Guillermo Marín y Virginia López de Maturana.
Las ciudades, las realidades en las que vivimos envueltos, están jalonadas de huellas que nos retrotraen a otras épocas, a otros periodos históricos. A un pasado que, mejor o peor, o de mayor o menor cercanía en el tiempo, no deja de constituir un recordatorio de lo que, a pesar de su legado, ya no es.
Entre otras muchas cosas, la Historia tiene la virtud de acercar el pasado al presente, y una buena Historia ha de aspirar a hacerlo sin que le tiemble el pulso, asomándose a lo pretérito sin miedo, como el que se acerca a una ventana y otea el horizonte desde el espacio prudente que da la deliberada distancia, y desde la convicción (o al menos la pretensión) de que la visión que nos proporciona la lente de nuestros prismáticos no tenga posos. ¿Imposible? Probablemente. Aun así, la declaración de intenciones no deja de ser edificante.
El franquismo, como otros períodos históricos, forma parte de este pasado. En cada uno de ellos se construyó un aparato simbólico con el que se buscó, con mayor o menor éxito, una legitimación, un ensalzamiento de su naturaleza, y un enganche con la sociedad de su tiempo.
Por su parte, tras la celebración de las elecciones municipales de 1979, los nuevos ayuntamientos democráticos constituidos en Euskadi tomaron pronto medidas con el fin de eliminar buena parte de esos símbolos que aún pervivían tras el fin de casi cuatro décadas de dictadura. Así, por ejemplo, fueron eliminadas del nomenclátor vasco algunas calles que hacían referencia directa al propio dictador o a José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española. No obstante, entonces no fueron eliminados todos aquellos vestigios, sino que aún actualmente perviven algunos nombres de calles, así como otras huellas destinadas, en su día a ensalzar el régimen. Por ello, en 2007 se aprobó la denominada Ley de Memoria Histórica, cuyo artículo 15 establecía que las administraciones públicas del Estado –en sus diferentes niveles– debían tomar las medidas oportunas con el objetivo de proceder a la eliminación de esos símbolos. En la actualidad, nos encontramos, pues, en un contexto en que el debate social en torno a qué hacer con los vestigios simbólicos franquistas sigue estando muy vivo (quizá más vivo que nunca). El último hito en Euskadi ha tenido lugar recientemente, cuando las Juntas Generales de Álava aprobaron una moción para la eliminación de los vestigios franquistas existentes en el Territorio Histórico en el plazo de un año. Lo que vuelve a poner de manifiesto que el posicionamiento político respecto al debate es decisivo.
Sin embargo, dicho debate no es exclusivo de la sociedad vasca o española, sino que se mantiene igualmente en otros países que también padecieron regímenes dictatoriales, como la Alemania nazi o la Italia fascista. Por poner tan solo un ejemplo, tal es el caso de Viena, donde hasta abril de 2012 una de las plazas que conformaban su famosa Ringstraße llevaba el nombre de Karl Lueger, alcalde de esta ciudad entre 1897 y 1910. Siendo alcalde de la capital del Imperio austrohúngaro, Lueger municipalizó el gas y el agua, creó una amplia red de transporte público y extendió los servicios de bienestar social a buena parte de la población. Por ello, Viena conserva actualmente en su honor diversas placas y monumentos conmemorativos.Sin embargo, Lueger pasó también a la historia por su antisemitismo y, sobre todo, tras haber sido definido por Hitler en su Mein Kampf como “el más grande alcalde alemán de todos los tiempos”, siendo reivindicado como predecesor directo de su régimen totalitario. Así, en la actualidad existe en Austria un importante debate sobre la posibilidad de eliminar su nombre –así como el de otros personajes defensores del antisemitismo– del espacio público, que enfrenta a los diversos grupos políticos.
Italia sigue también lidiando con los fantasmas de su pasado. Quizás el eco reciente de más resonancia haya sido la propuesta, de la coalición PDL-Lega, de devolver a las calles de Brescia una gran estatua construida durante el periodo fascista, llamada Era Fascista y conocida popularmente como Il Bigio. El planteamiento divide a la sociedad italiana entre los que consideran su reposición una ofensa, una provocación y una invitación a la división social, y los que la defienden apelando a criterios estéticos, artísticos, aunque también culturales o históricos. Un complejo cóctel que incluye, entre los primeros, a un amplio espectro del centro-izquierda italiano, donde destaca, por sus llamadas a la movilización social en contra de Il Bigio, la Associazione Nazionale Partigiani d’Italia (ANPI). Mientras que entre los segundos, y por razones bien variadas, encontramos a una parte del centro-derecha de ese país, a nostálgicos del fascismo, además de un sector de la comunidad gay –italiana en general, y bresciana en particular- que han convertido esta estatuaen un icono kitsch. A todos estos hay que sumar la figura de Walter Veltroni (notorio político italiano en absoluto sospechoso de ser un nostálgico del fascismo), que añade a esta coctelera la apelación a la importancia de la conservación de la simbología fascista, en tanto que elemento de interés histórico cuya presencia en los espacios públicos se habría de normalizar.
Esta gestión de la simbología, con sus implicaciones en la esfera de lo político y lo social, y con su componente confrontador en tanto que elemento aglutinador de ideologías, convicciones, sensibilidades y sufrimientos, tiene en Euskadi y Navarra un exponente flagrantemente cercano. Tan cercano que buena parte de la sociedad vasca apenas lo ha empezado a digerir: el de ETA, y el nuevo horizonte surgido tras anunciar esta, en noviembre de 2011, el cese definitivo de la actividad armada.
En este sentido, comienzan a atisbarse, pese a ser un proceso situado a la vuelta de la esquina, elementos que ya anticipan un futuro aderezado de persistencias y confrontaciones. Sin ir más lejos, este último verano diversos medios de comunicación vinculados a la derecha española se han hecho eco de la existencia en las calles de Euskadi de diversas pancartas que, según su criterio, trataban de enaltecer a ETA. Estos mismos periódicos acusaban a las diversas instituciones vascas de supuesta laxitud al permitir la colocación de dichos murales. Y son estos medios, paradójicamente, los que en mayor medida criticaron en su día la aprobación de la citada Ley de Memoria Histórica. De modo que nos preguntamos qué es lo que diferencia la gestión de la eliminación de unos y otros vestigios, pues mientras se reivindica desde estos medios conservadores la eliminación de símbolos supuestamente relacionados con ETA, algunos jóvenes miembros de la opción política que representan, ensalzan aún a día de hoy, la sublevación de 1936, así como diversos símbolos de la dictadura.
Lógicamente, las heridas de la violencia de ETA son más recientes, pero tal y como hemos querido ilustrar con los ejemplos anteriores, tampoco hemos llegado a cicatrizar las llagas producidas anteriormente por los regímenes dictatoriales.
Huelga mencionar las distancias y diferencias evidentes entre uno y otro proceso. La comparación se lanza, deliberadamente desde nuestra condición de historiadores que procuran acercarse y estudiar realidades pasadas, situadas a mayor o menor distancia en el tiempo, con la menor subjetividad y visceralidad posibles. En ambos casos ubicamos nuestros prismáticos ante el fin de un ciclo, y buceamos en su legado, y en cómo la sociedad, la gente, lo procesa, inevitablemente condicionada por sus experiencias y percepciones personales y contextuales, y sin descuidar el persuasivo factor de lo político.