Justicia con «perspectiva de género»

(Galde 22, otoño/2018/udazkena). Miren Ortubay.
En el tiempo transcurrido entre la sentencia de la Manada y la de Juana Rivas, dos hitos de la –acertadamente– llamada justicia patriarcal, el Tribunal Supremo (TS) ha dictado dos sentencias en las que afirma aplicar la perspectiva de género. Se trata de una coincidencia merecedora de reflexión.

En realidad, las dos primeras son hitos por que diversas circunstancias han hecho que se conozcan y generen una comprensible indignación, pero no son raras. Responden a una aplicación supuestamente neutra de las leyes que, al ignorar las diferencias reales existentes, refuerza y mantiene la discriminación de las mujeres (y de otros colectivos minorizados). Es decir, son sentencias «normales», de las que lamentablemente hay muchas.

Más novedosas son las sentencias con perspectiva de género 1, en las que el TS dice que las víctimas de la violencia de género son testigos cualificados. Es probable que este tipo de afirmaciones alimente la reacción antifeminista cada vez más patente en nuestra sociedad, cuando lo único nuevo de esas sentencias es que han dado credibilidad a las denunciantes, como a cualquier persona. Han valorado su testimonio como el de las víctimas de otros delitos, ni más, ni menos.

A mi entender, la expresión Justicia con perspectiva de género es redundante. Tener en cuenta los desequilibrios de poder existentes entre las personas a quienes se aplica la ley es «justicia» a secas. Desarrollaré esta idea en una segunda entrega de estas reflexiones.

Para el feminismo la afirmación de que la justicia es patriarcal resulta una obviedad. El patriarcado conforma nuestro sistema social y se manifiesta en todas las estructuras de poder. El derecho es profundamente androcéntrico y el sexismo impregna a quienes lo aplican al igual que al resto de las personas. El machismo es el aire que respiramos y aunque cada vez hay más gente consciente de ello, casi nadie está libre… Hombres y mujeres lo tenemos profundamente inculcado, sobre todo en nuestra dimensión menos racional (emociones, miedos, actitudes, deseos…). Por eso seguimos educando en la desigualdad a nuestras criaturas. Sí: ¡es el patriarcado! Y la justicia es sexista, al igual que las y los jueces, y que el resto de los colectivos sociales.

Es más, cabría peguntarse si el machismo está más presente en el colectivo judicial o si simplemente se hace más notorio porque sus decisiones tienen mayor trascendencia social. Sin generalizar, es posible que entre la judicatura predomine un pensamiento más tradicional, aunque sólo sea por los sesgos que introduce el acceso a la carrera (de nivel económico y social; prioridad de la memoria sobre el espíritu crítico en la oposición, etc.). Así, no es descartable que entre los jueces –y las juezas haya más prejuicios sexistas que en la media de la población. Lo que hay seguro en ese colectivo es una grave falta de conciencia sobre su ignorancia de la teoría y las aportaciones feministas. Ignorancia e, incluso, desprecio. En otras materias las y los jueces saben que no saben y admiten asesoramiento de expertos (economistas, psiquiatras, etc.), pero ¿quién no sabe sobre género?, ¿quién tiene que explicar a una persona adulta –y que ha aprobado una oposición cómo son los hombres y las mujeres y las relaciones entre ambos? Son muy pocos los jueces que poseen o que solicitan formación específica en feminismo (o en perspectiva de género, como se dice ahora sin saber muy bien qué significa).

Ocurre que una mayoría de quienes aplican las leyes no tienen conciencia de los estereotipos sexistas ni de los propios prejuicios en esta materia, pero éstos se traslucen en sus resoluciones. Uno -¡hay muchos!de esos estereotipos sobre las características femeninas que más daño hace a las mujeres que acuden al juzgado es el de mentirosa. De forma más o menos explícita, el testimonio de las mujeres que denuncian agresiones se tilda con frecuencia de incongruente, contradictorio, inconsistente, exagerado, cuando no directamente de avieso o malintencionado. Lo mismo que decimos de las niñas cuando empiezan a dominar el lenguaje (que son engañadoras, brujas, repipis…) se aplica a las mujeres en los juicios. Y es que la justicia trata a las mujeres como la sociedad trata a las mujeres.

Según la jurisprudencia, cuando el testimonio de la víctima es la única prueba de cargo, debe cumplir una serie de requisitos para vencer la presunción de inocencia. Se exige credibilidad, persistencia en la incriminación y verosimilitud, exigencias que resultan absolutamente lógicas, ya que no podemos renunciar a las garantías básicas del proceso penal (y menos las mujeres, cuyo papel procesal se desliza fácilmente de denunciante a denunciada: por denuncia falsa, por exceso en la defensa, etc.).

La cuestión es cómo se interpretan esos requisitos en los casos concretos. Como he dicho, el rigor en la ponderación de esos criterios se incrementa cuando la declaración de la víctima es la única base de la acusación. Y da la casualidad de que eso es lo que sucede habitualmente cuando se juzgan agresiones dentro de la pareja o producidas en un ámbito de intimidad.

Si nos fijamos, por ejemplo, en la interpretación del primer requisito, según reiteran muchas sentencias, al testigo de cargo se le exige ausencia de incredibilidad subjetiva derivada de las previas relaciones acusado-víctima que pongan de relieve un posible móvil espurio, de resentimiento, venganza o enemistad, que pueda enturbiar la sinceridad del testimonio. Pero en las manifestaciones de violencia sexista, siempre suele haber una relación personal previa entre agresor y agredida. Una relación en la que a menudo se mezclan afectos con desencuentros, e, incluso, con situaciones prolongadas de dominación y de violencia. Para el sistema penal no es sencillo integrar ese contexto –esencial, por otra parte, para captar el significado de los hechos y se opta por una actitud de sospecha: puesto que hay ruptura conyugal, con discusiones y enfrentamientos, el testimonio de la denunciante ya no es objetivo.

Lo mismo ocurre si al denunciar el último hecho –con frecuencia el más grave o el que más miedo ha provocado a la mujer- ella relata agresiones anteriores: en lugar de reforzar su versión consigue el efecto contrario; es aquello de «no será tan malo si ha seguido viviendo con él». Hay un total desconocimiento sobre cómo se manifiesta la violencia de dominación en una pareja y de los efectos que provoca.

Incluso cuando no existe esa relación previa (o ha durado cinco minutos, como en el caso de Pamplona) se desconfía de las intenciones de la mujer que denuncia… No puedo detenerme en ejemplos. Recordemos, en todo caso, que el 95% de la violencia machista (incluidas las agresiones sexuales) proviene de conocidos, por lo que la sospecha de que la mujer tiene razones espurias para denunciar es muy frecuente.

Habría mucho que decir del origen de esta desconfianza. Baste con mencionar que, durante muchos siglos las mujeres no podían decir no: tenían obligación de obedecer al marido y se veían obligadas a perdonar a su violador o a su raptor si este les desposaba. Las leyes cambian, pero el machismo permanece arraigado en el fondo del imaginario colectivo. En el fondo, la mujer que se rebela contra esos mandatos de género y se atreve a denunciarlos es una mujer poco digna de crédito y, por tanto, de protección por parte del sistema.

En definitiva, el sistema penal trata mal a las mujeres: Dudas y sospechas que jamás surgen respecto a la víctima de otros delitos se plantean frente a las mujeres denunciantes. Muchas veces, el proceso penal se convierte en un calvario para éstas, en el que se escrutan sus palabras, gestos y actitudes para decidir si es una víctima digna de tutela penal (aquello de que «no viste como una víctima»…). Al final, se le juzga a ella.

A la luz de estas reflexiones ¿qué decir de las sentencias antes mencionadas?

La sentencia de la Manada resulta muy discutible por varios aspectos –que abordaré en otro momento-, pero en relación con este tema, da más credibilidad a la víctima que muchas de las resoluciones que se dictan cada día en los tribunales. Hasta ahora, cuando la mujer no decía nada, se entendía que accedía al contacto sexual. Incluso cuando decía que no, pero no oponía resistencia, también se presuponía la aceptación. En este caso, la sentencia –con la lamentable salvedad del voto particular afirma que ha habido un ataque a la libertad de la mujer, castigado con 9 años de prisión. Ello supone creer su versión de los hechos y dar un pequeño paso hacia el «sólo sí es sí».

Pienso que ni Juana Rivas ni muchas mujeres que denuncian violencia de sus parejas han gozado de esa credibilidad, aunque pueda parecer lo contrario cuando las sentencias hablan de perspectiva de género. Continuará.

Miren Ortubay. Profesora de Derecho Penal en la UPV/EHU.

Notes:

  1. Me refiero a las sentencias del TS núm. 247, de 24 de mayo, y 282, de 13 de junio de 2018.

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