Lourdes Oñederra, (Galde 08, otoño 2014). Paso por delante de una terraza-pecera de esas que tanto se estilan en nuestras ciudades desde que se prohibió fumar dentro de los establecimientos. Está repleta de personas, de ruido, de niños que gritan y ponen sus lindos piececitos en los asientos donde tal vez luego alguien se sentará con un abrigo color beige. Algo de humo también tiene que haber, porque veo gente fumando. Intuyo, aunque paso sin parar y no alcanzo a verlo, que en el suelo habrá papeles y envoltorios.
España es un lugar en el que el vocerío se considera alegría; en el que el derecho de quienes están de juerga se impone sobre el de quienes pretenden descansar; en el que el suelo de los bares está sucio y pringoso porque es costumbre tirar palillos, servilletas o cualquier otro resto de las tapa (o «pincho», depende de zonas, o «banderilla», esto ya dependiendo de edades); en el que se desprecia el botón del que disponen los peatones en algunos semáforos y se corre para pasar en rojo en cuanto el tráfico lo permite mínimamente; en España no se suele hacer cola en los intermedios de los conciertos para pedir un vino en la barra de manera ordenada, cada cual intenta ser atendido antes que los demás a base de empujón, presión o vozarrón… una vez más el ruido, una vez más el vocerío y la tensión de quienes sirven y no tienen manera justa de saber a quién le toca.En España es casi imposible organizar reuniones el viernes por la tarde, aunque también lo es hacerlo antes de las nueve (o las diez) de la mañana. En España es raro acostarse antes de las once, o las doce… (¿más?) de la noche.
¿Somos o no somos España?
La verdad es que eso en sí me importa poco,nada. Hay a quien le importa poco esto de los países, la pertenencia a uno o a otro, el ser de un solo país. No tenemos sentimiento de patria, ni nos importan las banderas, ni los territorios, ni creemos que un idioma sea más nuestro que otros. Pero no somos necesariamente seres indiferentes ni psicópatas desprovistos de sentimientos. Hay cosas que nos importan (como lo del ruido, la suciedad y la falta de civismo), gentes que nos emocionan, vivencias que nos conmueven. Por eso, puestos a amar, no amamos los sitios sino a quienes los habitan. No sentimos cariño por las lenguas sino por algunos de quienes las hablan (porque toda lengua tiene hablantes merecedores de nuestro cariño y otros que tal vez no lo sean tanto). Gustarte sí, supongo que puede gustarle a uno más una lengua que otras… pero no tiene porque ser la de casa.
A mí, por ejemplo, me pasa con las lenguas como con los pantalones vaqueros (los bluejeans o tejanos): que se van suavizando con el uso. Posiblemente las lenguas no son mucho más (ni menos) que un instrumento de comunicación y conocimiento. Me resultan por eso más cómodas y cercanas las estructuras que más he usado y más he oído, las palabras que, en un momento dado, mejor me han encajado para expresar o entender algo. Como los vaqueros más viejos, las lenguas más usadas, las que nos han valido, nos resultan útiles, funcionales y, en esa medida son más nuestras de verdad. Tenemos con ellas esa relación positiva real que no tenemos con las que jamás hemos pronunciado o hemos usado poco, aunque nos fascine su gramática, su sonido o la voz de algún hablante particular; pero eso es otra cuestión que pertenece al terreno de los gustos, de las opciones estéticas y/o ideológicas. De ahí volvemos a las banderas, los territorios, cuestiones que viven un momento de esplendor. Malos tiempos para los de mi subespecie y, encima, Navidad… Pero no quiero frivolizar, quien lo tiene mal, mal de verdad es quien ha perdido el trabajo o no lo ha encontrado, las familias que han echado de sus casas, quienes no llegan a fin de mes. Para todos ellos también es Navidad. ¿O no?