(Galde 23, invierno/2019). Alberto Pradilla.-
Cuando Andrés Manuel López Obrador apareció triunfal en la plaza del Zócalo de Ciudad de México en la noche del 2 de julio, cumplió el objetivo que se le había escapado en los últimos doce años: alcanzar la presidencia de la segunda economía de América Latina. Su triunfo, aplastante, con más del 53% de los votos, supone un terremoto para el país norteamericano. Por detrás, muy alejados, sus dos contrincantes: Ricardo Anaya, de la antinatura coalición entre el PAN (Partido de Acción Nacional, derechista) y el PRD (Partido de la Revolución Democrática, izquierdista y antigua formación de López Obrador); y José Antonio Meade (Partido Revolucionario Institucional, la formación que gobernó desde 1929 hasta 2000).
Se trata de la primera vez en la historia democrática de México que la izquierda llega al poder y lo hace en un contexto de grave crisis. Por un lado, a causa de la violencia, brutal, salvaje, descontrolada. Por otro, por la descomposición del Estado, castigado por la corrupción y penetrado por grupos criminales. En este contexto, es obvio que la pobreza juega un papel clave: cuatro de cada diez mexicanos son pobres, según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
La noche en el Zócalo, cuando López Obrador irrumpió exultante, fue de celebración, de alivio, de esperanza. Lo que viene por delante son seis años de tremendos retos y la gran oportunidad para un líder carismático, cuyos detractores siempre han intentado vincular con Hugo Chávez y la revolución bolivariana en Venezuela, pero que en los últimos tiempos ha limado aristas.
«Morena (Movimiento de Regeneración Nacional, el partido de Obrador) ganó porque, siendo una formación de izquierdas, logró que le votase una parte de la derecha», explica su secretario nacional de Derechos Humanos, Carlos Figueroa Ibarra, un sociólogo guatemalteco víctima de la represión en su país de origen (sus padres fueron asesinados en 1980, durante la dictadura del general Fernando Romeo Lucas García) y que se reivindica «orgullosamente comunista». Él mismo reconoce que no representa la media de los tres millones de afiliados que el partido que ha roto el bipartidismo mexicano.
Si se quiere entender qué se puede esperar de López Obrador es imprescindible conocer su historia. Para el actual presidente electo de México, popularmente conocido como Amlo, la expresión «a la tercera va la vencida tiene un significado especial. En 2006 se presentó a las elecciones presidenciales liderando la plancha del PRD, escisión por la izquierda del PRI. Aquel primer intento terminó con fraude. Por menos del 1% de los votos, el Tribunal Supremo Electoral dio la victoria a Felipe Calderón (PAN). Los seguidores de López Obrador permanecieron durante más de un mes cortando la avenida Reforma, en el centro de la capital, sin lograr nada.
Seis años después, volvió a concurrir, nuevamente por el PRD. Perdió ante Enrique Peña Nieto (PRI). Y volvió a cantar fraude. A partir de ahí, fundó Morena, su propio movimiento, y ha logrado imponerse en las elecciones con un partido que apenas tiene cuatro años de vida pero que se ha hecho con una abultadísima mayoría en Congreso y Senado y domina buena parte de las gobernaciones. Todo un tsunami.
Ideológicamente, Morena se presenta como una formación netamente de izquierdas. Sin embargo, ha tenido que hacer concesiones. López Obrador ha virado su discurso, desde un mensaje antineoliberal a centrarse en la lucha contra la corrupción. En su formación explican que no es que haya cambiado de posición, sino que encontró en la bandera de la corrupción un enganche para conectar con mayorías que, hasta el momento, le veían con desconfianza. Además, para presentarse a los comicios se ha visto obligado a sellar alianzas. Y estas pueden suponer problemas en el futuro. A su izquierda, el pacto es con el Partido del Trabajo, una formación marxista. A su derecha, con Partido Encuentro Social, un grupo conservador, que tiene entre sus filas a muchos pastores evangélicos. Ojo al evangelismo, cuyo ascenso entre las clases populares de América Latina lo sitúan como un agente clave para la política del futuro. Cabe esperar que en los próximos seis años habrá desencuentros entre estos sectores. A ello se le unirá la inexperiencia de muchos cuadros. Morena es tremendamente joven y a su ola de victoria también se ha sumado el séquito de oportunistas.
Si quiere entender qué se puede esperar de López Obradores es imprescindible comprender el país con el que se encontrará cuando empiece a gobernar, a partir del 1 de diciembre.
El problema fundamental es la violencia. México se desangra y el número de asesinatos no hace sino incrementarse. El origen está en una guerra. Se trata de una guerra que no tiene trincheras. Que se combate entre diversos ejércitos y que se lleva todo por delante. Es la denominada «guerra contra el narcotráfico», que comenzó Felipe Calderón en 2006. México comparte su frontera con Estados Unidos. Estados Unidos es el gran mercado para las sustancias estupefacientes. Y los narcos tienen que pasar por México para transportar la mercancía, que o bien se produce en el propio país norteamericano o se importa desde Colombia. La principal consecuencia de esta guerra fue sacar al Ejército a la calle. Esto incrementó la violencia en territorios, como Tamaulipas o Guerrero, donde los narcos son amos y señores. Además, la estrategia de descabezar los carteles ha sido contraproducente. Donde antes había cuatro o cinco grandes estructuras criminales, ahora hay 200. Nombres como el cartel de Sinaloa o el emergente Cartel Jalisco Nueva Generación son imprescindibles para entender la sangría. En doce años han muerto más de 200.000 mexicanos y otros 35.000 están desaparecidos. La violencia llega a extremos como el ocurrido el viernes, 14 de septiembre, plena plaza de Garibaldi, uno de los destinos turísticos del centro de la capital. Aquella noche, tres sicarios disfrazados de mariachis ametrallaron una cantina y mataron a seis personas. Huyeron. Nadie fue detenido.
Poner fin a la violencia es uno de los grandes retos. Quizás, el más importante. Las estructuras criminales se han mimetizado hasta tal punto con el Estado que se da por hecho que hay territorios en los que uno no puede hacer política si no cuenta con el aval del patrón local. En elecciones, al menos 150 candidatos o políticos fueron asesinados. Cuando hablamos de corrupción, hablamos de eso.
No obstante, López Obrador ha puesto énfasis en la idea de «austeridad» como medio para la redistribución. Quitar fondos del aparato para reinvertir en proyectos económicos y justicia social. Ahí se encontrará con poderosos enemigos: las élites tradicionales, tanto políticas como económicas.
Otro asunto que será fundamental es la relación con EEUU. Por el momento, parece que el presidente estadounidense, Donald Trump, le ha dado una tregua. Pero este insiste en la construcción del muro entre ambos países para frenar la inmigración, algo que López Obrador no puede tolerar. Menos, si como proclama Trump, pretende pasar la factura a los mexicanos.
Durante toda su campaña, López Obrador habló de la «cuarta transformación» del país, tras la independencia (1921), la Reforma (1858-1861), y la Revolución (1910). A diferencia de las otras tres, el futuro presidente destaca que su proyecto de transformación será «pacífico». Es posible que nos encontremos a un presidente más parecido al encarcelado Lula da Silva, de Brasil, que al fallecido Hugo Chávez en Venezuela. También es previsible una política que mire más hacia el interior que hacia fuera. Sin embargo, llega en un contexto de ofensiva neoliberal, después de dos décadas en las que se habló de «ciclo progresista» en América Latina. Las expectativas en la población son altas. Aunque bien saben que un solo presidente no puede cambiar todo en un país descompuesto.