(Galde 17, invierno/2017). Loreto Casado.
Ensayo y narración, La España vacía de Sergio del Molino (Madrid, 1979, residente en Zaragoza) marca un hito en la trayectoria literaria del escritor, conocido mayormente por su labor periodística y su obra de ficción. A este «viaje por un país que nunca fue» le conduce la crónica familiar que desarrolla en su anterior novela Lo que a nadie le importa (2014). Mediante un testimonio autobiográfico y generacional el escritor hace un recorrido a través de la historia, la literatura y el cine español de un país despoblado, 53% del territorio, que dice su presencia y ausencia a lo largo de los siglos y hasta el aquí y el ahora.
Al triunfo de la ciudad sobre el campo, realidad de las otras naciones europeas, se añade en el caso las dos Españas, no precisamente las de Machado, la oposición de la periferia de la península al país sin mar: la España interior formada a grandes rasgos por la meseta de las dos Castillas, Extremadura y la depresión del Ebro. Oposición que se matiza con las diferencias entre España pobre y España enriquecida, España seca, árida y España húmeda y fértil.
Sergio del Molino se basa en la idea de que la España urbana no se entiende sin la vacía. Para ello, apoyándose en una documentación propia de un análisis de gran envergadura, recuerda la situación del campo español desde su condición miserable en el siglo XIX, así como su evolución a lo largo del XX hasta su integración en la Unión Europea: el éxodo rural en torno a 1950-60, el crecimiento demográfico y el desarrollo desigual de las provincias hasta concluir en el drama de la emigración, drama que el franquismo no quería contar sino en clave de comedia, con la figura emblemática del paleto, encarnada por Paco Martínez Soria en la película La ciudad no es para mí (1966).
De esta forma el autor insiste y profundiza, y aquí se sitúa la novedad de este libro, en los mitos negativos que han nutrido la oposición geográfica y también política de las dos Españas hasta hoy. Una mirada cruel al campo genera desde siglos la leyenda de la España negra y criminal, de un país de los pueblos sangriento y brutal, inasequible a la modernidad y a la democracia.
La modernidad en la España de mediados del XIX fue simultánea a la construcción de los mitos sobre el paisaje. Los románticos son los verdaderos inventores del paisaje español, Bécquer en particular, fuera del mundo quijotesco y de la fea Maritornes identificada con ese paisaje baldío, sin árboles y sin valores.
El escritor acierta particularmente al observar cómo los cervantistas, exégetas del texto y especialistas en una filología moderna descreída y científica, contribuyen a despreciar el contexto del Quijote, la necesidad del mito, aquello que se convierte en señas de identidad de una parte de la meseta ibérica: la voluntad de creer en una tierra en la que quieren seguir enraizados.
Azorín, Unamuno, Machado, construyen el paisaje de la meseta y anticipan la literatura de la despoblación ya presente en escritores como Delibes, Torrente Ballester o Cela, pero nadie en el plano literario se identificaba con ellos a partir de 1975. Otra vez triunfaba el ensimismamiento de la literatura y del rechazo de la tradición tanto en la temática como en el estilo. Nadie quería ser escritor español. Sergio del Molino evoca la desaparición de la literatura nacional y el desapego a todo lo que fuera «español», coste que tuvo que pagar toda una generación debido a la apropiación del patriotismo por parte de la dictadura.
Un imaginario de la España vacía parece despertar, no obstante, en los años 1980-1990 y parece continuar en la siguiente generación de «viejóvenes», categoría en la que se incluye el escritor, fruto de una búsqueda de identidades originales que proviene, en parte, de una reacción contra el mundo globalizado pero por otra, del saber que se procede de un lugar que no existe o está a punto de dejar de existir, salvo en la memoria de millones de familias dispersas por toda la geografía.
Es el país que busca su pasado en mitos vividos, pateados, algo que solicita la conciencia y el cuerpo, que perdura en el lenguaje y en una forma de ver la vida transmitida de padres a hijos, que reivindica una vuelta a lo primordial, un viaje al interior de uno mismo.
Más allá de una identidad nacional, dicha patria imaginaria parece más sólida que el país tan negado en su ser, sobre todo desde las nuevas formas de patriotismo de la España actual. País tan negado a sí mismo pero que ha aprendido y desarrollado una convivencia pacífica durante los últimos cuarenta años y que precisa de un relato propio para existir, relato que el escritor, junto con muchos otros contemporáneos considera posible y necesario y al que contribuye magistralmente.