La memoria histórica de los franquistas en el País Vasco

(Galde 17, invierno/2016). José Antonio Pérez.
En octubre de 2007 La voz de Galicia publicó una entrevista con el entonces eurodiputado del Partido Popular, Jaime Mayor Oreja. En ella, el antiguo ministro del Interior contestaba a preguntas sobre cuestiones de aquella actualidad como la estrategia de ETA, el papel que estaba desarrollando el gobierno del presidente Zapatero y la fuerte discusión que había surgido en torno a la futura Ley de Memoria Histórica. El periodista logró varios titulares impactantes. El más aparatoso fue el que decía: El franquismo fue un periodo de una extraordinaria placidez. Como era de esperar llovieron las críticas sobre el veterano político vasco. La mayor parte de ellas pusieron de relieve que Jaime Mayor Oreja había incurrido en una exaltación, o al menos, en una justificación del franquismo que humillaba la memoria de las víctimas de la dictadura. Leyendo íntegramente la entrevista, y más en concreto, el párrafo del que se había extractado aquel titular, no puede negarse que el eurodiputado del Partido Popular daba sobrados argumentos a sus críticos para sostener aquella acusación.

“¿Por qué voy a tener que condenar yo el franquismo si hubo muchas familias que lo vivieron con naturalidad y normalidad? En mi tierra vasca hubo unos mitos infinitos. Fue mucho peor la guerra que el franquismo. Algunos dicen que las persecuciones en los pueblos vascos fueron terribles, pero no debieron serlo tanto cuando todos los guardias civiles gallegos pedían ir al País Vasco. Era una situación de extraordinaria placidez. Dejemos las disquisiciones sobre el franquismo a los historiadores”.

Al margen de la consideración que nos merezcan aquellas manifestaciones, inadmisibles en un representante político de una fuerza democrática en el Parlamento Europeo, sus palabras contenían una serie de elementos más que interesantes para un análisis histórico. En gran medida expresaban el sentir de un sector nada desdeñable de la sociedad vasca y española que, más allá de determinadas relecturas sobre el franquismo, vivió aquel periodo, ciertamente, con una extraordinaria placidez.

Las palabras de Jaime Mayor Oreja sirvieron para poner de relieve la existencia de una corriente de opinión que reivindicaba, de algún modo, la paz y la prosperidad que para muchos españoles había supuesto el franquismo. Acertaba el exministro del Interior, sin embargo, cuando afirmaba que en el País Vasco había habido mitos infinitos, y desde luego, el de la guerra civil entendida como una guerra de ocupación, y el del antifranquismo que presentaba al Pueblo Vasco como un todo absoluto en pie contra la dictadura. Eran y siguen siendo algunos de los más insostenibles históricamente, a pesar del éxito de difusión.

Los mitos históricos no se apoyan sobre datos ni investigaciones rigurosas. Al contrario. Se sostienen sobre autocomplacientes relatos del pasado. Sirven para recrear y fijar en la memoria verdades incuestionables a las que nos asimos con fuerza para no enfrentarnos a otros planteamientos que nos llevarían a dudar de ellas. Son, en gran medida, declaraciones de autoafirmación, tautologías que evitan la incómoda tarea de cuestionarnos sobre el pasado y sobre nuestro propio comportamiento. Y, sobre todo, constituyen elementos fundamentales para construir identidades fuertes, únicas e inalterables, ajenas a la reflexión crítica.

El propio concepto de Memoria Histórica forma parte del mito. Si el franquismo se consolidó y extendió durante casi cuatro décadas no fue únicamente como consecuencia de la represión que impuso, mucho menos intensa en el País Vasco que en el resto de España durante la posguerra, aunque bastante más dura a partir de los años sesenta. No hay que olvidar que la rebelión militar contra la legalidad republicana contó en Navarra y en las provincias vascas con un importante respaldo. Tampoco se sostuvo la dictadura únicamente por el apoyo que le proporcionó una élite económica y política, simbolizada en la famosa oligarquía de Neguri, e identificada de un modo u otro con el proyecto del régimen franquista. Como ya recordaba en 1956 Javier Landaburu, en su famosa Causa del Pueblo Vasco, la dictadura franquista también se fue consolidando gracias al apoyo más o menos entusiasta de muchos empresarios que en su fuero interno se consideraban buenos y leales patriotas vascos, a quienes el régimen había facilitado los instrumentos necesarios para asegurar, el orden, la paz social y la prosperidad en sus empresas.

Las provincias vascas proporcionaron al franquismo desde julio de 1936 hasta los últimos años de la dictadura un amplio ejército de leales y eficaces funcionarios. Se trató, en muchas ocasiones, de un personal directamente vinculado a las élites socioeconómicas, pero también participaron adictos militantes del Movimiento Nacional, especialmente procedentes del carlismo y otros sectores católicos y conservadores, fundamentales para mantener la dictadura a lo largo de cuatro décadas

Como en otros lugares, y más aún en nuestro caso, el franquismo contó con una base sociológica muy importante de la que participaron amplias capas sociales, incluidas las clases populares. Decenas de miles de trabajadores, tanto autóctonos como de origen inmigrante, dejaron atrás la terrible experiencia de la guerra y el hambre de los años cuarenta y decidieron sacar adelante a sus familias sin implicarse directamente en las luchas antifranquistas que reaparecieron a partir de los años sesenta. Para muchos de ellos los objetivos prioritarios de sus vidas fueron la adquisición de una vivienda en propiedad, el acceso a un mercado de consumo o proporcionar estudios a sus hijos. ¿Eran franquistas? Probablemente la mayor parte de ellos nunca lo fue en el sentido que damos al término. No asumió los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, ni se identificó plenamente con la ideología que había detrás aquellos postulados, pero muchos de esos españoles (y vascos) que comenzaban a vivir mejor a mediados de los años sesenta reconocían de un modo u otro los logros sociales del régimen. Esos mismos convenientemente aireados por aquella parafernalia que acompañó en 1964 la celebración de los famosos XXV Años de Paz.

Todo cambiaría en pocos años. La reaparición de los conflictos laborales en 1962 disparó las primeras alarmas, pero fue la irrupción violenta de ETA lo que terminó con aquella paz impuesta por el régimen. Las primeras víctimas mortales provocadas por esta organización en 1968 abrieron la caja de los truenos. Fue entonces cuando los estados de excepción, las detenciones masivas, la cárcel y las torturas marcaron el tramo final de la dictadura en el País Vasco. Entonces sí, la represión fue mucho más dura que en el resto de España.

Las organizaciones antifranquistas de la izquierda y las vinculadas al nacionalismo se hicieron presentes, pero, a pesar de ello, una gran parte de la sociedad vasca, la mayoría, vivía, ciertamente, en medio de aquella placidez alimentada por el desarrollismo franquista y la situación de pleno empleo que solo se vería alterada en los estertores del franquismo.

El relato histórico construido en la transición magnificó el protagonismo de la oposición antifranquista, especialmente el representado por el mundo nacionalista y borró del mapa de la memoria el importante apoyo que había tenido la dictadura en las provincias vascas. La persecución de ETA y del nacionalismo radical contra la derecha no nacionalista, representados por la UCD desde sus sectores más extremistas hasta los más moderados, contribuyó a laminar el recuerdo de las adhesiones que había tenido el régimen franquista durante la dictadura. Todo lo español fue estigmatizado y convertido automáticamente en sinónimo de fascista. A partir de entonces el franquismo se fue dibujando en el relato histórico del País Vasco como algo exógeno, impuesto por la fuerza a un pueblo tradicionalmente defensor de las libertades democráticas, indómito y luchador. El proceso había sido bastante distinto.

Por todo ello también es necesario, imprescindible podríamos afirmar, la recuperación de la memoria de los franquistas, de quienes formaron parte y militaron activamente en el régimen y se identificaron con sus principios, pero también de esa importante zona gris que aprendió a convivir con él sin cuestionarlo. Su consideración y la incorporación de su memoria a la historia del franquismo en el País Vasco no pueden tener el mismo carácter reivindicativo que tiene la recuperación de la memoria de las víctimas de la dictadura, aquellas que sufrieron injustamente la vulneración de sus derechos más elementales, que padecieron la represión, los fusilamientos, la cárcel o el exilio. Pero forman parte de nuestra historia, compleja, tortuosa e incómoda.

El final del terrorismo que impuso ETA en el País Vasco debe contribuir a profundizar en la construcción de una memoria democrática, pero para ello es necesario analizar el pasado con rigor, enfrentarnos a él sin complejos, cuestionando los viejos mitos que sirvieron para hacer más cómodo nuestro refugio. Solo de esta manera podremos comprender realmente lo que supuso el franquismo y las razones que explican muchas de las cosas que ocurrieron entonces y muchas de las cosas que ocurrirían poco más tarde…

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