(Galde 22, otoño/2018/udazkena). Jesús Herrero.
Cuanto más tiempo transcurre desde el fin de la violencia, mayor es el sentimiento de incomprensión sobre lo ocurrido. La violencia sólo ha generado un dolor y un daño irreparable a las víctimas. Nada más. Ese es su único y trágico logro. Ante la siempre tardía desaparición de ETA de nuestras vidas siguen vigentes las dramáticas preguntas de ¿todo esto, por qué?, ¿para qué?.
ETA y su entorno siempre han intentado poner en valor lo que, desde su perspectiva, eran cuestiones sobre las que se podía negociar. En esta estrategia, afortunadamente fallida, han utilizado, primero, el cese de la propia violencia, posteriormente, la entrega de las armas y, luego, su propia desaparición. Todo ello en un contexto en el que diferentes actores, ante estos hitos, han desarrollado sus correspondientes escenificaciones en Aiete, Baiona y Kanbo. Ha sido un ejercicio continuo de aplicar fórmulas externas bajo ese eslogan de «final ordenado» y de montar escenificaciones que, en la práctica, han intentado maquillar la cruda realidad de la violencia y sus resultados.
Lo ocurrido en Euskal Herria no es comparable a otros conflictos en los que estaban en juego las condiciones básicas de vida y de subsistencia para gran parte de la sociedad o se daba una quiebra real en la convivencia. Aquí, a pesar de la violencia, y es trágico decirlo, se ha vivido relativamente bien, claro está, si no se ha formado parte del colectivo de víctimas o de amenazados. Aquí, el fin de la violencia de ETA, la entrega de las armas y su desaparición definitiva sólo se podía dar de forma unilateral, fruto del desestimiento. Precisamente, si se quiere hacer referencia a otros conflictos, habrá que resaltar esta circunstancia como un elemento claramente diferenciador: aquí se ha llegado al final de la violencia sin realizar concesiones políticas.
Si para alcanzar ese desestimiento, ETA ha necesitado el apoyo externo a través de los autodenominados mediadores, bienvenido sea, pero que no nos hagan «comulgar con ruedas de molino”, no nos hagan aceptar cuestiones imposibles e irreales. Toda esta estrategia, supuestamente ordenada, en la que ETA ha seguido una hoja de ruta acompañada de escenificaciones en las que se demandaba pasos a la «otra parte» (lo que contradecía su propia apuesta unilateral) ha servido, en la práctica, como un mecanismo de elusión de responsabilidades. Incluso hemos tenido que presenciar cómo todavía algunos han querido construir un escenario épico sobre la trágica historia de ETA. Pero en realidad, todo ha sido terriblemente más sencillo: «el rey iba desnudo». Aquí sólo ha existido una violencia gratuita e injustificada que tenía que ser finalizada por quienes la ejercían y por todo el entorno que ha justificado dichas actuaciones. Nada más. Es la historia real de un trágico fracaso que obviamente cuesta mucho asumir.
Esta reciente aparición de los entusiastas del “proceso de paz” resulta paradójica. Por ejemplo, el Foro Social afirma que “La Comunidad Internacional ha jugado un papel fundamental para poder dar pasos decisivos hacia la construcción de un escenario de paz justa y duradera” o en 2017 se convoca una manifestación en París bajo el lema “Bakea Euskal Herrian: Orain presoak» sin hacer ninguna valoración sobre los años de la violencia y sin hacer referencia a las víctimas. Estos hechos muestran un enorme déficit sobre el análisis de lo ocurrido. Desde estos grupos también se afirma que “…al conjunto de personalidades que nos han acompañado … este país les debe un reconocimiento”. Insisto, si estas personalidades de “reconocido prestigio” han sido escuchadas por quienes han ejercido y justificado la violencia, bienvenido sea, pero todo ese entorno de la izquierda abertzale tiene que soportar la contradicción de dar ese supuesto papel tan trascendental a esas “personalidades” externas a las que se recibe con corbata y “alfombra roja” al mismo tiempo que se promulga un funcionamiento popular y asambleario para abordar cualquier reivindicación.
En toda esta trágica historia de la violencia se ha ido produciendo un intento continuo de ocupación de espacios, especialmente en el uso del lenguaje. En los años 80 la palabra “paz” quedaba absolutamente fuera del lenguaje de la izquierda abertzale. Sonaba a rendición dentro de su análisis bélico. De ahí se ha llegado a ser los primeros defensores del «proceso de paz». Otro punto de inflexión significativo se produjo, ya en 2011, con la presentación de los estatutos de Sortu donde se proclamaron mensajes novedosos como el rechazo a “quienes fomenten, amparen o legitimen los actos de terrorismo”. El último hito en esta evolución del lenguaje es el comunicado de ETA que incluía el reconocimiento parcial y limitado del daño causado a “víctimas que no tenían una participación directa en el conflicto”. Esta evolución en el lenguaje es positiva, pero si la Izquierda Abertzale quiere ocupar el espacio propio de los derechos humanos y los principios democráticos debe realizar en la práctica un tránsito necesario que pasa por la deslegitimación de toda violencia y no solo por un cambio en el lenguaje. Por ejemplo, si EH Bildu todavía no es capaz de compartir un acto en el que se afirme que el sufrimiento de las víctimas “fue injusto” es un claro síntoma de que todavía queda camino por recorrer. Sigue siendo necesaria una clara asunción de responsabilidad sobre lo ocurrido. A la izquierda abertzale le corresponde asumir la trágica historia de ETA y, también, sin establecer ningún tipo de equidistancia y sin que sirva para reducir responsabilidades, el propio Estado debe asumir y clarificar todas las actuaciones ilegítimas que supusieron una vulneración de los derechos humanos.
Otra cuestión siempre abierta es el papel de la sociedad vasca durante los años de la violencia. Como un rasgo típico de cualquier sociedad occidental, la mayoría no se ha sentido ni se ha querido sentir directamente afectada por diferentes motivos: miedo, comodidad, indiferencia… Este hecho es el que, además, ha provocado una falta de empatía y de solidaridad hacia las víctimas porque no eran consideradas como las trágicas destinatarias de un ataque que iba dirigido contra toda la sociedad. Desde esta lógica, esa mayoría indiferente opta ahora por pasar página rápidamente. Se insiste en «mirar al futuro y no mirar hacia atrás» para no tener que rendir cuentas sobre las propias responsabilidades de omisión.
Pero también ha existido un colectivo de ciudadanos que, fundamentalmente en torno a Gesto por la Paz, se ha movilizado sistemáticamente en contra de la violencia desde una perspectiva de defensa de los derechos humanos para todas las personas y desde el trabajo de solidaridad hacía las víctimas. No habrá sido un colectivo mayoritario, pero sí ha sido relevante por sus aportaciones, tanto en la movilización como en la formulación de sus principios éticos y políticos. Por ejemplo, en el Proceso de Conversaciones de Maroño en 1993, Gesto por la Paz lanzó su análisis de separación de conflictos basado en que ningún problema político (que son naturales en una sociedad plural como la vasca) justificaba el uso de la violencia. En aquel momento fue recibido como algo que podía sonar bien, pero que no era aplicable en el contexto real de Euskal Herria. Afortunadamente hemos llegado al final bajo esos parámetros de no vincular violencia y política. Gesto por la Paz ha sido un movimiento pre-partidista, que no pre-político. Es un matiz importante. Gesto por la Paz ha defendido que la lucha contra la violencia se debía situar en ese plano anterior a las lógicas disputas partidistas, pero eso no significaba que sus pronunciamientos no tuvieran un carácter y una incidencia en lo político. Algunos análisis actuales intentar reducir únicamente a Gesto por la Paz al plano de la ética, obviando sus aportaciones a la política pre-partidista, para diferenciarlo de otras organizaciones con otras aproximaciones ante el problema de la violencia. Estas y otras muchas cuestiones son las que tienen que ser analizadas con rigurosidad para construir y reivindicar la memoria de lo que nunca debió comenzar.