Galde 32 udaberria/2021/primavera. Lourdes Oñederra.-
No hay como sentarse a mirar, por ejemplo en una estación de autobuses. Ese día yo estaba maravillada. Entre otras cosas, haber salido de la ciudad por viaje de trabajo ya me había colocado en estado de máximo entusiasmo. Era un día extraordinario. Las personas con las que me había reunido simultánea y presencialmente (con todas las medidas de seguridad posibles, repaso: toma de temperatura y desinfección de manos, distancia de seguridad y mascarillas, sin levantar la voz ni fumar) superaban en número el total de aquellas con las que había tenido alguna relación durante toda la semana anterior.
Pasó por delante de la mesa, en la que yo —haciendo tiempo— tomaba café, un guarda de seguridad formidable. Era alto, fornido, la cabeza rapada, cejas pobladas y bien dibujadas, nariz poderosa. Marcaba el paso con energía. Llevaba el uniforme ceñido, botas altas y, sobre todo, tenía ajustada a su cara una mascarilla absolutamente terrorífica, de color oscuro y con una manchas negras estratégicamente colocadas hacia los pómulos y donde se suponía que estaban sus labios. Fascinante. Me dio pena que saliera de mi campo de visión y se adentrara en un túnel oscuro del que, justo entonces, emergía alguien. Percibí que era un cuerpo de mujer a la vez que me preguntaba por qué traía una potente luz más o menos a la altura del estómago. Según se iba acercando, entendí que se trataba de la linterna de un móvil que llevaba colgado cual escapulario, que era bastante joven y que tenía un brazo escayolado. Era como estar en una película de fantasía. Un poco. Pero es que ahora poco es mucho.
De todas maneras, lo que más me impactó fue la conversación que dos hombres gordotes de mediana edad traían y continuaron en una mesa cercana a la mía (a voz en grito, estos no habían oído ni leído que hablar en voz alta es una manera de fomentar la contagiosidad del virus). Buena barriga los dos, amablemente embutida en chamarra uno y cazadora el otro, ambas de color azul marino, ese color que da cierta respetabilidad, una seriedad que no llega a la solemnidad o la radicalidad del negro. ¿Será eso? El caso es que eran dos hombres parecidísimos a muchos otros, daban sensación de buen nivel de vida y de ser autóctonos de pura cepa. Como ya he dicho, hablaban a gran volumen, más de lo habitual que es mucho: parece que las distancias y la máscara provocan precisamente esa elevación de intensidad (no puedo evitar repetir lo de la contagiosidad, por si alguien lee este artículo y se suma a mi equipo contra los decibelios). El caso es que era inevitable oír lo que decían, según los indicios, sobre un conocido común.
– No, con aquella dejó —en castellano de aquí, ya he dicho que eran muy autóctonos—. Hace ya mucho que no andan juntos.
– ¡No jodas! Era raro, la verdad
– Sí, ¡qué pintas! ¿Te acuerdas? Todavía anda igual.
– Pues… ese también muy joven ya no es.
– ¡Si se le murió un hijo y todo!
– ¡No jodas!
– Sí, por drogas, o sida, o yo qué sé —tono de chanza—.
– No sabía que tenía hijos
– ¡Jodé y más de uno!
– Pues así no se ha quedado sin ninguno —carcajada abierta—.
Ya me habían dado las vueltas y me pude marchar sin oír nada más, cuando ya la carcajada era a dúo. ¿De verdad tenemos todos los seres humanos, todas las personas, los mismos componentes? ¿Estamos hechos de lo mismo?
Me vino a la cabeza la imagen de un cuadro de fusibles. Supongo que necesitaba alguna salida del desastre en el que los respetables señores me habían metido. Tal vez nos pasa a los seres humanos, como a la luz de casa que, mientras no salte el diferencial, el resto de interruptores no tienen por qué estar todos en posición de ON para que la corriente eléctrica haga funcionar algunas cosas. Por ejemplo, pueden estar en perfecto funcionamiento las luces de ciertas habitaciones, pero no de otras. O puede funcionar la luz del techo de la cocina pero no los electrodomésticos o, entre estos, estar unos conectados y otros desconectados.
¿Cuál de sus fusibles tenían desconectado los señores de azul marino?