Lourdes Oñederra. (Galde 04, otoño 2013). Las Navidades me alteran, me cambian el metabolismo anímico y me disfuncionalizan (que funciono como no suelo ni, seguramente, debo). Hoy, por ejemplo, he cometido cuatro infracciones (o una infracción en cuatro etapas) contra mi propia norma de pasar del móvil mientras ando: el teléfono ha sonado, y lo he cogido, y he mirado a ver quién era, y he respondido. Era una amiga de hace mucho, muchísimo, casi de la niñez. Me llamaba para felicitarme las fiestas y saber qué tal me va. Nunca falla, me llama todos los años. Es casi nuestro único contacto ahora, pero sigue siendo agradable saber que se acuerda, que me recuerda. Ha sido mi primer christma, un christma telefónico (seguiré usando «christma» al menos hasta que la Academia lo suprima en la tercera edición del diccionario).
Habrá más llamadas como ésa y muchos mensajes electrónicos navideños, más o menos distantes, algunos disfrazados de broma ingeniosa o de chiste, pero, al fin y al cabo, navideños. Christmas de los de antes, las auténticas tarjetas navideñas, empiezan a escasear. Algunas eran horribles, la verdad, pero tenían algo que se está perdiendo según va desapareciendo el correo en papel: alguien las había elegido, las había comprado, se había sentado en casa y había dibujado letras en su interior, y había seguido tocándolas para meterlas en el sobre, en el que otra vez había dibujado las letras de nuestro nombre, les había puesto el sello y las había llevado al buzón. Qué tierna inversión de dinero y de tiempo. Luego, al recibirlas se volvía a tocar lo que el o la remitente había tocado…
Entiendo las ventajas del correo electrónico. Fui una de las primeras en utilizarlo con entusiasmo en el trabajo. Ahora ya lo utilizo para todo. Reconozco que yo también mandaré mensajes navideños electrónicos. Sin embargo haré el esfuerzo de escribir algunos en cartulina y hago votos para que durante el año 2014 pueda escribir cartas en papel, para que la confección del mensaje sea necesariamente lenta, paradetener un poco el ajetreo cotidiano, para poder pensar según escribo y para tocar lo que tocará el destinatario o la destinataria cuando lea la carta…
Sinceramente creo que no todos los mensajes son tan urgentes y que la gran facilidad del correo electrónico ha traído, entre otras cosas (muchas, buenas), la proliferación de tonterías y horteradas perfectamente prescindibles.
Estos días habrá, además, mensajes telefónicos, tipo SMS o WhatsApp, o lo que sea… miles, millones, que no son tan románticos, pero también resultan agradables. ¿O no? Hubo una época en la que lo progre era despreciar todo esto de la Navidad, de lo buenos deseos, los regalos, por hipócrita y por consumista. Creo hay aún quien enarbola esas banderas y que no les falta razón, pero que no tienen toda la razón.
A mí, por ejemplo, me encanta que mi amiga de la niñez me demuestre que se acuerda de mí y la Navidad es la excusa, la vía para que me lo exprese. Es como lo de los cumpleaños. Ya sé, ya lo he oído: nos podríamos llamar cualquier otro día. Pero no suele ocurrir, no lo solemos hacer. Muchas veces, además, quien más despotrica de las Navidades suele ser con frecuencia quien menos amable es el resto del año.
En cualquier caso, la Navidad es algo de lo que es prácticamente imposible escapar, nos guste o no. A mí no me gusta demasiado. Como a muchas, a muchos, siempre me ha causado nudos de tristeza y melancolía. Pero no quiero ser frívola: en los tiempos que corren de desdemocratización y penuria económica, las sonrisas de los corderitos del belén resultan más increíbles que nunca. Para quien lo está pasando mal no es cuestión de mera sensibilidad estética. Lo de la desdemocratización nos afecta a todos y es grave. No pretendo olvidarlo. Sólo reivindico lo que para mí es lo mejor de las Navidades: la ocasión de (expresar) ternura de vivir la amistad. Espero que quien lea estas líneas haya superado las fechas de marras felizmente: buen año nuevo.