(Galde 02, primavera/2013) Quería compartir con los lectores de Galde mi perplejidad, por no decir estupor, ante las huelgas generales que vienen sucediéndose en nuestro país. Llevamos ya ocho desde que se inició la presente crisis, si es así como hay que llamarla. Realmente no sé qué actitud es la correcta y ése es, en parte, el sentido de estas reflexiones. Por un lado, creo que hay que responder con contundencia a la voladura controlada del estado de bienestar que en nombre de la reducción del déficit se está produciendo en toda Europa. Por otro, considero que el recurso abusivo a la huelga general está conduciendo a su pérdida de eficacia, máxime cuando la convocatoria no es unitaria, cuando no está coordinada con otros territorios del Estado y de la Unión Europea, y cuando los lemas de la movilización son de naturaleza más política que sindical. En Navarra, como viene siendo habitual, las posturas están todavía más encontradas que en las provincias hermanas ya que los sindicatos mayoritarios, o al menos sus dirigentes, están vendidos al Gobierno de UPN, que los subvenciona generosamente, y los sindicatos abertzales plantean reivindicaciones todo lo legítimas que se quiera, pero que dividen a la población.
Inmerso en estas dudas finalmente opté por acudir a la concentración organizada el 30 de mayo en Pamplona por tres centrales minoritarias, de las que valoro su esfuerzo de transversalidad para superar la manida “cuestión nacional”, y apoyada por varios organismos populares, por los que, vaya por delante, siento una enorme simpatía. Tengo que reconocer que me emocioné en varios momentos, por ejemplo, cuando un orador, en un acto de sinceridad y autocrítica poco habitual, tuvo el valor de reconocer que la división sindical conduce irremediablemente al fracaso (yo pensé para mis adentros: “y al ridículo”). O cuando las escasas docenas de personas allí reunidas corearon el lema “Nativa o extranjera, la misma clase obrera” y eso que entre ellas no reconocí a un solo inmigrante y sí a muchos que, como yo mismo, no tienen nada de proletarios, sino que pertenecen a ese peculiar sector de la clase media que ha leído a Marx y a Bakunin.
La concentración a la que me refiero tuvo lugar en una conocida plaza del Ensanche pamplonés, en la que se encuentra el magnífico edificio de El Corte Inglés. Supongo que era inevitable que los presentes gritaran “El Corte Inglés asesina en Bangladesh”. A partir de ahí empecé a ponerme nervioso. No por la frase en sí, sino porque estoy convencido de que muchos que la corearon compran habitualmente en dicho establecimiento. Recordé de repente a los miles de personas (digo bien: miles), evidentemente no todas votantes de UPN y del PP, que abarrotaron El Corte Inglés el día de su inauguración en Pamplona. Supongo que a nadie se le pasó por la mente en ese momento la misma idea que a mí: que El Corte Inglés asesina en Bangladesh para que nosotros, privilegiados habitantes del Primer Mundo, podamos comprar nuestras telas lo más barato posible. Me llamó la atención la ínfima capacidad que tenemos de asociar ambas acciones (nosotros compramos barato en El Corte Inglés/El Corte Inglés asesina en Bangladesh) y, junto a ella, la enorme capacidad de señalar a un único culpable (El Corte Inglés, o más genéricamente, “el sistema”), como si nada tuviera que ver con nosotros.
Mi nerviosismo aumentó cuando uno de los oradores de la concentración hizo alusión a la guerra de la República del Congo por el control del coltán. De nuevo me llamó la atención nuestra incapacidad para ver lo evidente: que hay guerra en el antiguo Zaire, entre otras razones, para que nosotros, privilegiados habitantes del Primer Mundo, podamos tener móviles baratos. ¿O es que todos los que hablan por teléfono son banqueros y capitalistas? Me niego a aceptar que solo yo me sienta culpable por tener un celular y eso que me costó varios lustros sucumbir a la moda.
Otro orador pertenecía a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o alguna organización semejante. Lejos de mi intención criticar la plataforma ni los escraches, que están consiguiendo concienciar a sectores cada vez más amplios de la sociedad de la crueldad intolerable que supone echar a la gente de su casa. Pero tengo que recordar que hace bien poquitos meses estaba bien visto participar en las subastas de los bancos, donde podían encontrarse pisos a precio de saldo. Varios conocidos míos, algunos muy cercanos, al saber que estaba buscando casa, me aconsejaban acudir a los encantes y, ante mi negativa, se burlaban de mis escrúpulos con la consabida frase “si tú no lo haces, otros lo harán”, que sirve de patrón a todos los cínicos, sean de derechas o de izquierdas. Esos mismos parientes y amigos, muy progres por supuesto, son hoy simpatizantes de la Plataforma y se escandalizarían si escucharan sus propias palabras de hace bien poco.
Criticamos el capitalismo por los altos precios que llegó a alcanzar la vivienda, pero antes del inicio de la llamada crisis era habitual comprar pisos con la sola intención de venderlos lo antes posible y con el mayor beneficio. Era una práctica muy extendida entre las clases media y baja, no solo entre el gran capital. No nos engañemos. Una práctica suicida a medio plazo, como lo ha demostrado la situación en la que nos encontramos. Claro que nuestro lenguaje nos traiciona: cuando el capital saca beneficio de las leyes del libre mercado lo llamamos especulación, cuando somos nosotros los beneficiados lo llamamos inversión. No estoy diciendo, ni mucho menos, que todos seamos responsables de la crisis, ni que lo seamos todos en la misma medida, pero tan falso como eso es afirmar que solo los políticos, los banqueros y Merkel lo son. Así, con trampas dialécticas, no hay manera de cambiar nada, si es que realmente queremos cambiar algo.
Vuelvo al principio. Creo que “el sistema” tiene capacidad para asimilar ocho huelgas generales seguidas y muchas más. Y peor aún: todos lo sabemos. Nos prestamos a participar en esta farsa no porque esperemos conseguir realmente nada, sino por su valor catártico. Nos hacen sentir mejores que los esquiroles y los fachas, de los cuales nada importante nos diferencia, ya que ellos no hablan por el móvil más que nosotros, ni compran más que nosotros en las grandes superficies, ni intentan sacar más beneficio que nosotros al revender una vivienda. Pensamos que vivimos en una sociedad secularizada pero cada vez estoy más convencido de que las huelgas y las manifestaciones cumplen entre los militantes de las diversas formaciones de la izquierda sindical vasca (y no solo vasca) la misma función que la confesión entre los católicos: hacerse perdonar los pecados de ser partícipes de este sistema terriblemente injusto. Para, una vez perdonados, volver a pecar. Faltaría más.