Galde 37, uda 2022 verano. Teresa Aramburu.-
El pasado mes de marzo el gobierno de Pedro Sánchez modificó bruscamente la posición del Estado español respecto al conflicto saharaui con un movimiento que suponía tácitamente el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental y el apoyo al plan de autonomía para la zona presentado por Marruecos en 2007. Hay que recordar que, previamente, el 20 de diciembre de 2020, el gobierno de Donald Trump había hecho lo propio, dejando atrás el apoyo de los EE. UU. a las resoluciones de NN.UU. sobre el derecho de autodeterminación del pueblo saharaui, y provocando un realineamiento de fuerzas geoestratégicas en el Magreb.
Objetivamente, el cambio de postura del gobierno español representa una vergonzante marcha atrás y un rechazo explícito a seguir comprometido con el cumplimiento de las resoluciones internacionales sobre el Sahara. Representa asimismo sumarse a las tesis de los EE.UU. para la región, en un momento en el que, además, la OTAN se dispone a aprobar una nueva estrategia para su “flanco Sur”, contando para ello con el concurso de Mauritania, Marruecos y Túnez, frente a la influencia (e injerencia) rusa en la zona a través de Argelia, y de otros países como Libia y Mali.
El giro protagonizado por el Gobierno de Sánchez supone también -y así ha sido entendido por el Frente Polisario- una nueva traición a los representantes oficiales del pueblo saharaui, que se suma a la que se cometió ya en noviembre de1975 con la firma, en plena Marcha Verde, de los acuerdos tripartitos que supusieron en aquel entonces el reparto del territorio saharaui entre Marruecos y Mauritania.
Pero, junto a todo ello, el cambio de posición del gobierno español -y las respuestas provocadas tanto desde el Frente Polisario como desde Argelia- representan también un paso atrás en la necesaria y serena reflexión que el conflicto saharaui viene reclamando desde hace años.
En efecto, desde que el régimen marroquí ocupó el territorio del Sahara Occidental, la situación ha ido inclinándose lenta pero inexorablemente del lado de sus intereses. Unos intereses que pasan por controlar los importantes recursos naturales de la zona que, además de las grandes minas de fosfatos de Bucraa (en los últimos dos años Marruecos ha duplicado la producción y exportación de este mineral), abarca también el banco de pesca sahariano, así como yacimientos de petróleo, gas, hierro, cobre o uranio. Y unos intereses que pasan asimismo por afianzar el ideal nacionalista y expansionista del “Gran Marruecos” propugnado por la monarquía alauita.
Uno de los exponentes más claros de la favorable evolución del conflicto saharaui hacia el lado marroquí es la situación demográfica del territorio, especialmente desde que, a mediados de los años 90, se iniciara un gran movimiento de colonización por parte de Marruecos que ha traído como resultado que en el Sahara ocupado vivan ahora aproximadamente medio millón de personas, cuando en 1997 el entonces mediador de la ONU, James Baker, calculaba que el número de votantes ante el referéndum que pensaba organizar en 1998 se situaría “en torno a las 80.000” personas. Estos colonos marroquísocupan además, de manera creciente, los puestos de trabajo en las principales actividades económicas del Sahara, además de recibir importantes subsidios y ayudas -tanto en dinero como en especie- por parte del gobierno de Marruecos.
Frente a ello, las oficialmente 170.000 personas que viven en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf, en pleno desierto argelino, lo hacen en una situación de extrema pobreza y privación, en base principalmente a la solidaridad y la cooperación internacional. Pero es que, además, se trata de un colectivo que vive así desde hace más de 45 años, entre un incierto presente y la esperanza cada vez menor en un futuro que nunca acaba de llegar. En ese contexto, no es extraño que cada vez se produzcan más abandonos de los campamentos y que muchos jóvenes que -gracias a los programas de ayuda internacional- tienen la oportunidad de estudiar y formarse en Europa, no quieran ya regresar a los mismos cuando terminan sus estudios. Y es que la pregunta está ahí: ¿Cuánto tiempo más puede aguantar una población en esas condiciones? ¿Hasta dónde puede llegar la ilusión de ganar una desigual guerra contra Marruecos mientras la gente vive en la postración y la desesperanza cotidianas?
Es cierto que aceptar el regreso a los territorios ocupados y negociar un estatuto de autonomía -y un mecanismo democrático de refrendo de este- para el Sahara es un camino lleno de obstáculos. Pese a sus ofrecimientos en ese sentido, el régimen marroquí, sabedor de su fuerza y de los apoyos internacionales con los que cuenta, no lo va a poner fácil. De hecho, en la propuesta de autonomía que está sobre la mesa – que es básicamente la que se presentó en 2007- Marruecos se reserva, entre otras cosas, el control sobre los recursos naturales. Sin embargo, la única forma de intentar revertir en parte la situación, puede que sea precisamente esa: negociar un amplio estatuto de autonomía -para lo que los saharauis contarían probablemente con más apoyo internacional que el que ahora tienen- y reorganizar la lucha política contra el régimen marroquí desde el propio Sahara ocupado, dejando atrás varias décadas de postración y abandono en medio del desierto.
Quiérase o no, en algún momento el Frente Polisario tendrá que reflexionar sobre cuál es la mejor estrategia posible, no ya para ganar la guerra, cosa a todas luces improbable, sino para devolver un mínimo de esperanza a la población saharaui. Porque, de seguir la historia por los actuales derroteros, es muy posible que la situación no haga sino empeorar. Empeorar por el desánimo y la desafección de una buena parte de la población. Y empeorar en el plano internacional al convertirse cada vez más el Sahara en una pieza más del tablero de ajedrez de la geopolítica.
Ahora bien, para que un cambio de esas características pueda darse en algún momento, para que los derechos humanos de la población saharaui, y no una improbable -al menos a corto plazo- soberanía sobre el territorio, sean los que marquen el norte de la estrategia, para que el Frente Polisario aborde un balance sereno de lo acaecido durante las últimas cinco décadas, para que todo ello pueda suceder, giros como el protagonizado por el gobierno de Pedro Sánchez, no sólo no ayudan, sino que complican notablemente las cosas.
Porque abordar la problemática saharaui desde la geopolítica -posición que se ha visto reforzada ahora por el gobierno español- aleja de la escena la perspectiva de los derechos humanos de la población, y vuelve a poner en primer plano la retórica belicista de los últimos años que sólo favorece los intereses de Marruecos. Si el gobierno español desea una salida mínimamente democrática para el futuro del Sahara, una salida que ponga en primer término la situación de la población saharaui, debería haber intensificado el diálogo y la reflexión con el Frente Polisario y la búsqueda de espacios de encuentro, en lugar de adoptar posiciones unilaterales que, en el fondo, dificultan aún más la solución del problema.