(Galde 12, otoño 2015). Lourdes Oñederra. Mi penúltima caminata terminó en la exposición «Arquetipos», del magnífico Edvard Munch, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. El cuadro ante el que más tiempo pasé se titula «Mujeres» y está en el espacio dedicado al arquetipo Mujer. El propio Munch, en un texto recogido en el libro El friso de la vida, se refiere a ese cuadro como «Las tres mujeres» o «Las tres edades de la mujer». Efectivamente aparecen en el cuadro tres mujeres. De izquierda a derecha vemos primero, un poco apartada y de perfil, a la mujer joven, frágil y virgen (dice el folleto), idealista (dice Munch), vestida de blanco. Luego está en el centro de la escena y en primer plano «la mujer con ganas de vivir», dice Munch. La ha pintado desnuda, de frente, «invitando al acto sexual» (según el folleto). Por último vemos, un tanto retraída entre los árboles, a la mujer madura y marchita, pálida, vestida de negro, «la mujer como monja» (escribe Munch). Hay también, a la derecha de esta última mujer, un hombre, del que ni el folleto de la exposición ni Munch en el texto citado dicen nada… Es un hombre que está, pero tal vez se va. Tiene una mano cerca de la cabeza, como para apoyarla, pero sin llegar a hacerlo. El que no se diga nada de él aumenta tal vez mi desasosiego ante éste y otros cuadros con protagonista mujer, que son bastantes (las mujeres vampiras, las mujeres desnudas, las mujeres marchitas, las mujeres etcétera). Me siento rara (¿enajenada?), como si Munch no pintara para mí, para nosotras, sino sobre mí, sobre nosotras, ¿o sobre él, sobre su visión de nosotras, su problema con nosotras tal vez?
Me viene a la cabeza una sensación parecida en otra exposición hace mucho, también en Madrid, no recuerdo el museo ni qué exposición era. Pero me acuerdo bien de que escribí unas notas, que luego perdí, indignada ante unos textos de Oteiza sobre lo vasco, sobre el euskera. Por algo también aparecía Chillida en lo que escribí. Creo recordar que concretamente comentaba algo sobre los títulos en euskera de muchas de sus obras y que él no hablara euskera. Como vascoparlante, nieta de caserío, me parecía ser ante estos intelectuales enamorados de lo vasco, una de aquellas nativas carnosas que fascinado pintaba Gauguin. Aquellas mujeres eran objeto de fascinación, objeto de deseo, objeto de admiración: no sujeto, no interlocutor, no igual.
Percibo que ni para Munch las mujeres, ni para Oteiza los caseros vascos son a quien va dirigida su obra. No son el interlocutor. He ahí, seguramente, la asociación.
Mi última caminata me lleva cerca del centro de salud de un barrio periférico de Vitoria. Al ver pasar a mi lado a una joven mujer de piel oscura, musulmana a juzgar por el pañuelo que le cubre el pelo y parte de la frente, empujando un cochecito, me viene a la cabeza «La niña enferma», ese otro maravilloso cuadro de Munch, que tantas veces pintó y del que vi un par de versiones en Madrid. También en el cochecito que pasa a mi lado hay una niña pequeña, pálida. Tose un poco y parece muy cansada. Tiene la cabeza apoyada de lado en la almohada blanca, como la niña de Munch.
Siento pena por la niña que está enferma, por su madre, que está preocupada. Quiero creer que las tratarán bien en el ambulatorio. Me pregunto cómo será su vida en el barrio. Deseo que ojalá podamos ver a estas vecinas, a los nuevos vecinos diferentes de nuestras ciudades como interlocutores, como iguales y no como objetos (de compasión, de desprecio, de admiración, de protección, de hostigamiento, de miedo: que escoja cada cual por qué ventana mira).