(Galde 05, invierno 2014). Entre los tópicos que maneja la superioridad cultural eurocéntrica, el del fatalismo árabe siempre ha tenido un lugar privilegiado, aun con distintas formulaciones. Lawrence de Arabia, en la mejor tradición orientalista, popularizó el ¡maktub! beduino (“¡estaba escrito!”), muy útil a la hora de ignorar la larga historia araboislámica de disidencia y librepensamiento, y sentenció con él simbólicamente el control colonial de Oriente Próximo tras la Primera Guerra Mundial. Un siglo después otro ¡maktub! ha servido tanto para interpretar con euforia impresionista las revueltas populares como para liquidarlas con paternal condescendencia: era inevitable, se rumia, a la primavera árabe le tenía que seguir el otoño islamista; y a la revolución, la contrarrevolución.
Lo peor es que esta forma de pensar lo árabe desde fuera había acabado permeando en los propios árabes, como se lamentaba Samir Kassir, intelectual libanés asesinado por sicarios en 2005, en su libro De la desgracia de ser árabe (Almuzara, 2006), un clásico del ensayismo árabe contemporáneo. Las revueltas de 2011 acabaron con la parálisis y rectificaron, entre otras cosas, esa mirada estrábica de la que se dolía Kassir, si bien no se puede decir lo mismo del eurocentrismo, que a la postre parece haber salido reforzado. Pero ya nada puede volver a ser como era en la percepción de lo árabe, ni aquí ni allí, a pesar de que así lo querrían muchos poderes fácticos tanto del Norte como del Sur. Un ciclo de cambios radicales está en marcha.
Hace tres años nos afanábamos en comprender cómo se había producido el despertar árabe, incluso si éste era tal y realmente los árabes no habían estado tan dormidos (véase nuestro artículo “Siete claves para el despertar árabe”, El País, 15.4.2011). Había que entender cómo en pocos meses caían cuatro dictadores (Ben Ali, Mubarak, Gadafi, Saleh). Se buscaban las claves en la juventud de la población, en su nivel de educación y acceso a las nuevas tecnologías y en su exclusión de los medios de producción y participación tradicionales. Se apuntaba a la capacidad movilizadora de la comunicación y la socialización en red, tanto de las nuevas redes tecnológicas como de las más clásicas, todavía fuertes en las sociedades árabes, de carácter familiar, vecinal, gremial o sindical. Se insistía en el papel de Al-Yazira como gestor de una nueva conciencia panárabe, de unos árabes puestos en pie que hacían oír su voz con dignidad. Y se abría el interrogante del futuro del islamismo y de los militares, que ya habían asomado la cabeza a la busca de su cuota de “revolución” . Aunque sin duda es pronto para hacer balance —tres años no es tiempo en términos de revolución— algunas conclusiones sí pueden extraerse. La principal es que nada está escrito, y que las revueltas árabes continúan.
1. El Ejército no es la solución. Nunca lo ha sido, por más que haya tutelado la etapa poscolonial de grandes países, como Egipto, Irak o Siria. Con el triunfo inicial de las revueltas se abrieron tres incógnitas sobre el papel de las Fuerzas Armadas: cuál sería su relación con los islamistas, si continuarían con sus pujos populistas y si lograrían mantener el Estado dentro del Estado que representan. Cuando en el verano de 2012 Egipto eligió democráticamente y por primera vez un presidente civil, éste, Mohamed Morsi, un «hermano musulmán», hubo de hacer frente a todo ello: su fracaso a la hora de manipular estos tres registros es, en buena medida, el fracaso de la primera experiencia democrática egipcia. El golpe de Estado de julio de 2013 y la deriva autoritaria y represiva del Gobierno tutelado por los militares han evidenciado que para el Ejército el enemigo no es el islamismo, sino el menor cuestionamiento de su statu quo, incluso en la hipotética circunstancia de que la amenaza provenga de EEUU. El pasado mes de febrero el nuevo dictador, el mariscal Al Sisi, viajó a Moscú en medio de los rumores del anuncio de su candidatura a la presidencia de la República, y recibió el apoyo de la cúpula política y militar rusa. En plena campaña mediática contra EEUU en la mayor parte de los medios egipcios, este gesto ha confirmado la tesis crítica, poco mantenida en Occidente, de que el Ejército es parte del problema, no la solución.
2. La tutela de Occidente siempre pesa… Libia se enfrenta hoy a un grave problema de legitimidad, que tiene su origen en cómo se resolvió la sublevación de Bengasi. La intervención sobre el terreno de la OTAN y del Consejo de Cooperación del Golfo, contraviniendo el mandato de Naciones Unidas, que sólo les encomendaba la protección de la población civil mediante zonas de exclusión área, decantó la guerra a favor de la oposición a Gadafi, el Consejo Nacional de Transición, pero al mismo tiempo privó a éste de una incontestable legitimidad nacional. El delirio gadafiano llamado “Yamahiriya”, un régimen unipersonal mezcla de estructuras tribales y neoliberalismo rentista, se vino abajo, sin que hubiera recambio estatal sino tribal. En Libia todo está por hacer, desde las estructuras más básicas del Estado hasta la configuración de una sociedad civil inclusiva. Los grupos armados que cuestionan la legitimidad del Congreso General de la Nación, heredero del Consejo Nacional de Transición, ponen de manifiesto que una revolución tutelada por Occidente ha de sobreponerse siempre a sí misma.
3. No hay futuro neocolonial. La guerra siria no es sólo, ni siquiera sobre todo, una guerra civil. Para desgracia de los sirios, en su suelo se dirimen varias guerras, algunas históricas —la de EEUU contra Rusia, la del Baaz contra los Hermanos Musulmanes, la de Hizbolá por su supervivencia— y otras futuras —la de Arabia Saudí contra Irán, la de Israel por el mantenimiento de la ocupación, la de los yihadistas como razón de ser. Que el conflicto se resuelva a satisfacción del pueblo sirio no es posible mientras los intereses neocoloniales marquen el rumbo de Oriente Próximo. En 1949, un armisticio, aún hoy en vigor, puso fin al enfrentamiento armado entre los jóvenes Estados árabes y el también joven Estado de Israel. Lo peor que le puede pasar a Siria es que sea protagonista de otro armisticio a la palestina, lo que supone, salvando las distancias, otras tantas décadas en estado de espera neocolonial. Y es lo previsible.
4. El Golfo es sagrado. El Golfo no se puede tocar, pero hay que tocarlo. Demasiado petróleo en juego. El caso paradigmático es Bahréin, desde 1995 sede de la V Flota de la Marina de EEUU. No se alzaron contra ella en 2011 los trabajadores, los estudiantes y las mujeres de las zonas chiíes marginadas del reparto de la riqueza nacional, sino que protestaban contra una minoría sectaria que gestionaba el país a costa de más de la mitad de su población. Pero la geopolítica de la región exige estabilidad, no democracia, de modo que Arabia Saudí (con sus tropas), Qatar (con su silencio en Al-Yazira) y EEUU (ausente aunque presente), se encargaron de aplastar la revuelta bahreiní de la primavera de 2011. Y ahí siguen vigilantes: si la Plaza de la Perla de Manama, símbolo nacional, ya no tiene perla y está vacía, las calles y barrios de la pequeña isla de Bahréin acogen cada viernes las protestas pacíficas de una sociedad que no calla a pesar de la violenta represión. De lo que pase en Bahréin depende el futuro del Golfo, que es lo mismo que decir del petróleo mundial que por él circula.
5. La fuerza de lo pequeño. Esta es una de las lecciones inesperadas que Túnez ha dado al mundo. Un pequeño vendedor ambulante, en una pequeña ciudad de provincias de un pequeño país del Mediterráneo se inmoló harto de la indignidad de su vida cotidiana, pero en su gesto reside la grandeza de las revueltas árabes. Túnez ha seguido dando otras lecciones: el islamismo puede ser democrático; los triunfos electorales no están reñidos con la búsqueda de consensos; la movilización civil continuada acaba por condicionar las decisiones políticas; los intelectuales tienen un papel que cumplir en las transiciones democráticas… Rachid Al-Ghannouchi, líder del islamismo tunecino, forzó a comienzos de 2014 la renuncia del Gobierno de su partido, Ennahda, para favorecer la aprobación de la Constitución. Ghannouchi ha afirmado recientemente en Washington que “en una etapa de transición como la actual, en que las instituciones aún son muy jóvenes, no es posible que una mayoría del 51% constituya un Gobierno estable, sino que las principales corrientes y partidos han de participar en el poder mediante un amplio Gobierno transitorio que se ocupe de lograr la estabilidad y fortalecer la democracia y las instituciones”. Es una llamada, no hay que olvidarlo, que viene del islamismo tunecino, mayoritario electoralmente, y que echa por tierra el carácter intransigente que se le atribuye al islamismo.
6. Los consensos son tan posibles como frágiles. No hay conflicto insoluble, por más que se entrecrucen los problemas. En Yemen, la transición pactada entre la oposición y los partidarios del presidente Ali Abadallah Saleh muestra un camino posible. La Conferencia del Diálogo Nacional busca desde septiembre de 2013, a pesar de las dificultades, la forma de redactar una Constitución que aúne la diversidad intrínseca del país (geográfica, económica, ideológica, identitaria). Las intromisiones extranjeras, cada vez más evidentes, se lo están poniendo difícil: los últimos choques entre huthis (una tribu zaidí, rama del Islam a mitad de camino entre la chía y la sunna) y salafistas yihadistas reproducen a escala local la pugna entre Irán y Arabia Saudí por controlar el futuro de la región. Los yemeníes, dice la Premio Nobel de la Paz Tawakkul Karman, son conscientes de esta amenaza y están dispuestos a frenarla continuando con sus movilizaciones en demanda de verdadera democracia: la Universidad de Saná sigue siendo el centro de la revuelta. En Yemen, casi siempre olvidado por los analistas europeos, se sintetiza el carácter transversal de todas las revueltas árabes.
Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid. Acaba de publicar BDS por Palestina. El boicot a la ocupación y el apartheid israelíes (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo).