Galde 38, udazkena 2022 otoño. Luis Garagalza. Michael Marder.-
El siglo XXI parece haberse empeñado en hacernos tomar conciencia de un modo generalizado de que todo, o casi todo, en nuestra cultura está en crisis. La sospecha que en el siglo XIX asaltaba a algunos poetas y filósofos “malditos”, que desconfiaban de las certezas de la visión mecánica del mundo, que anunciaban la “muerte de Dios” o que sentían el spleen en la gran urbe, volviéndolos marginales y sospechosos de no participar en la marcha triunfal de la historia, parece haberse extendido en la actualidad por toda nuestra conciencia colectiva.[1]
A diferencia de las grandes culturas tradicionales, que tuvieron un carácter más bien estático, pues lograban mantenerse en equilibrio respetando un canon sin apenas modificaciones, la cultura occidental se caracteriza, al igual que su filosofía, por ser fruto de la crisis de la arcaica cosmovisión mito-poética griega y por haberse mantenido, desde entonces, en una especie de crisis permanente que la ha arrojado en el interior de la historia. Hemos dado por supuesto que la filosofía consiguió la hazaña de romper con el mito, liberando a la razón de sus oscuras dependencias, para seguir sólo sus propias indicaciones, con la condición de respetar y “salvar” lo que se nos da en la experiencia sensible. De este modo, la filosofía, viajando en la cresta de su propia crisis, a la que finalmente sucumbió, habría preparado el surgimiento de la ciencia, inicialmente de la física, que pronto se fragmentó en una infinidad de disciplinas especializadas.
La crisis total que desde el comienzo de la filosofía occidental moldea sus formas de pensamiento y sus aplicaciones prácticas llega al punto actual donde la propia noción de la crisis está en crisis. Cuando nos damos cuenta de que estamos rodeados de crisis políticas, económicas, sociales, medioambientales y psicológicas, se hace evidente que la crisis es nada más y nada menos que nuestra realidad y que afecta a todos los pliegues y complejidades de lo real. Poco a poco, el concepto de crisis pierde su sentido al extenderse por doquier y distender al propio ser, o sea, pasa al territorio del sinsentido por su proliferación excesiva en los medios de comunicación, en los discursos políticos o en las nuevas conflagraciones, que nos hacen olvidar lo que, hasta ese momento, estaba atrayendo nuestra atención y nos preocupaba al presentársenos como el fenómeno o proceso mas crítico de los posibles (y así sucesivamente)
Como consecuencia de su inflación discursivo-experiencial, la crisis está sufriendo hoy en día una normalización absolutamente anormal, una normalización que se opone al sentido de ese concepto. Cuanto más invocamos la crisis, menos la pensamos. Podemos decir, quizás, que, después de su surgimiento con motivo de la crisis de la arcaica cosmovisión mito-poética griega, el pensamiento occidental establece una mitología no-crítica o no consciente de sí misma: la mitología de la razón, la mitología del progreso, y ahora mismo —cuando estas creaciones de la nueva mitología ya han perdido su fuerza persuasiva— la mitología de la propia crisis. Se trata de una enorme desensibilización de nuestra cognición, de nuestros sentidos y de nuestros afectos frente a esta presencia constante que hace que el comienzo se nos postule, de un modo habitual, como el insuperable fin.
La modernidad, por su parte, también sería el resultado de la crisis de la cultura medieval, sacudida por el surgimiento de la burguesía y por el movimiento humanista, que apuestan por la afirmación de una conciencia individual en una lucha por liberarse de la autoridad y del peso de la tradición. El sujeto renacentista, respondiendo a esa crisis, descubre su propia fuerza creadora en virtud de un retorno a (y de) los orígenes tanto del paganismo clásico como del judeo-cristianismo. Esta fuerza encuentra un campo enorme de expresión en el arte y en la investigación científica para, luego, ser aplicada en los demás campos de la cultura y de la vida social e individual. La creatividad humana se desata de los cánones tradicionales, que la contenían y retenían en el terreno seguro del dogma, para tomar conciencia de sí misma, auto-reconocerse y auto-afirmarse, penetrando en territorios hasta entonces inexplorados.
La conciencia va, así, a descubrirse a sí misma accediendo, como ocurre, por ejemplo, con la filosofía kantiana, a la autoconciencia: la razón se postula a sí misma como el fundamento (de la necesidad y universalidad) del conocimiento científico, que ya no necesita apoyarse en la “cosa en sí”. Según esta filosofía, con la que culmina la Ilustración, es la actividad del entendimiento la que proporciona las formas vacías capaces de recibir y ordenar la pluralidad de los fenómenos que se dan en la experiencia. Sin embargo, la crisis no se desvanece con el surgimiento de la autoconciencia moderna, sino que, por el contrario, se agudiza en tanto en cuanto pasa por un proceso de interiorización como el que provoca la crítica, sobre todo la emblemática autocrítica de la razón pura. La fuerza “purificante” e imparable de la razón genera una nueva crisis, que ahora resulta ser interior; una crisis que, por volverse excesiva, deja de hacerse cargo de la autocrítica. En vez de eso, descarga su negatividad extrema hacia el exterior, amenazando con la destrucción del planeta habitable.
Esa nueva crisis, interior y excesiva, podría derivar de la propia pretensión de superar la crisis mediante la purificación de la razón. Pues la búsqueda de pureza apunta en dirección a la “forma” (pura), inconscientemente valorada y cargada de connotaciones positivas en la medida que se descarga y se separa de la “materia” (siempre desvalorizada, también de un modo inconsciente, como impura, en una tácita repetición del gesto gnóstico).De este modo, al purificarse, la razón se vacía de contenido, se separa del “mundo de la vida”, renuncia a cualquier contacto con el “nóumeno”, con “la cosa en sí”, para limitarse a ejercer una función ordenadora de los fenómenos, a los que apenas llega a tocar – para evitar que la manchen.
Si, como hemos mencionado, la modernidad era el resultado de la crisis de la cultura medieval, ¿cuál sería, entonces, el resultado de la crisis de la crisis, es decir de la meta-crisis que se ha instalado en las formas vacías (por cuanto que vaciadas) de la cultura, la economía, la política, la vida psíquica y social? Lo más urgente en nuestro actual momento histórico no es identificar correctamente esos resultados, sino realizar un cambio radical del discurso y del pensamiento, con sus prácticas asociadas, alejándonos del propio concepto de crisis. Pues, este concepto ya ha agotado su utilidad como herramienta de diagnóstico y como medio de tratamiento. Nos queda todavía por nombrar aquello que, aun habiéndose instalado y enraizado ya entre nosotros, viene de mas allá de la crisis, trayendo una negatividad que supera a aquella que resuena en, y a la cual alude, el verbo griego krinein (que además de la crisis nos da el discernimiento y la crítica, una elección y una decisión). Y esta es la tarea irrecusable del pensamiento en el siglo XXI.
Luis Garagalza. Profesor de la UPV/EHU
Michael Marder. Profesor Ikerbasque en la UPV/EHU
- Habría que matizar, también, tras la crisis de la globalización, que dicha sospecha se ha extendido, casi exclusivamente, por la conciencia colectiva de una de las partes, la llamada “occidental”, que integran ese mundo multipolar que parece estarse constelando en la actualidad. ↑