(Galde 18, Primavera/2017). Alberto Surio.
La victoria de Pedro Sánchez obliga a la socialdemocracia española a reinventar una narrativa capaz de seducir a una nueva mayoría social al margen del establishment
La victoria contundente de Pedro Sánchez supone una derrota clamorosa de todas las élites económicas, políticas y mediáticas que habían apostado por la victoria de Susana Díaz. El nuevo secretario general del socialismo español ha logrado conectar de forma mayoritaria con un relato que, pese a sus vaivenes, conecta con un sentimiento de desolación de las bases de este partido, críticas con la gestión de sus dirigentes en los últimos años. Hay que enmarcar el triunfo de Sánchez en esa corriente de fondo de contestación a los viejos sistemas de poder, una corriente transversal, que atraviesa al sistema tradicional de partidos y que desde las mismas élites no se ha analizado con suficiente profundidad más allá del conjunto de tópicos, descalificaciones y amenazas apocalípticas.
Hay que recordar lo que se decía del mismo Sánchez. Un intruso infantiloide, advenedizo, sin cultura de partido, dispuesto a dividirlo, a cargárselo, lleno de ambiciones personales, de resentimiento… Un personaje que, sin embargo, ha logrado precisamente crecerse en esa adversidad y contrarrestar esa caricatura gracias a un movimiento surgido en la base del PSOE, no controlado por los aparatos, que es el que le ha llevado a la victoria. Habrá, incluso, quien piense que el problema de fondo es la implantación de las primarias, un mecanismo que, como algunos plebiscitos, los carga el diablo. Sobre todo si se pierden, claro. La cuestión nos remite a la crisis de la política representativa y a la necesidad de que los partidos incorporen elementos reales de renovación democrática, que superen los vicios adquiridos por el ejercicio del poder, que entiendan de verdad que la participación de sus militantes no es una mera frase decorativa en sus programas electorales.
Quizá uno de los problemas es que muchos dirigentes y cuadros intermedios viven más en su propia burbuja de la realidad que en la de una afiliación que se ha sentido maltratada y que sabe en carne propia los demoledores efectos de la crisis económica. Y hasta qué punto la socialdemocracia clásica no ha sido capaz de articular una respuesta convincente. Una desafección que en España surgió en el segundo gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, cuando, primero, negó la crisis, luego la minimizó, y después aceptó abrir el camino a la política de recortes dictada desde Bruselas. El declive del PSOE empezó ahí. Zapatero renunció a ser el candidato y Alfredo Pérez Rubalcaba heredó una marca que ya tenía plomo en las alas.
Porque en esta clave -en esa decepción en la mayoría social de centro-izquierda con estas medidas y la ausencia de una narrativa para explicarlas- precisamente radica una de las razones de la victoria de Sánchez.
El PSOE ‘de-toda-la-vida’ ya no es el mismo. Ha cambiado, como ha cambiado la sociedad española. Como cambió el laborismo británico que respaldó también en unas primarias a Jeremy Corbyn, a pesar de los viejos enredos de las élites en su contra. De entrada, por una nueva demografía, porque la generación de la transición ha envejecido, porque han surgido nuevos problemas y la gente reclama nuevos referentes. El final del paradigma de los históricos -Felipe González, Alfonso Guerra, José Luis Rodríguez Zapatero, Alfredo Pérez Rubalcaba- resulta particularmente elocuente y viene a confirmar el alcance de ese cambio cultural. Los viejos mitos ya no sirven. Si el PSOE ha cambiado es que es la sociedad española también la que se ha transformado. Se ha modificado la mayoría social ‘de progreso’. La llegada de Podemos fue reveladora a este respecto.
La moción de censura de Podemos se enmarca en el debate abierto en la ‘comunidad de izquierdas’ para saber quién será capaz de liderar la hegemonía de la oposición al Gobierno de Mariano Rajoy, si Pablo Iglesias o Pedro Sánchez. Podemos encuadra su movimiento en una dinámica de acumulación de fuerzas, que a su vez puede generar contradicciones en el Partido Socialista. Tarde o temprano, ambos tendrán que asumir la realidad de la relación de fuerzas. Ni el PSOE puede ignorar que a su izquierda ha surgido un movimiento que no es coyuntural, que ha venido para quedarse. Ni Podemos puede pensar cabalmente que la izquierda tradicional española puede desaparecer o ‘pasokizarse’. A partir de ese mutuo reconocimiento podrán plantarse las bases de una futura cooperación aunque permanecen aún las viejas rencillas clásicas de la izquierda como obstáculos. Y es que esta división es la mejor arma que tiene el centro-derecha para conservar el poder en un contexto en el que los escándalos de corrupción han llegado a un límite realmente insostenible.