Galde 31, negua/2021/invierno. Norma Vázquez.-
A lo largo de mi trabajo como terapeuta he escuchado cientos de historias de mujeres que han tenido que lidiar con una violencia que irrumpe en sus vidas o que está en ellas desde sus primeros recuerdos. Estas reflexiones son producto de las horas dedicadas a tratar de entender esas historias y construir una narrativa sanadora que les permita vivir dejando atrás el inmenso dolor, terror y culpa que les genera esa violencia que en muchas ocasiones ha forzado su cuerpo, pero que en todos los casos ha violado su intimidad, su confianza, su seguridad y su capacidad de sentirse libres.
Durante mis años de trabajo en El Salvador de la posguerra escuché historias de mujeres que habían sido violadas por un pelotón de soldados, por sus compañeros en el campamento guerrillero, por el colaborador que las estaba escondiendo… Escuché a colegas de otros países latinoamericanos que compartían el sufrimiento que les implicaba atender a mujeres torturadas que habían sido violadas con saña, destrozadas física y emocionalmente.
Junto a esas historias de atrocidades, siempre escuché también las mil formas en que cada una de ellas había sobrevivido y ninguna ha dejado de emocionarme.
Además de las historias de violaciones durante la guerra he escuchado historias de mujeres que de niñas fueron llevadas a la cama de su padre o hermanos, de amigos o vecinos que las tocaron y les dijeron que callaran, que nadie les iba a creer. Historias de mujeres que caminaban confiadas por la calle cuando unas manos desconocidas las atacaron, manos que a menudo tenían rostro, pero a veces no.
También he escuchado historias de mujeres que tuvieron una noche de buen sexo acordado, voluntario y consensuado con el que se alegraron esa noche y otras, pero que días después de no recibir la prometida llamada o de comprobar que el teléfono que habían recibido no era el bueno (hechos con los que podían lidiar), vieron fotos que ni acordaron ni consistieron circulando por las redes, escucharon comentarios humillantes sobre su cuerpo o su desempeño sexual corriendo de boca en boca y se sintieron violadas, no durante el encuentro sexual, sí después. Muchas de ellas pensaron en quitarse la vida porque con eso no podían lidiar.
He escuchado historias de mujeres que por-la-paz-y-un-avemaría se abrían de piernas, literalmente, mientras miraban a otro lado y dejaban que su marido hiciera sus cosas sobre ellas para que las dejara dormir, para que no gritara e incluso, para frenar la amenaza de ir a la habitación de la hija. He escuchado historias de quien ha dicho no porque era lo que creía que había que decir, pero no estaba segura de lo que quería e igual hubiese dicho sí, pero se asustó ante la respuesta violenta que obtuvo a ese no.
Estoy segura de que hay muchas más historias, millones, pero estas son algunas de las que yo he escuchado. Son mujeres que se sienten dolidas, confundidas, culpables, no pueden respirar, no saben cómo compartir eso con las hijas que preguntan, con las madres que preguntan, con las amigas que preguntan…
Cuando llegan traen consigo la expectativa de que yo les diga cómo deben sentirse. Y yo pienso que en tanto la ley sanciona si los hechos vividos han sido o no violación (o agresión, o abuso agravado, o con prevalimiento), ellas buscan en la psicología la respuesta a cómo deben sentirse, buscan un diagnóstico en el que puedan hacer su experiencia emocionalmente inteligible.
Yo no les doy esa respuesta. Les invito a pensar juntas lo que han vivido. Indago cómo llaman ellas a “lo que les pasó”, cómo y a quién se lo han ido contando, cómo se mete en su cuerpo, en sus sueños, en sus recuerdos… Indagamos juntas cómo lo está viviendo, cómo lo quiere vivir y qué les ha hecho buscar ayuda en ese momento.
A esa última pregunta muchas responden que ahora ha sido el momento porque han escuchado, han leído algo que los periódicos o la tele o el grupo de WhatsApp llamaban violación y donde se discutía si ella mentía, si decía la verdad, que mira la cara de esos pobres, que ella tiene cara de guarrilla… y algo de lo que escuchó le quitó el aire, le removió las entrañas y quiso saber qué pasaba con lo de ella.
Entonces hablamos de violación, aunque a casi ninguna le gusta decir en voz alta esa palabra, todas necesitan mucho tiempo para asimilarla e identificar lo que les pasó como eso… Necesitan espacio y silencio acompañado para entender lo que les hicieron, pero también su propia respuesta.
“Profe, me pregunta una alumna interesada de algún máster de intervención en violencia contra las mujeres, ¿entonces cómo podemos medir el impacto de la violencia? ¿Cómo debemos graduar la violencia?” Y no falta otra estudiante que cuestione esta idea de graduar la gravedad de la violencia y diga que “toda la violencia es igual, que el impacto de los hechos no se puede medir”. Y el debate, cuando tenemos tiempo, se complejiza.
¿Por qué aquella mujer que fue violada por no sabe cuántos hombres, porque dejó de contar en el quinto, sonríe y cuida amorosamente a la niña nacida de esa violación grupal en la cárcel, mientras aquella otra que disfrutó del sexo consensuado, pero se siente violada porque su fotografía corre sin control por las redes, tiene ganas de morirse y lo ha intentado ya más de una vez?
Cuando pienso en la respuesta a esta pregunta me viene a la memoria una de mis primeras pacientes, atendida mientras era estudiante en prácticas. Ella me hablaba de su marido, un hombre violento que en aquel entonces estaba en la cárcel no por agredirla a ella, eso ni se contemplaba, sino por un robo con violencia. Iba a salir de permiso penitenciario y ella no quería que se emborrachara e hiciera una nueva escena, por lo que me explicaba cómo había pensado mandar a los niños a casa de la abuela y quedarse con él para calmarlo con sexo. “Es lo único que lo calma además del alcohol”, me dijo. Debió ver mi cara de estudiante pasmada, que aún no dominaba la técnica de la cara de poker que nos enseñaban, porque me dijo: “La violación no es un problema de las pobres, nosotras nos resignamos si no queremos pasarlo peor”.
Esa frase que luego escuché de otras maneras me chocaba con lo que mi profesor jesuita decía desde el púlpito que era su aula: “La violación es lo peor que le puede pasar a una mujer, la marca de por vida y a partir de ese momento, va a mirar a todo el mundo como una mujer violada y con frecuencia querrá morirse” (no es literal, pero casi).
Pero puesta a elegir entre lo que me decía mi profesor jesuita imbuido de amor al pueblo y lo que la mujer me describía como su estrategia de sobrevivencia, decidí que esta tenía razón, tenía muchísima razón y no solo no se quería morir tras un sexo impuesto por las circunstancias, sino que lo usaba como estrategia de protección. Y aprendí con ella y con muchas otras que la terapia no es un espacio para decirles a las mujeres cómo deben sentirse sino un espacio para explorar las complejidades de la experiencia. Terapia de lo complejo la bautizó una paciente que amaba las palabras y creaba nombres.
En efecto, la vivencia y la recuperación en casos de violencia sexual es compleja. No se trata solamente del “Sólo sí es sí” o del “No es no”. Va también de imaginarios femeninos, de deseos no construidos, de culpas, de la tarea que se nos ha impuesto de cuidar la masculinidad y procurar no herirla, va de libertad, de conciencia, de inconsciencia, de relaciones, de permisos, de violencia, de presión, de poder, de cesión, de confusión y, algunas veces, va de sexo.
Procuro ofrecerles un espacio seguro donde, además de sentirse escuchadas, puedan explorar sus estrategias de afrontamiento y recuperación. ¿Por qué no quisieron denunciar? ¿Por qué accedieron a volver a verlo después de esa primera “mala noche”? ¿Qué las llevó a minusvalorar la violencia vivida o a sobredimensionarla? ¿Qué les aportó gritarlo en una asamblea? ¿Cómo les ha aliviado escribir un #Cuéntalo? ¿De qué mensaje les llegó la necesidad de pasar horas en la ducha para quitarse “ese olor”, a pesar de haber escuchado más de una vez el consejo de no hacerlo para conservar las pruebas? ¿Para quién están escribiendo su relato?
El largo camino de identificar y poner nombre a sus emociones y ordenar sus ideas no puede ser recogido en una ley, ni cabe en los procesos judiciales actuales en los que no hay lugar para la duda y que, en la mayoría de las ocasiones, no reparan las vivencias silenciadas y contradictorias de las mujeres, que no siempre sienten lo que creen que deben sentir, ni piensan lo que creen que deben pensar, pero obedecen los mandatos externos transmitidos generación tras generación al tiempo que buscan razones que les ayuden a lidiar con ese dolor de tripas que no entiende de consignas.
Me temo que, a pesar de que el Anteproyecto de ley de Garantía de la Libertad Sexual pretende dar respuesta a la indignación de las mujeres y reflejar algunos análisis feministas, muy pocos de estos procesos tienen cabida en la propuesta que actualmente se discute. Sin embargo, a la pregunta de si esta aporta algo nuevo para que las mujeres puedan hacer mejor su terapia de lo complejo, mi respuesta es sí, aunque creo que lo hará más con los debates que sea capaz de promover que con la literalidad de la ley.
Y es que parte de la confusión que sienten las mujeres a la hora de interpretar la violencia vivida tiene que ver con el agresor, su respuesta y su imagen. Con lo que sintieron cuando aquel hombre seguía sentándose a la mesa familiar, cuando su hermano seguía llevando a ese amigo a casa y él le sonreía como si no hubiese pasado nada, cuando sus amigas seguían hablándole del ligue aquel tan guapo y qué pena que no le volviera a llamar. Quisieron gritar que no le preguntaran a ella, que lo interrogaran a él.
La impunidad de la agresión y del agresor es un componente fundamental de su confusión y, cuando la pueden reconocer, también de su rabia contra él, contra las amigas, contra la familia, contra ella misma. Cuando se dan cuenta de que su silencio ha jugado un papel en esa impunidad se revuelven contra todo y empiezan a imaginarse qué hubiera pasado si traspasan esa puerta de la policía o del juzgado, y el escalofrío que las recorre tiene que ver con que no se sentían con derecho a hacerlo y tenían miedo de acabar siendo juzgadas. Creían que era su responsabilidad protegerse porque ese era el mensaje que leían en los panfletos policiales en fiestas, y deducían, por tanto, que eran ellas las que habían fallado si fueron violadas.
Contemplar la posibilidad de que sea la justicia la que les está fallando les ayudaría mucho en su proceso de recuperación. Por eso es importante el debate en torno a la libertad sexual, porque van a escuchar mensajes distintos a los de los panfletos policiales con los que se identificarán, voces autorizadas que estarán a favor o en contra del anteproyecto, pero que levantarán el velo del silencio que cubre lo que hoy, todavía, muchas mujeres viven como un estigma.
Espero que ese debate abra una grieta en la seguridad de quienes leen en los periódicos, escuchan en la radio o debaten en el grupo de WhatsApp sobre el tema, para que antes de decir que ellas mienten, se hagan la pregunta -poco enunciada y aún menos respondida- de por qué ellos violan.
Estoy segura de que este debate en torno a la libertad, el consentimiento y la violencia les ayudará a ellas, y a todas las que hemos visto cómo la violencia irrumpe en nuestras vidas, a construir narrativas sanadoras, donde quede bien claro que la culpa nunca es mía, nunca es de ella, nunca es nuestra.
Norma Vázquez. Psicóloga y terapeuta feminista que trabaja por una narrativa sanadora de lo complejo.