rusia e Irán, los más fieles- y algunas izquierdas “idiotas, estalinistas e ignorantes” -Sofia Montenegro dixit- se empeñen en defender lo indefendible.
Perspectivas postelectorales
A un mes del 7N es evidente que Ortega no ha logrado imponer su narrativa sobre el proceso electoral y que, más bien, ha “optado por incrementar deliberadamente su condición de paria internacional”[1], alimentada por sus propias acciones represivas que no han cesado durante y después del evento electoral. Al discurso rabioso que dedicó a presos y presas el día después de las votaciones le ha seguido la detención de 48 personas opositoras durante el mes de noviembre, que se suman a las más de 150 presos y presas políticas cuya liberación es un reclamo permanente de la ciudadanía nicaragüense y de organismos internacionales. La oleada represiva ha alcanzado también a las propias filas orteguistas, a algunos de cuyos más conspicuos representantes y sus familias se les prohíbe salir del país por miedo a que negocien su estatus migratorio con Estados Unidos a cambio de información sobre los negocios de la familia Ortega-Murillo.
En el terreno internacional, tras las declaraciones de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y 25 países de la OEA declarando ilegítimas las elecciones y sus resultados, el régimen orteguista ha emprendido una peligrosa huida hacia adelante. Por un lado, su decisión de sacar a Nicaragua de la OEA, además de necesitar dos años para hacerse efectiva, ha sido vista como una señal inquietante de que Ortega intenta perpetuar la impunidad por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante 2018. Como dice Antonia Urrujola[2], tal decisión puede leerse como un “movimiento para evitar la condena y las sanciones internacionales, avizorando una salida a la crisis que no asegure la verdad, la justicia y la reparación a las víctimas”[3]. Por otro, su negativa a cumplir las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que en tres ocasiones otorgó medidas de protección a 21 opositores presos, ha llevado a la Corte a declarar “en desacato” al Estado de Nicaragua. “Este incumplimiento es un acto sin precedente y la propia asamblea general de la OEA tendrá que intervenir y obligarles a cumplir”, ha manifestado el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos, cuya presidenta Vilma Núñez acaba de recibir el premio de Derechos Humanos que otorga la APDHE.
Una consecuencia previsible del aislamiento internacional del régimen orteguista será la llegada de nuevas sanciones -el gobierno de Biden aprobó la ley RENACER apenas tres días después de las votaciones- y la posibilidad de que se cierren las ventanillas de los organismos financieros internacionales. Algunos ya las han cerrado, pero no así el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), propiedad de los Estados de la región, que ha otorgado créditos a Nicaragua por más de 2 mil millones de dólares desde 2017 hasta la fecha. La demanda a la comunidad internacional de más contundencia a la hora de sancionar y aislar al régimen podría concretarse en mayor presión tanto al BCIE como a los gobiernos europeos, “para que suspendan toda ayuda económica a la dictadura, porque la usa para sostener su régimen de represión y muerte”, como reclamó la oposición nicaragüense ante la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo el 29 de noviembre[4].
Con la mayoría de la dirigencia opositora más experimentada o pragmática presa o exiliada, Ortega se dispone a tomar posesión del cargo el próximo 10 de enero. Mientras tanto, gran parte de la población nicaragüense celebra la victoria lograda el 7N gracias al tesón resistente y a la actuación unida de la oposición, y se resguarda como mejor puede de los golpes que avizora en el horizonte cercano. Y al tiempo que prepara la cuarta campaña “Navidad sin presas ni presos políticos” avisa que, si llegara a abrirse un tercer diálogo nacional como parece pretender Ortega, este no tendrá credibilidad si antes no están libres todas las personas apresadas.
Notas: