Lourdes Oñederra. (Galde 06, primavera/2014). Dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española que patria es «Tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos». Como segunda acepción aparece «Lugar, ciudad o país en que se ha nacido». Como los diccionarios son mezcla de constancia de lo que ocurre y norma para lo que debiera ocurrir, doy mi voto por la segunda acepción, para que llegue algún día a ser la primera. Me gusta la indefinición entre lugar, ciudad y país. También me gusta que no proponga esa ambigua simbiosis entre patria y nación que aparece en la primera acepción. De ésta me quedo sólo conlo de los «vínculos… afectivos», porque si el ser humano se ha de sentir «ligado», mejor que los vínculos sean afectivos. Los vínculos jurídicos e históricos son excesivamente re-estructurables, re-definibles y fáciles de reinventar tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Me resultan demasiado frágiles.
La definición de patria en el diccionario de María Moliner es: «Con relación a los naturales de una nación, esta nación con todas las relaciones afectivas que implica». Dejo ahora lo de la nación por lo antes dicho, pero me quedo con las relaciones afectivas, «las relaciones afectivas que implica»…
Pues, si de eso se trata, mi patria no es una sino varias, porque lo que liga afectivamente (y se supone que de manera positiva, o así lo estoy suponiendo yo en este afán de entender lo de la patria) deben de ser esos espacios en los que en algún momento una ha sentido que a alguien le importa. Aquel lugar, aquel segundo en el que percibiste que otra persona se alegraba de que existieras, que tu presencia la hacía feliz. La percepción delgozo provocado en otro ser. Eso debe de marcar para siempre, debe de hacer una muesca en nuestro interior más profundo. La veces que yo he sido consciente de ello, mi agnosticismo ha reverberado.
Aunque no sea una fuente exclusiva, nada es tan fecundo en ese tipo de ligazones como la infancia para quien ha tenido la suerte de haber sido querido, de haber sido querida durante la niñez.
Hay, desde luego, quien necesita patrias más épicas, más grandes que eso: patrias grandes o, mejor, grandes patrias, porque no se trata tanto de la extensión geográfica como de la importancia, del destino en lo universal, o de lo que sea.
Hay, sin embargo, quien funciona por patrias pequeñas en el espacio, infinitas en el tiempo: aquel rincón del café donde le sonrieron, el pretil desde el que veía la puesta de sol aquel primer veraneo sin padres, el árbol junto al que se despidió definitivamente de un amigo.
Sea como sea, una patria, para serlo de verdad, tiene que cumplir una condición: que exista como lugar, que sea físicamente posible volver al espacio para rememorar el vínculo (y efectivamente volver, o añorarlo como hacen los expatriados de todas las épocas).
En cualquier caso, las patrias pequeñas corren mayor peligro de desaparición. A mí me quedan cada vez menos. De un rincón de retiro, lleno de mis más dulces recuerdos infantiles, me echan semanalmente el escándalo auditivo y de suciedad del más salvaje pintxo-pote. Del parque donde se me quedó grabada una imagen de la sonrisa de mi madre corriendo hacia el autobús que me traía del cole, me han echado los siempre activos remodeladores urbanos y el vocerío de gigantescas terrazas que no respeta descansos ni horarios. De las olas entre las que mi amona me enseñó a flotar me han extraditado los omnipresentes surfistas y sus fieles servidores.
No hace falta que vengan bárbaros de allende las fronteras a invadir la patria. Nosotros y nuestros propios descendientes nos hemos convertido en el bárbaro destructor de la permanencia de recuerdos, en aniquiladores de la infinitud del tiempo en los espacios revisitados.
Y así, mientras cada generación destruya las pequeñas patrias de las anteriores, seguirán funcionando las grandes patrias como principal agarradera ante la desorientación existencial del individuo.