Isabel Piper Shafir*, (Dossier Galde 08. otoño 2014). Los procesos de memoria colectiva constituyen una dimensión fundamental en la construcción de la democracia y de una cultura de respeto a los derechos humanos. Esto es así no sólo por la función normativa de la memoria, es decir, recordar la violencia del pasado para que ésta no vuelva a ocurrir, sino porque la memoria es un escenario de conflicto en el cual se negocian y construyen significados sobre nuestros pasados, presentes y futuros posibles.
Las memorias colectivas constituyen uno de los procesos más complejos e interesantes de las sociedades que han sufrido en su pasado reciente conflictos políticos violentos. Aunque el ejercicio de dicha violencia acabe, las luchas por la memoria permanecen vivas y constituyen importantes espacios de acción política.
Mientras los debates sobre el pasado se mantienen vigentes, construimos activamente interpretaciones diversas que tienen importantes afectos sobre el presente y el futuro. A través de estos debates nos pensamos como sociedad, nos constituimos como sujetos sociales complejos, dinámicos y cambiantes, abrimos futuros posibles y profundizamos nuestras democracias.
Por el contrario, cuando las batallas de la memoria concluyen, cuando se conforma una memoria única, compartida por todos/as, y con pretensiones de ser un relato definitivo sobre pasado, entonces lo que se produce es un cierre, la clausurade un relato que pierde su carácter afectivo, que deja de conmover, que fija sentidos y construye sujetos atrapados en identidades inmóviles.
Es precisamente lo que ocurre actualmente en Chile. Las memorias de las víctimas del terrorismo de Estado, que en un comienzo emergieron como versiones disidentes, se convirtieron en el relato hegemónico sobre el pasado reciente. Como muestra Peter Winn (2014) en su historia de los procesos de memoria colectiva de Cono Sur, la lucha contra el olvido fue ganada, consolidando como memoria hegemónica el terrorismo de Estado en una versión “reconciliada”, factible de ser aceptada por sectores diversos – incluso opuestos- de la sociedad. La violencia política pasó a ser aceptada por todos y todas como una tragedia compartida que nunca debe repetirse.
La figura central en este proceso es la víctima. Las comisiones de verdad las identificaron y calificaron como tales, posibilitando que fueran ser sujetos de las políticas de reparación. Además escribieron su historia y legitimaron su sufrimiento.Las conmemoraciones las recuerdan colectivamente por medio de rituales que preservan las memorias de sus vidas y sobre todo de sus muertes, convirtiendo las fechas y lugares en las que estas ocurrieron como hitos de la memoria colectiva. Los lugares de memoria marcan estos sitios ofreciéndole a los y las ausentes un espacio en el cual seguir habitando la sociedad, a sus familiares un lugar donde recordarlos/as, e interpelando a la sociedad a no olvidar a las víctimas del terrorismo de Estado. Los archivos conservan los testimonios de lo que les ocurrió y – al igual que los lugares de memoria – son utilizados como parte de las estrategias educativas que buscan transmitirle a las nuevas generaciones aquello que nunca más tendría que volver a ocurrir: la violencia política.
Todo esto ha supuesto importantes avances para la justicia transicional, ha contribuido a la reparación de las víctimas y a la elaboración de sus traumas, ha instalado en la sociedad chilena la convicción de que es necesaria una cultura del “nunca más”. Pero ¿ha permitido profundizar y consolidar nuestra democracia?, ¿ha contribuido a construir una sociedad más justa, menos violenta, en la cual se respeten los derechos humanos? Lamentablemente debo decir que no.
Aunque la memoria de las víctimas haya predominado, se sabe que no fueron solamente las víctimas directas de la represión los únicos protagonistas de la historia de violencia política de nuestro país. Sin embargo, el protagonismo que las asociaciones de víctimas y sus experiencias directas con la violencia tienen en las políticas de memoria, ha contribuido a opacar la importancia de las memorias de otros grupos que recuerdan desde otros lugares sociales.
Se conocen y se han investigado muy poco de “otras memorias”, elaboradas por grupos o sectores de la sociedad que, aunque experimentaron los procesos de cambio y las disputas del período, no tuvieron una participación directa en ellos o al menos no fueron sus víctimas directas. Me refiero por ejemplo a las amas de casa, a los y las empleados/as públicos que por haber manifestado alguna opinión política fueron sancionados por su grupo social o incluso despedidos; o a aquellas militantes que a pesar de no haber sido directamente violentadas sí sufrieron de años de amenazas y miedo; o a los jóvenes que por ser muy pequeños en esa época o bien por haber nacido luego del fin de la dictadura no vivieron en carne propia su violencia. La otredad de esas memorias se define, al menos en parte, por referirse a sujetos sociales que no han sido activos en las luchas y disputas por la memoria en el espacio público. Sus memorias permanecen en el campo de lo privado, pero no por ello tienen menos importancia en la construcción de nuestras realidades sociales.
Aunque el proceso de visibilización y hegemonización de las memorias de las víctimas ha implicado grandes beneficios para los procesos de democratización, su conformación en una memoria única tiene el efecto de excluir esas otras memorias. La legitimación de las víctimas como las voces autorizadas para hablar de la experiencia del pasado les ha permitido el reconocimiento social que ha posibilitado narrar una historia que había sido sistemáticamente negada por las autoridades y sectores dominantes de la sociedad. Pero el considerarlas como un sujeto homogéneo nos hace difícilreconocer la existencia de distintos tipos de víctimas con su diversidad de vivencias y memorias. Por otro lado, la existencia de una única voz autorizada para hablar del pasado tiene el efecto de silenciar otras voces – como las de quienes no fueron víctimas directas del terrorismo de estado.
Es el caso de quienes, habiendo vivido las épocas de conflictos violentos no protagonizaron las experiencias legitimadas como memoria hegemónica. El sociólogo chileno NorbertLechner (2002) se refiere a estos sujetos como testigos de un naufragio ajeno, quienes construyen una memoria de dolores y miedos cotidianos, sin discursos legitimatorios, que asume lo acontecido como parte de lo ‘normal y natural’. Una normalidad que, en ausencia de sangre visible, no deja reflexionar en relación a las causas y efectos de la violencia (Lechner, 2002).
Esta misma sensación – la de ser testigos de la violencia de otros/as -es lo que le ocurre a las nuevas generaciones cuando se enfrentan a los relatos hegemónicos, ya sea a través de testimonios, de actos conmemorativos, de lugares de memoria u otros dispositivos. Dichos artefactos de memoria parecen tener tal autoridad sobre los hechos del pasado que deja a los jóvenes sin voz propia, obligados/as a aprenderse las memorias de otras personas que – con todas las buenas intenciones del mundo- tratan de trasmitirles. La situación no deja de ser paradojal: las víctimas esperan de las nuevas generaciones que no olviden la violencia del pasado, que se hagan cargo de su legado y que sostengan el “nunca más”. Sin embargo a estas nuevas generaciones se les quita toda posibilidad de agencia en la construcción de memorias propias. Se les pide que sientan propias las memorias ajenas.
Los relatos sobre el pasado son construidos por diversos sujetos colectivos, por lo tanto no podemos esperar que no sean también diversos e incluso contrapuestos. Dado que estos sujetos coexisten en un mismo contexto histórico y social, también lo hacen las memorias que construyen sobre una época o acontecimiento determinado. Vinyes (2009) sostiene que se trata de un pasado sin experiencia y que, por ende, no puede dejar de pasar. Un pasado que permanentemente es revivido, creando posibles opciones de resignificación y reapropiación para las generaciones más jóvenes que lo usan como una ayuda más para comprender su presente.
Las memorias se construyen como narrativas diversas sobre el pasado a partir de las condiciones del presente. Las distintas memorias se ponen en diálogo y entran en conflicto al disputar el estatus de legitimidad y verdad sobre el pasado al que aluden.
Una de las cosas que hemos aprendido en nuestras investigaciones sobre las memorias de la violencia política en Chile, es que es imprescindible considerar la existencia de múltiples y diversas memorias. También que es necesario analizar el tema con una mirada amplia asumiendo la multiplicidad y diversidad de las memorias colectivas, construyendo políticas de la memoria inclusivas, que garanticen el derecho de recordar de sujetos sociales diversos. Una y otra vez nos hemos encontrado con la necesidad de ampliar la mirada, de reconocer sus contradicciones y dejar de buscar una memoria única.
* Departamento de Psicología, Universidad de Chile
Bibliografía citada: Lechner, N. (2002). Las sombras del mañana. La dimensión subjetiva de la política. Ed. LOM; Vinyes, R. ed. (2009). El Estado y la memoria. Gobierno y ciudadanos frente a los traumas de la historia. Ed. RBA Llibres; Winn, P. (ed.) (2014). No hay mañana sin ayer. Ed. LOM.