(Galde 20 invierno/2018). Pedro Berriochoa Azcárate.
En este último sprint del año me han sugerido dar dos charlas totalmente diferentes. Por un lado, una conferencia que se titulaba “Auzolan y hermandades de ganado en los siglos XIX y XX” y, por otro, otra denominada “La Revolución Rusa: un centenario”. Dos temas casi antitéticos, pero que reflexionando sobre ellos tienen algunas similitudes y muchas divergencias. Seguimos la recomendación de los maestros, y pensamos históricamente.
“Todo el poder para los sóviets”, proclamó Lenin, al menos cuando los sóviets le fueron propicios. Aquellos consejos de obreros, soldados y campesinos tuvieron una base empírica en las experiencias comunitarias campesinas. El mir era una comunidad de aldea, cuyas tierras se poseían y labraban en común y, además, conllevaba importantes cometidos fiscales y administrativos. La emancipación de los siervos promulgada en Rusia en 1861 los reforzó en cierta manera y el gobierno local de los nuevos zemstvos no fue más que una derivada adulterada de los viejos mir, a los que el propio Marx se refirió como “los viejos comunistas de Rusia”. Los manuales no destacan lo suficiente la influencia de aquellas experiencias comuneras en los sóviets urbanos. No podemos olvidar que gran parte de la masa obrera de las ciudades industriales zaristas trabajaba en las fábricas a tiempo parcial, y que acudían a sus isbas cuando los trabajos de recolección campesinos eran más acuciantes.
Nuestra experiencia comunitaria campesina es mínima. El caserío atlántico vasco y también las explotaciones concentradas de la vertiente mediterránea no han conocido históricamente experiencias comuneras. La propiedad privada ha sido un axioma, eso sí, la propiedad de los propietarios, de nuestros jauntxos grandes y pequeños. Los campesinos vascos fueron colonos pobres, pero su horizonte utópico nunca fue ningún falansterio comunal, sino el acceso a la propiedad privada plena del caserío que trabajaban. La reciente película Handia es buena muestra de ello: los dineros de Miguel Joaquín Eléicegui (1818-1861), el gigante de Altzo, fueron en primera instancia para rescatar y comprar el caserío de su familia. Nuestros caseros aspiraron a ser lo que les llamaban: etxekojaunes/etxekonagusis o etxekoandres. Todos ellos, términos muy ligados a nuestras viejas concepciones de etxea y a la hidalguía solariega.
Así pues, hemos echado mano de las pocas experiencias comunitarias campesinas tradicionales que hemos tenido para exprimirles todo su jugo. Y ahí entra el auzolan campesino. El auzolan viene a ser el trabajo comunitario de auzoa, del barrio rural con el que los dispersos caseríos tendrían una ligazón, basada en ciertos servicios comunitarios: una ermita, una fiesta patronal, una escuela rural, unos caminos comunitarios, una parada de toro, un bosque comunal o municipal, una hermandad de ganado…Vendría a significar un escalón social e identitario intermedio entre la casa/caserío y el concejo. Tampoco se trata de una experiencia exclusiva vasca, pues tiene fuertes similitudes con la andecha asturiana, la vereda castellana o las prácticas comunales que Joaquín Costa estudió en el Alto Aragón. Costa, quizás influido por las teorías evolucionistas de su tiempo, imaginó una especie de comunismo primitivo algo idealizado en su Colectivismo agrario en España (1898). Sus afanes regeneracionistas contra el sistema de la Restauración también le pasaron factura.
El auzolan, en pocas palabras, lo podríamos clasificar en tres niveles diferentes. Por un lado, la reciprocidad, el trabajo a trueque u ordea. Se trataba de una coalición entre una media docena de caseríos cercanos para desarrollar trabajos que requerían mucha mano de obra. El layado, la recolección del trigo y su trilla, la henificación, el aterrar… podrían ser algunos de ellos. Otros como el deshojado del maíz (artazuriketa) o el hilado femenino del lino (goruetan) tenían un carácter más lúdico, nocturno y misterioso. Los rituales ligados a la muerte y algunos otros entrarían en esta categoría. Todas estas experiencias son de tipo universal y fueron analizadas por Marcel Mauss en su Ensayo sobre el don (1925). La reciprocidad no deja de ser un medio distributivo universal desde los albores de la humanidad.
La caridad cristiana y propulsada por el párroco podría ser otra de las formas del auzolan. Las lorras estudiadas por Miguel de Unamuno en Bizkaia (zimaur-lorra, bildots-lorra, zur-lorra) podrían ser algunas de ellas. La limosna a los pordioseros (Jaungoikozkoak, Jaungoikoaren izenekoak) podría ser otra. Los pobres efectuaban todo un tour por los caseríos de auzoa. Propiamente, el auzolan era el esfuerzo colectivo de los caseríos de auzoa para lograr un fin común. Sería la tercera de las acepciones. Este fin podría consistir en la fabricación de cal en las caleras del barrio (karobiak) o, mayormente, en el cuidado de los caminos, especialmente de aquellos que llevaban al monte, muy importantes a principios de otoño para segar, recoger y transportar la materia vegetal, en especial el helecho, para la cama del ganado. Otras veces eran trabajos femeninos para cuidar la ermita o para organizar ciertos festejos o incluso las cuestaciones de los jóvenes. Estos afanes colectivos fueron ampliándose a actividades más modernas como la traída de aguas, la electrificación… En muchas ocasiones, se trató de una externalización de los servicios municipales que los campesinos desarrollaban gratuitamente.
Este asociacionismo rural ha sido en los últimos tiempos injertado en el mundo urbano y en su lenguaje. El auzolan ha ensanchado su campo semántico. Parece que las nuevas categorías de participación ciudadana, de sostenibilidad, de importancia de lo “de abajo” han resucitado al agonizante auzolan campesino. Vocablos impronunciables como el crowdfunding, el crowdsourcing, o la propia Wikipedia, se consideran sus herederos. Un vestigio rural antiguo transmutado en icono posmoderno. Incluso, políticamente, y a falta de mires, zemstvos o comunas campesinas, partidos políticos de la izquierda revolucionaria y abertzale han fagocitado la terminología rural. Al LAIA de finales de los 70, de sabroso gusto rural, le siguió otro llamado precisamente Auzolan (1983-1986), que agrupaba al anterior junto a otras formaciones de la extrema izquierda. Esta coalición no tuvo demasiado éxito en las elecciones: apenas el 1% en la Comunidad Autónoma Vasca y poco más en Navarra.
En 2016 el periodista Ibon Gaztañazpi condujo un programa llamado así, Auzolan, en el prime time de los domingos en ETB1. Incluía programas ortodoxos rurales con otros más “alternativos” y urbanos como la rehabilitación como gaztetxe de la cárcel de Bergara. Últimamente, es el Gobierno Vasco quien ha tomado al auzolan como bandera. Hay un programa con ese nombre en la Consejería de Justicia y Empleo que realiza actividades de inserción laboral con personas en riesgo de exclusión. Asimismo, los campos de trabajo juveniles de verano reivindican su nombre. El clímax ha llegado con la publicidad institucional en la radio. Todas las iniciativas tomadas a cabo por el Gobierno, sean las que fueren, acaban en euskara con la coletilla: Euskadi: auzolana. En castellano, es traducido como “Euskadi: bien común”. Según lo anterior, todo el Gobierno Vasco con sus miles de funcionarios trabajaría en auzolan. Espero que no sea otra medida de los modernos recortes y nos pongan a sus trabajadores con raciones de pan y vino, trabajando voluntariamente y sin sueldo. Así se pagaba el viejo auzolan.
¡Quién lo iba a decir! La vieja reliquia rural moribunda, resucitada en la ciudad, adaptada a la posmodernidad y conociendo una primavera juvenil en el siglo XXI.