Lo denuncio, lo denuncio y no pasa nada

 
 
Galde 33 uda/2021/verano. Norma Vázquez.- 

Los testimonios televisados de las víctimas-supervivientes de la violencia machista cumplen muchas y variadas funciones. En primer lugar, son una forma de recuperación de las víctimas, de elaboración de su historia en primera persona. También son un elemento fundamental para la concienciación social y deberían ser una forma de reparación social, es decir, permitir que aquellas personas que sabían, pero no hicieron nada, o que les dijeron que aguantaran porque era lo mejor para la familia, puedan reparar las consecuencias de sus actuaciones de antaño a la luz de un nuevo momento. Y por supuesto, deberían servir para revisar las políticas públicas.

En los últimos meses un testimonio televisivo ha hecho correr mucha tinta. Se trata de la docuserie “Rocío, contar la verdad para seguir viva”. Más importante que la tinta que se ha invertido en analizarlo desde distintas ópticas, me parece la constatación de que, tras la emisión de los primeros capítulos, las llamadas al 016 aumentaron en un 42% y las del teléfono de atención a víctimas habilitado en Euskadi, un 30%.

Con estas evidencias iniciales del impacto que ha tenido entre las mujeres, quiero hacer un paralelismo entre dos testimonios que han de ser definitivos en esta lucha contra la violencia machista: el de Ana Orantes y el de Rocío Carrasco.

Ana Orantes habló en 1997 durante poco más de media hora y el programa realizado tras su asesinato tiene una duración de 40 minutos, incluyendo los comentarios de la periodista. Se emite en un canal local donde podemos ver a una mujer que cuenta una historia de auténtico terror físico y psicológico, apuntada por una periodista que intenta hacer comprensible su historia. A Ana la acompaña en el plató su hija Raquel a la que se ve llorar en algunos momentos y que toma la palabra para contar un poco de la historia de su madre vivida por ella.

Rocío Carrasco grabó 60 horas con un equipo de indiscutible capacidad técnica. Se han emitido cerca de 16 horas de manera semanal durante 2021 en horario de máxima audiencia y en esas horas hemos escuchado una historia de violencia psicológica detalladamente relatada. Sí, hay muchos detalles, de esos que muchas veces no se quieren o no se pueden escuchar porque descomponen el cuerpo y la tranquilidad.

Hay muchas diferencias entre ambos testimonios. Todas las que pueden caber en 24 años de diferencia. Ana contó una historia que arrancó a finales de los años 50 en un España franquista donde ella permaneció 40 años viviendo con su maltratador porque no tenía adónde ir. Ana era una mujer pobre obligada a casarse porque él amenazaba con difundir que ella ya no era “mocita”, adjetivo que repite una y otra vez asegurando que sí lo era, aunque, claro, la credibilidad estaba en él, no en ella.

Rocío cuenta una historia que arranca pocos años después de que inicie el siglo XXI. Se casa un año antes del asesinato de Ana. Ella vive 3 años con su (aquí hay que decir “presunto” para evitarse problemas) maltratador. Es una mujer rica, conocida de todas las personas que ven programas o leen revistas del corazón y de todas aquellas que, sin buscarlas, nos encontramos constantemente con noticias de su vida.

Son dos vidas muy diferentes y, sin embargo, tienen mucho en común y es eso lo que quiero destacar porque, en esos 24 años que separan ambos testimonios, podemos ver lo que ha cambiado y lo que aún nos queda por cambiar.

Pánico, miedo, horror son sentimientos que Ana y Rocío expresan al hablar de sus historias de vida. Las palizas ilustran la narración de la primera, la manipulación y otras formas de violencia psicológica, las de la segunda. “No quería que se supiera”, “no quería que mi madre sufriera y por eso callé”. Escuchamos con un cuarto de siglo de diferencia la misma explicación en ambos testimonios. En este aspecto parece no haber cambiado el mandato femenino de cuidar del entorno y de las personas queridas por encima del propio bienestar. “Necesito desahogarme”, “ya no puedo seguir callada” justifican ambas cuando se les pregunta el porqué de sus testimonios. “Todo mundo lo sabía y callaba”, es otro elemento común en las dos historias.

“Denuncio, denuncio y denuncio y no pasa nada”. Ana denunció 15 veces, pidió el divorcio en 1996 y se lo denegó un juez conmovido por las lágrimas de su marido; al segundo intento logró la separación, pero el juez de turno ordenó que siguieran viviendo en la misma casa. Apenas un par de meses antes de que empezara a emitirse su testimonio, una de las revistas de la que suele ser protagonista llamó a Rocío “reina de los juzgados”, en irónica alusión a la cantidad de demandas que había interpuesto desde su separación. Pero como ella misma admitía en varios capítulos, varias demandas no fueron respondidas y no encontraba explicación al silencio judicial ante resoluciones violatorias de sus derechos.

24 años y varias leyes después, estas dos mujeres comparten con decenas de miles que también han dado sus testimonios con diferente repercusión, la impotencia de sufrir, además de la de sus parejas o exparejas, la violencia de las instituciones y la sospecha social de que no están diciendo la verdad.

La periodista que dirigió el programa donde habla Ana cuenta que, cuando le preguntaron fuera de pantalla qué le había animado a dar su testimonio, Ana señaló que así tal vez él se iba a frenar y su entorno se animaría a defenderla. El resultado fue su asesinato. Rocío dice que contarlo es la única manera de sanarse tras su intento de suicidio y de enfrentar dos décadas de silencio por su parte, mientras su expareja recorría platós de televisión contando una historia que nunca era contrastada. El resultado lo veremos, pero ya empezamos a escuchar voces de descrédito y cuestionamiento hacia Rocío; la sospecha de que ha habido motivación económica o, cómo no, deseos de venganza.

Hay un elemento más en común en ambas historias: las hijas e hijos que crecen viviendo la violencia hacia su madre por parte de su padre. Raquel Orantes, la hija pequeña que escuchaba emocionada el testimonio de su madre y descubría por primera vez su historia de maltrato, apenas esbozaba algún comentario sobre las distintas reacciones de sus siete hermanas y hermanos con los que compartía el entorno de terror generado por un padre violento. Un detalle siniestro: cuando Ana comienza a hablar de la violencia sexual hacia su hija mayor por parte del padre, la emisión se interrumpe para dar paso a los anuncios. El asesino de Ana era, además, un abusador de sus hijas e incluso de su nieta, comportamiento que, en aquella época, no parecía ser relevante en el testimonio ni para la justicia.

Rocío Carrasco ha hablado de su relación con su hija e hijo y en torno a esta relación se han desatado mil polémicas. Lo más relevante de un tema que obligaría a un análisis más exhaustivo de la violencia vicaria, es la exigencia de buena parte de los y las polemistas de que el maltrato no afecte las vivencias maternales de las mujeres porque estas “deben pelear por mantener consigo a su prole siempre y en todo momento”, como si la fuerza del cariño no tuviera razones para diluirse.

Hay voces que cambian la conciencia de una sociedad. El asesinato de Ana Orantes fue un hito que ayudó a dejar de normalizar la violencia, aunque su alcance haya quedado limitado a no normalizar la violencia física extrema que sufren las mujeres que, como ella, no tienen opciones de salida.

El testimonio de Rocío Carrasco ha abierto la puerta para que entendamos la dinámica de la violencia psicológica y la violencia vicaria, así como el papel de una sociedad que se cree igualitaria, pero mira para otro lado ante la violencia que viven mujeres que no tienen el “perfil” de víctimas. Entremos hasta el fondo del escenario que nos abre esa puerta, porque ahí se decide la vida de miles de mujeres, niñas y niños. Y para que el testimonio de quienes la sufren sea una manera de reparación social, mientras esperamos la siempre lenta respuesta judicial que aún no comprende el impacto de la violencia en las mujeres.

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