Libertad sexual es el derecho que nos asiste a las personas a identificar qué nos resulta sexualmente placentero y bajo qué condiciones, a vivir esa experiencia con la frecuencia que nos apetezca, y a decidir con quién o con quiénes deseamos mantener relaciones y cómo queremos tenerlas en cada momento. La libertad sexual que merece ser protegida es la que permite que cada persona pueda desear, proponer y buscar el consenso con quienes quiera relacionarse para hacer posible la sexualidad que busca. Hay que recordar que en cuanto a sexualidad los límites entre “normal” y “anormal” lo marcan las prácticas absolutamente personales de cada quien, prácticas que conviene vivir en entornos seguros y cuidadosos.
Hablar de sexualidad es hablar de la búsqueda y obtención del placer de cada cual, del propio y del que puede lograrse en compañía, pero es difícil disfrutar de lo que desconocemos que puede servirnos para el placer (no solo los genitales). Por eso es imprescindible que cada cual conozca su propia respuesta sexual, qué es lo que le resulta placentero y en qué condiciones; solo así podremos relacionarnos con la autonomía suficiente para que el placer, e incluso el orgasmo, no dependan de la habilidad de las personas con quienes nos relacionemos. La clave, en la fantasía y en la realidad, es darse permiso para disfrutar y conocerse, y tener la capacidad de desear, decidir, proponer y consensuar, y así poder ser tan activos/as, o pasivos/as, como nos apetezca en cada momento.
El discurso tradicional sitúa a los hombres como sujeto y a las mujeres como objeto. Que el deseo y el placer giren en torno a los varones es un privilegio que lleva implícita la responsabilidad de cargar con el éxito o fracaso del encuentro sexual. Así, se convierte en un examen que dificulta el placer de ellas y limita el nuestro a la mera descarga simbólica de una descarga física. Los hombres que apostamos por la igualdad sabemos que es necesario subvertir ese discurso porque solo se puede ser libre entre personas libres y por tanto iguales: hay que cuestionar la supuesta superioridad de la sexualidad masculina y dejar de estigmatizar los deseos y la iniciativa de las mujeres.
El disfrute de la sexualidad necesita superar esa inhibición social que deja la educación para el placer en manos de la pornografía, que proporciona un aprendizaje muy poco útil en las relaciones entre personas reales. Sobre todo, en un momento en que los varones se enfrentan al cambio de unas mujeres que se reivindican como seres autónomos, deseantes, con iniciativa y capaces de consensuar el tipo de relación que desean en cada momento. Este cambio obliga a los hombres a renunciar a la iniciativa unilateral. A dejar de creer que deben controlar erección y eyaculación, o que coito sea sinónimo de relación sexual completa. A reconocer lo poco que conocen la respuesta sexual femenina y a compartir la responsabilidad del éxito del encuentro sexual. Este cambio confunde a los hombres, pero cada vez son más los que lo viven como liberación y tratan de aprender de ellas, y con ellas, en cada encuentro.
En este contexto, la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, cuyo anteproyecto andamos debatiendo, acierta al eliminar la figura del “abuso sexual”, porque no hay más uso lícito que el acordado. Pero olvida los cambios que se están produciendo, no reconoce a las mujeres como sujetos sexuados y pone a los hombres a la defensiva cuando parte de un discurso moral que entiende la sexualidad como espacio de poder donde los hombres son siempre agresores potenciales y las mujeres siempre víctimas.
Me entristece oír a Patricia Faraldo defender el castigo como método pedagógico cuando dice que «el Código Penal no tiene solo una función punitiva, sino educativa: traslada un mensaje a la sociedad de lo que se considera intolerable». Y oír a Irene Montero cuando la presenta como «la ley del «solo sí es sí»», porque «pone el consentimiento en el centro». Me entristece porque olvida que «consentir» es “permitir o no que nos hagan algo”, y así se refuerza la idea de varón deseante y mujer que consiente, de depredador ante su objeto de deseo, cuya libertad se limita a la posibilidad de consentir o rechazar sus propuestas.
Y me da miedo que esta lógica oriente los contenidos en educación sexual del currículum, o impulse las campañas institucionales “dirigidas a hombres, adolescentes y niños para erradicar los prejuicios basados en roles estereotipados de las mujeres y los hombres”. A los niños sería más eficaz escucharlos que interpretarlos, para educarlos en las ventajas de la igualdad y que rechacen esos prejuicios y roles de los que se les acusa a edades tan tempranas.
Sevilla, noviembre 2020
José Ángel Lozoya Gómez. Miembro del Foro de hombres por la igualdad.