De Tahrir a Sol, de Sintagma a Liberty Park, de México a Brasil, de Londres a París o Estocolmo, en los últimos años ciudades de todo el planeta han sido testigo de revueltas, acampadas y movilizaciones […] Ya sea desde las plazas más emblemáticas o desde las periferias sistemáticamente abandonadas, las recientes irrupciones sociales y políticas en las regiones metropolitanas, tanto del norte como del sur global, parecen querer demostrar, parafraseando a David Harvey, que la revolución del siglo XX será urbana o no será.
Observatorio Metropolitano. El mercado contra la ciudad.
Yo no creo que haya que cambiar el corazón de la gente. Creo que hay que cambiar las leyes, el reparto de los recursos, el modo en el que opera el sistema.
Hilary Clinton a miembros del movimiento Black Lives Matter
(Galde 11, verano 2015). Ana Méndez de Andés. Si en mayo de 2011 el movimiento de las plazas logró cambiar mentes y corazones, convirtiendo en sentido común algunas de las más radicales críticas al sistema socio-económico-político imperante (“lo llaman democracia y no lo es”, ”no somos mercancías en manos de políticos y banqueros”, “no es una crisis, es una estafa”), las elecciones de mayo de 2015 han estado protagonizadas por proyectos ciudadanos propulsados por el convencimiento de que, si bien el cambio de mentalidad conseguido era condición sine qua non para el cambio social, sin un cambio efectivo de los marcos institucionales legales y normativos que configuran nuestra realidad, pocos cambios son posibles. Un convencimiento compartido por una gran parte de la población y que ha hecho que estas emergentes plataformas electorales, que propugnan la democratización del gobierno urbano y la reinvención de las relaciones entre política y ciudad, hayan sido capaces de formar gobierno en pueblos y ciudades a lo largo y ancho del estado español. Todo un asalto institucional basado en la idea de que el cambio de subjetividad debe ir acompañado de un cambio de las condiciones materiales de vida, que para conseguir revertir el expolio generalizado que se ha dado en llamar crisis es necesaria una transformación de las instituciones de gobierno que gestionan la riqueza colectiva y, finalmente, que esta transformación sólo será posible si el asalto institucional es acompañado, cuestionado y rebasado por la ciudadanía misma.
El día después de unas elecciones europeas que abrieron una brecha irreparable en el bipartidismo, publicábamos La apuesta municipalista. 1 Este manifiesto municipalista hacía un llamamiento a tomar los ayuntamientos no ya para gestionar y representar sino para hacer política y democracia, para entender el gobierno municipal como espacio de experimentación de una nueva institucionalidad democrática que, de manera coordinada y federada, pueda desarrollar economías urbanas y políticas democráticas de base municipal. Un asalto que fuera, sobre todo, movimiento ciudadano. Un año más tarde, esta apuesta se pone a prueba en ciudades como Madrid, Barcelona, Zaragoza, Badalona, La Coruña o Cádiz. A poco más de cien días de las elecciones municipales, podemos empezar a esbozar algunos de los desafíos claves de esta nueva revolución urbana.
1.- Lo uno y lo múltiple: participación vs representación.
«Una multitud se convierte en una persona cuando está representada por una persona, de tal modo que ésta pueda actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esta multitud en particular. En efecto, es la unidad del representante, no la unidad de los representados, lo que hace a la persona una, y es el representante quien sustenta a la persona, pero una sola persona.» Hobbes, El Leviatán.
Parte del convencimiento de que es posible organizar de toda manera la vida en común se desprende de los debates desarrollados en los últimos años sobre la gestión de los recursos colectivos y, más específicamente, sobre la posibilidad de definir nuevos comunes urbanos que resistan al cercamiento de la vida social. Este análisis del desarrollo de la acción colectiva y de cómo la lógica de lo común-colectivo se enfrenta a lo público estatal se desarrolla bajo distintos aspectos. Uno de ellos es la muy distinta concepción de la relación entre la ciudadanía y las instituciones que la gobiernan: mientras que las normas de gestión de lo común se basan en declinaciones situadas de reglas y sentidos comunes (como la common law inglesa), a la naturaleza única del Estado le corresponde un sistema de gestión también totalizador. Así, la construcción del estado moderno y de sus instituciones parte de una operación mediante la cual la representación se establece a través de la reducción de la diversa variedad contradictoria de la vida social en una unidad legible, articulada y coherente, con reglas fijas y universales, que en su encuentro con la realidad producen innumerables fricciones, excepciones y arbitrariedades. Una reducción que, en nombre de la universalidad, procesa, cataloga y asimila deseos y necesidades que son variados y múltiples.
La institución público-estatal, por tanto, se entiende como única y actúa como un individuo múltiple que gestiona sus propiedades (es decir, lo público) como dueña única, sin que haya diferencia entre la naturaleza de la propiedad individual y la estatal. Una concepción desarrollada de manera paralela a la de la propiedad perfecta, y que estable modos de gobernanza totalizadores que rehuyen del solapamiento, la co-rresponsabilidad o la toma de decisiones colectivas.
La lógica de una participación democrática real y efectiva rompe con el esquema de la representación mediante procesos colectivos donde la toma de decisiones, la redacción de proyectos concretos o la designación de recursos presupuestos se realiza de forma conjunta. A través de discusiones y negociaciones entre usuarias, afectadas y profesionales, la representación de lo político y la autoridad de lo técnico es reemplazada por una multitud de agentes en procesos de negociación complejos. Una participación efectiva que dote de capacidad de acción a individuos y agentes provenientes de distintas áreas de interés es capaz de producir espacios de toma de decisiones colectivo, más eficientes y capaces de tener en cuenta la diversidad social. La consecución de derechos “para todas y para cada una” reclama la necesidad de estudiar las necesidades de la ciudadanía, no ya a través de una individualización apriorística (aglutinada en categorías de referencia como las de “pueblo” o de “vecino”), sino como declinaciones específicas, adaptables a distintos contextos y demandas.
2.- La ciudad no es un árbol (la gobernanza urbana sí)
«Cuando pensamos en términos de árboles estamos traficando con la humanidad y la riqueza de la ciudad viva a cambio de una simplicidad conceptual que beneficia sólo a los diseñadores, a los planificadores, a los administradores y a los promotores inmobiliarios. Cada vez que una parte de la ciudad es destruida y se construye una estructura de árbol para reemplazar el semi-retículo que antes había allí, la ciudad da un paso más hacia la disociación. En cualquier objeto organizado, la extrema compartimentación y la disociación de los elementos internos son los primeros signos de una próxima destrucción.» Christopher Alexander, “La ciudad no es un árbol”.
Esta lógica del solapamiento y la complejidad del común versus la individualización y la especialización de lo público-estatal se ejemplifica de manera netamente espacial en el famoso texto de Christopher Alexander 2 donde explica cómo la organización urbana no correspondía a la división del urbanismo moderno en sectores y subsectores, con grandes unidades con infraestructuras metropolitanas, que a su vez contienen otras divisiones más pequeñas, con equipamientos y servicios de tamaño medio, hasta llegar a la unidad de vecindario con los espacios y comercios de cercanía. Alexander explicaba que la vida efectiva de las ciudades hacía que sus habitantes combinaran distintos espacios y equipamientos, a menudo alejados entre sí, cruzando sus actividades entre las distintas ramas del árbol, y creando solapamientos, tanto orgánicos como espaciales.
En el caso de la gobernanza urbana, y desde el momento en que la representación convierte a la multitud/pueblo en una cabeza de estado (en el caso de las ciudad, de mini-estado), la delegación de competencias se desplaza se desplaza de manera lineal en sistema de jerárquico similar al árbol de Alexander en una cascada de decretos, capacidades de firma y límites de crédito que funciona hacia abajo como una cadena de mando y hacia arriba como un sistema de responsabilidades compartimentadas, cortafuegos técnicos y políticos que protegen al escalafón siguiente.
Estas lógicas profundas de organización del gobierno local se pueden empezar a desmantelar a través de operaciones que dispersen el poder y democraticen la toma de decisiones. Por una parte, es necesario crear espacios intermedios que operen entre la institución y los agentes sociales de manera que la capacidad de incidencia en la decisión no dependa del acceso a una determinada posición en el árbol de responsabilidades, de manera que existan dispositivos capaces de tomar decisiones vinculantes de manera colegiada. Para ello, es esencial desarrollar nuevos Reglamentos de Participación que no sean meras pantallas frentes a la sociedad civil, y que definan los criterios, protocolos y parámetros de evaluación de las distintas demandas. Por otra parte la descentralización territorial debe ir acompañada por una descentralización o, mejor dicho, de una dispersión de la tomas de decisiones y del poder. Es posible imaginar una reorganización de los presupuesto y competencias de barrio y distritos de manera que éstos tengan más capacidad de maniobra. Sin embargo, si se mantienen los procedimientos actuales de toma de decisiones, esta descentralizacion no se traducirá necesariamente en una mayor democratización.
3.- La institución como sistema binario no digitalizado
«La costumbre agraria nunca fue realidad. Era entorno. La mejor forma de comprenderla es utilizando el concepto de “habitus” de Bourdieu. Un entorno vivido que comprende prácticas, expectativas heredadas, reglas que determinan los límites de los usos a la vez que relevan posibilidades, normas y sanciones tanto de la ley como de las presiones del vecindario.» E.P. Thompson, Costumbres en común.
Este proceso de categorización e individualización de la ciudadanía, creando espacios de decisión jerárquicos y poco permeables a las situaciones concretas, se expresa también en la necesidad institucional de tratar individuos y procesos de manera binaria. Así, se debe estar dentro, o fuera, hacerlo todo, o nada. La institución debe promover un asunto en su totalidad o, si no, desentenderse totalmente. Esta tendencia a la dicotomía, es síntoma de la tremenda dificultad de la institución gobierno por identificar, aceptar y promover sistemas mixtos de promoción y desarrollo de acciones.
La lógica de organización entre pares, la capacidad de establecer sistemas complejos de toma de decisiones, el establecimiento de redes y la descentralización de buena parte de los contenidos e incluso parte de las infraestructuras que rigen la red resultan, como ya se ha señalado, lógicas ausentes en la institución-gobierno. Por ello, resulta esencial implantar, por un lado, dispositivos de intermediación y, por otro, herramientas digitales de decisión y participación que rompan esta lógica dicotómica y establezcan distintos niveles de densidad institucional que ayuden a mitigar la fricción entre un adentro (el gobierno municipal) y un afuera (la social civil) que deben estar en continua comunicación, cooperación y negociación, de manera que la revolución urbana del asalto institucional desarrolle un devenir-común de lo público fuertemente imbricado con el devenir-institución de lo social.
Ana Méndez de Andés Aldama es arquitecta urbanista y forma parte del proyecto ciudadano Ganemos / Ahora Madrid.
Notes: