(Galde 11, verano 2015). Imanol Zubero. Las formas (urbanas) sí importan.
Como señala en tantas ocasiones Jordi Borja, la atención al espacio público implica tomar muy en consideración la trascendental importancia de la forma urbana, de la ciudad construida. Aunque la ciudad es, por encima de todo, sus ciudadanas y ciudadanos y las relaciones que establecen, su estructura física, la disposición y ordenación de sus espacios y lugares, condiciona grandemente estas interacciones.
A principios de los Noventa, el arquitecto y urbanista Michael Sorkin escribía: “En toda América, la planificación urbana ha renunciado a su papel histórico como integradora de comunidades, y propicia un desarrollo selectivo que enfatiza las diferencias”. Con esta crítica Sorkin plantea uno de los riesgos más importantes a los que se enfrenta la ciudad: que, al margen de nuestras intenciones y deseos, el espacio urbano realmente existente haga físicamente imposible la interacción social. Y aunque Sorkin se fija sólo en uno de esos procesos de escisión de la vida urbana –la construcción de guetos etnoculturales-, su advertencia sirve igualmente para reflexionar sobre cualquier otro proceso de intervención que, con el pretexto tecnocrático de simplificar o racionalizar la forma o la trama urbana, acaba debilitando las posibilidades mismas de la interacción social en la ciudad.
La preocupación por la planificación del espacio urbano y su impacto sobre la interacción social tiene en la activista urbana Jane Jacobs a su principal exponente. La tesis de Jacobs es bien conocida: las ciudades necesitan de una densa e intrincada diversidad de usos que se sostengan y apoyen unos a otros, tanto económica como socialmente. Esto es así porque las ciudades son modelos de complejidad organizada. Es la diversidad la que las constituye como realidades vivas y equilibradas, mientras que es la ausencia de esta diversidad organizada a que las hiere de muerte. El mejor indicador de salud de una ciudad es la existencia de unas calles animadas, transitadas a lo largo de todo el día por personas diversas dedicadas a desarrollar actividades distintas, en ocasiones muy distintas. Frente a la tendencia a separar y compartimentalizar los espacios de una ciudad en función de los distintos usos que puede darse a los mismos –vivienda, negocio, ocio comercial, ocio público, turismo monumental, etc.- Jacobs defiende la convivencia de usos y actividades en un mismo espacio urbano, incluso cuando tales usos puedan parecernos antitéticos. De ahí su vigorosa denuncia: “Los centros urbanos americanos están siendo asesinados por una política consciente que escinde y separa los usos de ocio de los usos de trabajo, todo ello en un mal entendido de que se está procediendo a una reordenación espacial disciplinada”.
La suburbanización -esa práctica nacida en Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial que, de la mano de la poderosa industria automovilística, separa los espacios de reproducción, de consumo, de ocio y de trabajo- acaba construyendo no tanto una ciudad difusa, cuanto una ciudad confusa, sin límites físicos, pero sobre todo sin límites experienciales. La profusión desordenada de signos o de trazas urbanas (calles, pabellones, rotondas, urbanizaciones, grúas, circunvalaciones, centros comerciales, almacenes) genera confusión espacial, y en esta confusión no es fácil que pueda surgir la “coloquialidad urbana” (Francesco Indovina).
Si la ciudad difuminada, extendida en el espacio sin otra lógica que la de la urbanización capitalista, hace explotar la ciudad vivida destruyendo cualquier límite que permita experimentarla como un espacio común, la ciudad privatizada la hace implosionar, quebrando sus conexiones internas y levantando fronteras físicas y simbólicas que niegan la diversidad y la mezcla. A principios de los años Setenta el psicoanalista alemán Alexander Mitscherlich ya denunciaba una “tendencia a la incapsulación” en el abandono de los centros urbanos por parte de las clases medias y altas; desde entonces, esta tendencia no ha dejado de crecer, y a las bien conocidas urbanizaciones privadas –las gated communities estadounidenses, los condominios fechados de Brasil o los barrios privados en Argentina-, originariamente surgidas desde una perspectiva fundamentalmente securitaria, se van añadiendo estrategias de cierre urbano a partir de criterios como la afirmación de estilos de vida diferenciados, la visibilización del prestigio o, simple y llanamente, la segregación de clase, la separación física entre ricos y pobres.
Este espacio urbano donde, ya sea por la vía de la huida ya por la vía del cierre, la interacción social y el encuentro entre vecinas y vecinos se vuelve crecientemente dificultoso da lugar a esa ciudad postmoderna que Pietro Barcellona define como “una enorme superficie pulimentada en la que se puede patinar hasta el infinito”. La imagen es perfecta: recordemos, en este sentido, uno de los iconos de la pintura contemporánea, el cuadro Nighthawks, de Edward Hopper.
Bruce Bégout ha captado perfectamente el espíritu de esta ciudad postmoderna, plagada de no-lugares, al analizar el motel americano como expresión de esta no-ciudad: “El motel, lejos de limitarse a ser una muestra del american way of life, muestra que se propaga en la actualidad en la periferia de casi todas las ciudades mundiales, concretiza nuevas formas de vida urbana donde la movilidad, el vagabundeo y la pobreza vital adquieren un lugar preponderante”. Como señala Bégout, la característica más evidente de este motel es que “no se ha previsto ningún espacio, ni externo ni interno, para acoger reuniones de inquilinos”; por el contrario, “todo ha sido concebido para favorecer una circulación de las personas en sentido único, desde sus automóviles a sus habitaciones y viceversa”. ¿No nos recuerda esta caracterización del motel americano a muchos de los espacios que encontramos en nuestras ciudades?
Resulta sencillo llenar de contenido los planteamientos de Jacobs o de Bégout: pensemos en espacios urbanos particularmente amenazadores y seguramente nos vendrán a la cabeza los parques públicos o los barrios de negocios al anochecer. O pensemos, también, en el horror que suponen los pueblos dormitorio, cuya vida social ha sido vampirizada por alguna de las ciudades en cuya periferia se encuentran. O reflexionemos sobre la enfática reivindicación (más teórica que práctica, todo hay que decirlo) que los gobiernos municipales hacen desde hace unos años del denominado comercio de proximidad.
Como señala Massimo Cacciari, filósofo y alcalde de Venecia en 1993-2000 y 2005-2010: “no es posible habitar la ciudad si ésta no se dispone para el habitar; es decir, si no proporciona lugares”. Pero, los lugares de la ciudad están sufriendo procesos tanto de explosión, de difuminación en un territorio cada vez más indiferenciado (por la vía de la suburbanización y la separación de funciones), como de implosión, de fragmentación y reducción de su complejidad interna (por la vía de la como la guetización en sus distintas expresiones, no sólo etnoculturales).
Ciertamente, la urbanización capitalista –provatizadora y mercantilizadora- “tiende perpetuamente a destruir la ciudad como bien común social, político y vital” David Harvey). Por ello, reconquistar la ciudad como espacio público y común precisa de un urbanismo al servicio del habitar, conformador de lugares donde sea posible la interacción, el encuentro, la conversación. Lugares identificables que faciliten la identificación con los mismos. Un espacio vivido, experimentado como propio, reivindicado por su valor de uso; un espacio reconocible como “nuestro” espacio, aquel en el que nos realizamos como ciudadanas y ciudadanos, pero no en abstracto, individualmente, sino en la práctica social: como con-ciudadanas y con-ciudadanos.
¿Es público el espacio público?
Recojo y aplico a la ciudad la pregunta crítica que el catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca Mariano Fernández Enguita dirige a la escuela pública: “¿sirve la escuela pública al interés público? ¿prima en ella el interés público, o está subordinado a otros intereses que no lo son?”. Al igual que ocurre con la escuela, para que un espacio urbano sea realmente público no basta con que la ley lo califique como tal. El estatuto jurídico, la regulación de los espacios urbanos no es suficiente. Para que el espacio público lo sea de verdad es imprescindible la existencia de una ciudadanía activa que asume la tarea de llenar ese espacio de prácticas e intereses orientados a la construcción del bien común.
Cualquier recurso o cualquier espacio, ya sea en su origen un bien privado o un bien público, puede convertirse en bien común en función de la apropiación que del mismo haga la ciudadanía. Como señala Harvey, “la calle es un espacio público transformado con frecuencia por la acción social en un bien común”. La ciudad-común no es algo que se encuentre ya dado, sino algo que hay que producir mediante prácticas colectivas de commoning, de comunización. Hay ocupaciones o adquisiciones sociales de espacios privados que los convierten en espacios comunes (movimientos de recuperación de teatros o cines), como hay reapropiaciones de espacios públicos que los reinventan como espacios comunes (“esto no es un solar”, huertos urbanos). De igual modo, la ciudadana-comunera, el ciudadano-comunero, no lo es por el simple hecho de usar o participar del bien común, sino por producirlo y reproducirlo continuamente. Por ello, no habrá ciudad común si no hay una política de impulso de la comunización y del “comunerismo”.
Ciertamente, el común urbano puede verse sometido a tensiones nacidas de usos potencialmente incompatibles entre sí (¿ciudad para el turismo o ciudad para quienes la habitan?), o conflictos entre las distintas aspiraciones de quienes acceden al espacio o al recurso común (¿cómo conciliar fiesta y descanso?), que alienten la tentación de la regulación administrativa o de la vuelta a la gestión privada. Cualquier planteamiento de construcción de la ciudad como espacio común deberá asumir con naturalidad una perspectiva agonística de la política, asumiendo que la acción política no debe aspirar a disolver los antagonismos sociales, sino a “organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre potencialmente conflictivas” (Chantal Mouffe). Para ello, frente a la huída o al cierre, estrategias que siempre responden a intereses privados de autoprotección o de logro individual, podríamos recuperar la reflexión sobre las comunidades de supervivencia propuesta por Richard Sennett en los Setenta.
Según este autor, “la manera más directa de unir las vidas sociales de la gente es por pura necesidad, haciendo que los hombres se conozcan mutuamente con el fin de sobrevivir”. La ciudad puede es el espacio adecuado para su surgimiento: “Lo que debería surgir en la vida urbana es la ocurrencia de relaciones sociales, y especialmente relaciones que envolvieran conflicto social, a través de enfrentamientos cara a cara; lo que hace falta es que los hombres reconozcan los conflictos, no que intenten purificarlos en un mito de solidaridad, con el fin de sobrevivir”. Se trata, si así se quiere, de convertir una necesidad (el hecho de que la vida urbana obliga a vivir juntas a muchas personas muy diversas) en virtud.
En 1970, Sennett advertía que “cuando las futuras generaciones de historiadores escriban la crónica de esta época, puede muy bien que noten que su rasgo más marcado fue la gradual simplificación de las interacciones y fórums sociales para el intercambio social”. Pero son estas interacciones cotidianas las que posibilitan el surgimiento de un sentido de la responsabilidad pública comprometida con la comunidad nacido de una educación cívica práctica, aprendida en la vivencia cotidiana de la interacción en las calles. En palabras de Jacobs: “En la vida real, los niños sólo pueden aprender los principios fundamentales de la vida en común en una ciudad si tienen a su disposición un mínimo de adultos circulando fortuitamente por las aceras de una calle. El principio más elemental es, sin duda, el siguiente: todo el mundo ha de aceptar un canon de responsabilidad pública mínima y recíproca, aún en el caso de que nada en principio les una o relacione. Esta lección no se aprende con sólo decirla. Se aprende únicamente de la experiencia, al comprobar que otras personas, con las cuales no nos une un particular vínculo, amistad o responsabilidad formal, aceptan y practican para con uno mismo un mínimo de responsabilidad pública”.
Hoy llamaríamos a todo esto capital social, pero estamos hablando de lo mismo: de esa materia que mantiene unidas aquellas instituciones fundamentales que configuran una sociedad. Un capital social inclusivo, que mira hacia fuera del propio grupo y tiende puentes hacia los diferentes, frente a la introyección característica de las formas de capital social exclusivas (y excluyentes), que sólo aspiran a vincular cada vez más estrechamente a quienes son definidos como iguales. Son estas redes de capital social inclusivo, que tienden puentes las que se están debilitando en unas ciudades sometidas a dinámicas privatizadoras y privatistas por mor de una gobernanza “empresarialista” que contempla la ciudad como espacio donde perseguir el logro de nuestros intereses más privados: como consumidores, como turistas, como productores, pero nunca como ciudadanas y ciudadanos.
En resumen: de lo que se trata es de luchar por la ciudad como espacio público tanto en la forma (espacios físicos planificados para el encuentro en la diversidad y en la complejidad propias de la existencia social, y no para la reducción simplificadora de estas) como en el fondo (cultura cívica de corresponsabilidad y prácticas políticas de comunicación).